Pat sacudió la cabeza, esbozó una sonrisa.
– No sé si lo sabe, pero es un idiota hijo de puta.
– Lo haré -dijo Myron-. No quiero hacerlo, pero acamparé en su puerta con una cámara.
Pat le dirigió a Myron una larga mirada. Difícil de interpretar. En parte quizás hostil. En su mayor parte, aburrida.
– Big C, sal de aquí unos minutos.
– No.
– Entonces no hablaré.
Myron se volvió hacia ella, asintió. Big Cyndi negó con la cabeza. Myron se la llevó a un aparte.
– ¿Cuál es el problema?
– No tendría que hacer amenazas aquí, señor Bolitar.
– Sé lo que hago.
– Le advertí sobre este lugar. No puedo dejarle solo.
– Estarás junto a la puerta. Puedo cuidar de mí mismo.
Cuando Big Cyndi frunció el entrecejo su rostro pareció un tótem recién pintado.
– No me gusta.
– No tenemos elección.
Ella suspiró. Imagínense el Vesubio escupiendo un poco de lava.
– Tenga cuidado.
– Lo tendré.
Ella se movió hacia la salida. El lugar estaba lleno y Big Cyndi dio un gran rodeo. Así y todo, las personas se separaron con una rapidez que hubiese hecho que Moisés tomase nota. Cuando ya había salido por la puerta, Myron se volvió hacia Pat.
– ¿Y bien?
– Bueno, es un gilipollas imbécil.
Sucedió sin advertencia. Dos manos se colaron por debajo de los brazos de Myron, los dedos se engancharon por detrás de la nuca. La clásica llave Nelson completa. El abrazo se apretó empujando sus brazos hacia atrás como alas de pollo. Myron sintió que algo caliente se desgarraba por los omóplatos.
Una voz cerca de su oído susurró:
– ¿Quieres bailar, cariño?
Cuando se trataba de combate cuerpo a cuerpo, Myron no era Win, pero tampoco era un alfeñique. Por lo tanto, sabía que si el rival era bueno, no había manera de librarse de una Nelson completa. Por ese motivo era ilegal en la lucha real. Si estabas de pie, podías intentar dar un pisotón en el empeine de la persona. Pero sólo un idiota caería en esa trampa, y un idiota no tendría la velocidad ni la fuerza para llegar tan lejos. Y Myron no estaba de pie.
Los codos de Myron estaban muy altos, como si fuese una marioneta; su rostro estaba del todo indefenso. Los poderosos brazos que le sujetaban estaban cubiertos por un cárdigan. Para ser precisos, un suéter cárdigan amarillo claro. Jesús. Myron forcejeó. Nada que hacer. Los brazos envueltos en cárdigan tiraron la cabeza de Myron hacia atrás y luego la movieron hacia la barra, con la cara hacia delante. Myron no pudo hacer nada aparte de cerrar los ojos. Avanzó la barbilla sólo lo justo para evitar que su nariz recibiese toda la fuerza del impacto. Pero su cabeza rebotó en la teca barnizada de una manera que nunca había pretendido, sacudiéndole el cráneo. Algo en su frente se abrió. Le dio vueltas la cabeza. Vio estrellas.
Otras manos sujetaron los pies de Myron. Ahora estaba en el aire, moviéndose y muy mareado. Unas manos vaciaron sus bolsillos. Se abrió una puerta. Myron fue llevado a una habitación a oscuras. Lo soltaron, y Myron cayó como un saco de patatas sobre la rabadilla. Todo el proceso, desde que lo sujetaron con la llave Nelson hasta el momento en que lo arrojaron al suelo, había durado ocho segundos.
Se encendió una luz. Myron se tocó la frente y notó algo pegajoso. Sangre. Miró a sus atacantes.
Dos mujeres.
No, travestís. Ambos con pelucas rubias. Una había optado por el peinado Mall Girl de principio de los ochenta: muy ahuecado y con más rizos que una toalla. La otra -la que llevaba el cárdigan amarillo claro (con un monograma para aquellos que les interese)- llevaba el pelo a lo Veronica Lake con un toque especialmente desagradable.
