Harlan Coben - El último detalle

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El plácido descanso caribeño de Myron Bolitar -ex baloncestista de élite retirado por una lesión- junto a una curvilínea presentadora de la CNN se ve bruscamente interrumpido por una mala noticia: Esperanza Díaz, socia de Myron en MB SportsReps, agencia deportiva con sede en Manhattan, ha sido detenida por asesinato. La acusan de haber acabado con la vida de Clu Haid, pitcher de los New York Yankees, hermano de fraternidad de Myron en la Universidad de Duke y cliente de la agencia en la actualidad; el muerto, una estrella del béisbol en declive, se había visto envuelto últimamente en un escándalo de consumo de heroína, lo que acabó definitivamente con su carrera. Bolitar interrumpe inmediatamente sus vacaciones, pero cuando llega a Nueva York se encuentra con que ni Esperanza ni su abogado quieren hablar con él. Sólo una cosa está clara: la mujer oculta algo, pero Myron no sabe si tiene que ver con su vida personal o con el trabajo. La investigación le conduce a hechos y lugares sórdidos, incluido un lamentable incidente de su propio pasado que preferiría olvidar, y, sin saber cómo, ha llegado a un callejón sin salida: todo le señala como único sospechoso.
En esta sexta entrega de la serie protagonizada por el agente deportivo, Myron Bolitar se enfrenta al caso más extraño y difícil de su vida. Un verdadero reto para el lector.

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– Maté a alguien -dijo Myron.

Esperanza estaba sentada delante de él.

– No me refiero a que disparé un arma. Pero en muchos sentidos podría haberlo hecho. Lo que hice fue peor.

Esperanza mantuvo la mirada fija en su socio.

– ¿Eso ocurrió antes de que te largases?

– Un de un par de semanas antes.

– Pero no fue por eso.

Myron notó la boca seca.

– Supongo que no.

– Te largaste por Brenda.

Myron no respondió.

Esperanza se cruzó de brazos.

– ¿Entonces por qué estás compartiendo esta pequeña información conmigo?

– No estoy seguro.

– Yo sí -dijo Esperanza.

– ¿Ah, sí?

– Es algo así como una trampa. Esperabas que tu gran confesión ayudase a que yo hablara.

– No -negó Myron.

– ¿Entonces?

– Tú eres con quien hablo de estas cosas.

Ella casi sonrió.

– ¿Incluso ahora?

– No entiendo por qué me dejas fuera -dijo Myron-. Y vale, quizá todavía tengo cierta ilusión de que hablar de esto nos ayude a recuperar, no sé, algún sentimiento de normalidad. O quizá sólo necesito hablar de esto. Win no lo entendería. La persona que maté era la encarnación del mal. A él le hubiese representado un dilema moral no más complejo que elegir una corbata.

– ¿El dilema moral te acosa?

– El problema es que no -manifestó Myron.

Esperanza asintió.

– Ya.

– La persona se lo merecía -añadió Myron-. No había pruebas para juzgarla.

– Así que te convertiste en juez y verdugo.

– En cierto sentido.

– ¿Eso te preocupa? No, espera, no te preocupa.

– Correcto.

– Así que no duermes por el hecho de que puedes dormir.

Él sonrió, separó las manos.

– ¿Ves por qué vengo a verte?

Esperanza cruzó las piernas y miró al aire.

– Cuando os conocí a ti y a Win, me pregunté por vuestra amistad. Qué os había atraído el uno al otro. Incluso pensé que Win era un homosexual latente.

– ¿Por qué todo el mundo dice lo mismo? ¿No pueden dos hombres sólo…?

– Me equivoqué -le interrumpió ella-. Y no te pongas a la defensiva, hace que las personas se hagan preguntas. Vosotros no sois gays. Lo comprendí muy pronto. Como dije, sólo fue un pensamiento. Luego me pregunté si no se trataba simplemente del viejo refrán «los opuestos se atraen». Quizás ésa sea una parte.

Esperanza se detuvo.

– ¿Y? -la animó Myron.

– Tal vez sois más parecidos de lo que queréis creer. No quiero llegar al fondo de la cuestión, pero Win te ve a ti como su humanidad. Si le gusto, se dice, ¿cómo puedo ser malo? Tú, por otro lado, lo ves como una fuerte dosis de realidad. La lógica de Win aterra, pero es extrañamente atractiva. Hay una pequeña parte en todos nosotros donde nos gusta lo que él hace, la misma parte de nosotros que cree que los iraníes pueden estar en lo cierto cuando le cortan la mano a un ladrón. Creciste con toda aquella tontería liberal suburbana sobre los menos favorecidos. Pero ahora la experiencia real te enseña que algunas personas son pura y simplemente malvadas. Te acerca un poco más a Win.

– ¿Me estás diciendo que me estoy convirtiendo en alguien como Win? Vaya, menudo consuelo.

