Ella colgó. Y el señor Listillo hizo lo mismo.
El estadio de los Yankees estaba ubicado en el sector más cochambroso del cada vez peor barrio del Bronx. No tenía mayor importancia. Cada vez que veías el famoso edificio deportivo, de inmediato guardabas silencio como si estuvieses en la iglesia. No se podía evitar. Los recuerdos entraban y calaban. Las imágenes entraban y salían. Su juventud. Un niño pequeño de pie en el tren de la línea 4, sujeto de la al parecer gigantesca mano de su padre, mirando su rostro amable, la excitación previa al partido como un cosquilleo por todo su cuerpo. Papá había atrapado una pelota suelta cuando Myron tenía cinco años. Algunas veces aún podía verlo: el arco del cuero blanco, la multitud de pie, el brazo de papá alcanzando una altura imposible, la pelota aterrizando en la palma con un golpe sonoro, el afecto que salía del rostro de papá cuando le entregó la preciada posesión a su hijo. Myron aún conservaba aquella pelota, que envejecía en el sótano de la casa de sus padres.
El baloncesto era el deporte de elección de Myron, y el fútbol americano era probablemente su favorito para ver en la tele. El tenis era el juego de los príncipes, el golf el juego de los reyes. Pero el béisbol era magia. Los recuerdos de la primera infancia son débiles, pero casi todos los chicos pueden recordar el primer partido de béisbol de las ligas mayores al que fueron. Recordar el resultado, quién bateó un home run, quién lanzaba. Pero sobre todo él recuerda a su padre. El olor de la colonia de después del afeitado está impregnado en los olores del béisbol: el olor de la hierba acabada de segar, el aire del verano, los perritos calientes, las palomitas rancias, la cerveza derramada, el guante engrasado y la pelota que lleva en el bolsillo. Recuerda el equipo visitante. La manera como Yaz lanza bolas bajas para calentar a Petrocelli, cómo los graciosos se burlan de los anuncios de Frank Howard para NesQuik, la manera en que los grandes del juego llegan a la segunda base y se lanzan de cabeza a la tercera. Recuerdas a tu hermano que lleva las estadísticas, que estudia las alineaciones de la manera como los eruditos rabínicos estudian el Talmud, los cromos de béisbol sujetos en su mano, la tranquilidad y el ritmo de una plácida tarde de verano. Mamá pasaba más tiempo tomando el sol que mirando el partido. Recuerdas a papá comprándote un banderín del equipo visitante y más tarde colgándolo en tu pared en una ceremonia idéntica a la de los Celtics levantando un estandarte en el viejo Boston Garden. Recuerdas la manera en que los jugadores en el banquillo parecían tan relajados, con las bolas de mascar abultando las mejillas. Recuerdas tu saludable y respetuoso odio por las superestrellas del equipo visitante, la pura alegría de ir al Día del Bateador y guardar aquel trozo de madera como si hubiese venido directamente de la taquilla de Honus Wagner.
Muéstreme a un chico que no haya soñado con ser una figura de la liga grande antes de los siete, antes de que la liga de entrenamiento, o lo que sea, comience a cribar la manada en una de las primeras lecciones de la vida: que el mundo puede y te desilusionará. Muéstrame a un chico que no recuerde haber llevado su gorra de la liga infantil a la escuela cuando los maestros lo permitían, con la visera levantada y su cromo favorito enganchado en la mesa a la hora de la comida, durmiendo con ella en la mesilla de noche junto a la cama. Muéstreme a un chico que no recuerde haber jugado a lanzar y atrapar los fines de semana, o, todavía mejor, durante aquellas preciosas noches de verano cuando papá volvía corriendo a casa del trabajo, se quitaba las prendas de trabajo, se ponía una camiseta que siempre le quedaba demasiado pequeña, cogía un guante y se iba al patio de atrás antes de que se apagasen los últimos rayos de sol. Muéstreme a un chico que no mire con asombro lo lejos que su padre puede pegar o lanzar una pelota de béisbol -no importa el pésimo estado físico de su padre, no importa lo patoso que sea o cualquier otra cosa- y durante aquel brillante momento papá se transformaba en un hombre de una habilidad y fuerza inimaginables.