Myron intentó levantarse. Veronica Lake soltó un chillido y descargó un puntapié lateral. El puntapié fue rápido y le alcanzó en el pecho. Myron se oyó hacer un ruido como «fuu», y cayó de nuevo sobre el culo. Su mano buscó automáticamente el móvil. Apretaría el botón y llamaría a Win. Entonces se quedó quieto. El teléfono había desaparecido.
Miró. Lo tenía Mall Girl. Maldita sea. Miró a su alrededor. Había una gran vista panorámica del bar y de la espalda de Pat el camarero. Recordó el espejo. Por supuesto. Un cristal en una sola dirección. Los clientes veían un espejo. Desde este lado se veía todo. Difícil robar la caja cuando nunca sabías quién estaba mirando.
Las paredes estaban forradas con placas de corcho, y por lo tanto aisladas. El suelo era de linóleo barato. Fácil de limpiar, se dijo. A pesar de eso, había gotas de sangre. No suyas. Éstas eran viejas y secas. Pero estaban allí. No había que confundirlas con ninguna otra cosa. Y Myron sabía por qué. En una palabra: intimidación.
Era la clásica habitación de las palizas. Muchos lugares las tienen. Sobre todo en los estadios. No tanto ahora como en los viejos tiempos. Hubo una época en que un espectador revoltoso era algo más que escoltado fuera del estadio. Los guardias de seguridad lo llevaban a una habitación trasera y les daban una paliza. Era algo bastante seguro. ¿Qué podría reclamar el revoltoso? Estaba borracho, probablemente se había metido en una pelea en las gradas, lo que sea. Así que los chicos de seguridad añadían unos cuantos morados más para asegurarse. ¿Quién podía decir de dónde venían los morados? Y si el aficionado revoltoso amenazaba con presentar cargos o montar un escándalo, los encargados del estadio podían responder con una acusación de ebriedad pública, asalto y cualquier cosa más que se les ocurriese. También podían presentar una docena de guardias de seguridad para respaldar su historia y ninguno que respondiese por el aficionado.
Por lo tanto, el espectador lo dejaba correr. Y las habitaciones de las palizas permanecieron. Probablemente todavía había en algunos lugares.
Veronica Lake se rió. No era un sonido agradable.
– ¿Quieres bailar, cariño? -preguntó él-ella de nuevo.
– Esperemos una lenta -respondió Myron.
Un tercer travestí entró en la habitación. Una pelirroja. Él-ella se parecía mucho a Bonnie Franklin, la madre valiente en la vieja serie de televisión One Day at a Time. El parecido era, de hecho, un tanto inquietante: la mezcla perfecta de decisión y encanto. Valiente. Superficial.
– ¿Dónde está Schneider? -preguntó Myron.
Ninguna respuesta.
– Levántate, cariño -dijo Veronica Lake.
– La sangre en el suelo -señaló Myron.
– ¿Qué?
– Es un bonito detalle, pero excesivo, ¿no te parece?
Veronica Lake levantó el pie derecho y tiró del tacón. Se soltó. El tacón no era más que una cubierta. Una funda. Para una hoja de acero. Veronica se la mostró a Myron con un impresionante despliegue de puntapiés altos propios de las artes marciales, la hoja despedía destellos de luz.
Bonnie Franklin y Mall Girl comenzaron a reírse.
Myron mantuvo el miedo a raya y miró con firmeza a Veronica Lake.
– ¿Eres nueva en esto del travestismo? -preguntó.
Veronica dejó de lanzar puntapiés.
– ¿Qué?
– Me refiero a que ¿no estás abusando demasiado de todo este rollo del tacón estilete?
No era su mejor chiste, pero cualquier cosa por dejar que el tiempo pasase. Veronica miró a Mall Girl. Mall Girl miró a Bonnie Franklin. Entonces Veronica de pronto lanzó un puntapié con la hoja por delante. Myron vio el brillo del acero que se le acercaba. Se echó hacia atrás, pero la hoja le cortó la camisa y la piel. Soltó un grito y miró abajo con los ojos muy abiertos. El corte no era profundo, pero sangraba.
Los tres se desplegaron y cerraron los puños. Bonnie Franklin tenía algo en la mano. Quizás un bastón negro. A Myron no le gustó. Intentó levantarse, pero de nuevo Veronica le lanzó un puntapié. Saltó alto, pero la hoja le alcanzó en la pierna. Llegó a sentir la hoja que le tocaba la tibia antes de pasar de largo.
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