– Estoy diciendo que tu reacción es humana. No me gusta. No creo que sea correcta. Romper las reglas cada vez te resulta más fácil. Quizá la persona que mataste se lo merecía, pero si es eso lo que quieres oír, si quieres la absolución, acude a Win.

Silencio.

Los dedos de Esperanza se movieron cerca de su boca, debatiéndose entre morderse las uñas y tirarse del labio inferior.

– Siempre has sido la mejor persona que conozco -manifestó ella-. No permitas que nadie cambie eso, ¿vale?

Él tragó saliva, asintió.

– Ya no estás rompiendo las reglas -continuó ella-. Ahora las estas diezmando. Ayer mismo dijiste que mentirías bajo juramento para protegerme.

– Eso es diferente.

Esperanza lo miró a los ojos.

– ¿Estás seguro de lo que dices?

– Sí. Haré lo que sea por protegerte.

– ¿Incluso quebrantar la ley? A eso me refiero, Myron.

Él se removió en la silla.

– Otra cosa -añadió ella-. Estás utilizando todo este dilema moral para distraerte de dos verdades que no quieres afrontar.

– ¿Qué verdades?

– Una, Brenda.

– ¿Y la segunda?

Esperanza sonrió.

– Te has saltado la primera a toda prisa.

– ¿Y la segunda? -repitió Myron.

La sonrisa de Esperanza era amable, comprensiva.

– La segunda aparta tu mente de la razón por la que estás aquí.

– ¿Cuál es?

– Comienzas a preguntarte más a fondo si yo maté a Clu. Intentas encontrar la manera de racionalizarlo si es verdad. Tú mataste una vez, y por lo tanto podría ser justificable si yo también lo hiciese. Sólo quieres oír una razón.

– Él te pegó -dijo Myron-. En el aparcamiento.

Esperanza no dijo nada.

– La radio dijo que encontraron vello púbico en su apartamento…

– No vayas allí -dijo ella.

– Debo hacerlo.

– Mantente apartado.

– No puedo.

– No necesito tu ayuda.

– Aquí hay algo más que eso. Estoy involucrado en esto.

– Sólo porque quieres estarlo.

– ¿Clu te dijo que yo estaba en peligro?

Ella no abrió la boca.

– Se lo dijo a mis padres. A Jessica. Al principio creí que era una exageración. Pero quizá no lo sea. Recibí aquel macabro disquete por correo. Salía la imagen de una muchacha.

– Estás divagando -señaló Esperanza-. Crees que estás preparado para esto, pero no lo estás. Aprende algo de tus viejos errores. Mantente apartado.

– Pero no conseguiré mantenerme apartado -dijo Myron-. ¿Por qué Clu dijo que yo estaba en peligro? ¿Por qué te pegó? ¿Qué pasó en el bar Adivina?

Ella sacudió la cabeza.

– Guardia.

El guardia abrió la puerta. Esperanza mantuvo la mirada gacha. Dio media vuelta y salió del cuarto sin mirar a Myron, que se quedó solo durante unos pocos segundos, ocupado en poner en orden sus pensamientos. Consultó su reloj. Las nueve cuarenta y cinco. Tiempo de sobra para llegar al estadio de los Yankees para su reunión de las once de la mañana con Sophie y Jared Mayor. Apenas si había salido de la habitación cuando se le acercó un hombre.

– ¿Señor Bolitar?

– Sí.

– Esto es para usted.

El hombre le entregó un sobre y desapareció. Myron lo abrió. Era una citación de la Oficina del Fiscal de Distrito de Bergen County. El encabezamiento rezaba: «El pueblo de Bergen County contra Esperanza Díaz». Bueno, bueno. Esperanza y Hester habían hecho bien en no decirle nada.

Se lo guardó en el bolsillo. Al menos ahora no tendría que mentir.

17

Myron hizo lo que todo buen chico debe hacer cuando se mete en problemas legales. Llamó a su mamá.

– Tu tía Clara se ocupará de la citación -dijo mamá.

La tía Clara en realidad no era su tía, sólo una vieja amiga del barrio. En los días santos todavía pellizcaba la mejilla de Myron y exclamaba «Precioso». Myron confiaba en que no lo haría delante del juez: «Su Señoría, quiero que le mire a la cara: ¿es o no es precioso?».

– Vale -asintió Myron.

– Yo la llamaré, ella llamará al fiscal. Mientras tanto, tú no dices nada, ¿entendido?

– Sí.

– ¿Ahora lo ves, listillo? ¿Ves lo que te estoy diciendo ahora? ¿Que Hester Crimstein tenía razón?

– Sí, mamá, lo que tú digas.

– No me vengas con lo que tú digas. Te han citado. Pero como Esperanza no te ha dicho nada, no puedes perjudicar su caso.

– Lo comprendo, mamá.

– Bien. Ahora deja que llame a la tía Clara.

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