Sólo el béisbol tenía aquella magia.
La nueva propietaria principal de los Yankees de Nueva York era Sophie Mayor. Ella y su marido, Gary, habían sorprendido al mundo del béisbol al comprar el equipo al impopular propietario Vincent Riverton menos de un año atrás. La mayoría de los aficionados lo habían aplaudido. Vincent Riverton, un editor multimillonario, había mantenido una relación de amor-odio con el público (en su mayor parte odio) y los Mayor, una pareja de nuevos ricos que había conseguido su fortuna mediante la venta de software para ordenadores, prometieron no meter tanto las manos. Gary Mayor se había criado en el Bronx y había jurado el retorno de los días de Mick y DiMaggio. Los aficionados estaban que no cabían en sí.
Pero la tragedia les golpeó muy pronto. Dos semanas antes de que se cerrase la compra, Gary Mayor murió de un ataque fulminante al corazón. Sophie Mayor, que siempre había comandado el negocio del software de igual a igual, si no había llevado la voz cantante, había insistido en seguir adelante con la compra. Ella contaba con el apoyo y la simpatía del público, pero Gary y sus raíces habían sido el cordón que la vinculaba a los aficionados. Sophie era del Medio Oeste, aficionada a la caza y con antecedentes como genio matemático, lo que para los neoyorquinos, suspicaces de nacimiento, representaba algo así como una impostora.
Poco después de asumir el mando, Sophie nombró a su hijo Jared, un hombre casi sin ninguna experiencia en el béisbol, gerente general adjunto. El público frunció el entrecejo. Hizo un canje rápido, se saltó la cantera de los Yankees ante la posibilidad de que a Clu Haid aún le quedasen uno o dos años buenos. El público protestó. Ella se mantuvo firme. Quería una Serie Mundial en el Bronx de inmediato. Fichar a Clu Haid era la manera de conseguirlo. El público se mostró escéptico.
Pero Clu lanzó fantásticamente bien durante su primer mes en el equipo. Su bola rápida volvía a estar por encima de los noventa, y sus curvas se quebraban como si estuviesen aceptando señales desde un control remoto. Mejoraba con cada salida, y los Yankees quedaron primeros. El público se apaciguó. Al menos durante un tiempo, se dijo Myron. Había dejado de prestar atención, pero pudo imaginarse la reacción contra la familia Mayor cuando Clu dio positivo en el análisis de dopaje.
Myron fue conducido de inmediato al despacho de Sophie Mayor. Ella y Jared se levantaron para saludarlo. Sophie Mayor tendría unos cincuenta y tantos, era lo que se llamaba comúnmente una mujer guapa, el pelo gris bien peinado, la espalda recta, el apretón de manos firme, los brazos bronceados, los ojos resplandecientes con chispas de picardía y astucia. Jared tenía unos veintitantos. Llevaba el pelo peinado con raya a la derecha sin ninguna muestra de estilo, gafas con montura de acero, una americana azul, y una pajarita a topos. Jóvenes por George Will.
El despacho estaba decorado con austeridad, o quizá sólo lo parecía, porque la escena la dominaba una cabeza de alce colgada en la pared. En realidad, un alce muerto. Un alce vivo es muy difícil de colgar. Todo un toque decorativo. Myron intentó no hacer una mueca. Estuvo a punto de decir: «Debió odiar a este alce», al estilo de Dudley Moore en Arthur pero se contuvo. Con la edad llega la madurez.
Myron estrechó la mano de Jared y después se volvió hacia Sophie Mayor.
– ¿Dónde demonios ha estado, Myron? -le espetó Sophie.
– ¿Perdón?
Ella le señaló una silla.
– Siéntese.
Como si fuese un perro. Pero obedeció. Jared también. Sophie permaneció de pie y lo miró furiosa.
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