– No deja de ser un tanto curioso -señaló Myron-. Cuando investigo su desaparición, no deja de aparecer la muerte de su esposa. ¿Por qué cree que es?
– Porque es un maldito idiota -intervino Chance.
Myron observó a Chance. Se llevó un dedo a los labios.
– Shhhh.
– Inútil -manifestó Arthur-. Del todo inútil. Le he dicho muchas veces que la muerte de Elizabeth no tiene nada que ver con Anita Slaughter.
– Entonces sígame un poco la corriente -dijo Myron-. ¿Por qué su esposa dejó de ir a las fiestas?
– ¿Perdón?
– Durante los últimos seis meses de su vida, ninguna de las amigas de su esposa la vio. Dejó de ir a las fiestas. Ni siquiera iba a su club.
Fuese cual fuese el club.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– He hablado con varias de sus amigas.
Arthur sonrió.
– Ha hablado con una vieja cabra senil.
– Cuidado, Artie. Las cabras seniles tienen derecho a voto. -Myron sonrió-. Eh, no está mal. Quizá tenga otro lema de campaña en sus manos: «Cabras seniles, necesitamos vuestros votos».
Nadie buscó un boli.
– Me está haciendo perder el tiempo y mi voluntad de cooperar se está agotando -dijo Arthur-. Le diré al chófer que pare para que se baje.
– Todavía puedo acudir a la prensa -replicó Myron.
Chance saltó al oírlo.
– Y yo puedo atravesarle el corazón de un balazo.
Myron se llevó un dedo a los labios de nuevo.
– Shhhh.
Chance iba a añadir algo más, pero Arthur cogió las riendas.
– Teníamos un trato. Yo ayudaba a mantener a Brenda Slaughter fuera de la cárcel. Usted buscaba a Anita y mantenía mi nombre fuera de los periódicos. Pero insiste en meterse en temas periféricos. Es un error. Todas estas búsquedas inútiles acabarán por llamar la atención de mi adversario y le darán nuevos proyectiles para utilizar en mi contra.
Esperó a que Myron dijese algo. Pero no lo hizo.
– No me deja otra alternativa -continuó Arthur-. Le diré lo que quiere saber. Entonces verá que es irrelevante para los temas que nos ocupan. Y después seguiremos adelante.
A Chance no le gustó.
– Arthur, no puedes hablar en serio.
– Siéntate delante, Chance.
– Pero… -Chance tartamudeaba-. Puede estar trabajando para Davison.
Arthur meneó la cabeza.
– No.
– Pero tú no puedes saber…
– Si trabajase para Davison, tendrían a diez tipos detrás del tema. Y si continúa escarbando, desde luego llamará la atención de la gente de Davison.
Chance miró a Myron. Bolitar le guiñó un ojo.
– No me gusta -afirmó Chance.
– Ve a sentarte delante, Chance.
Chance se levantó con toda la dignidad de que fue capaz, absolutamente ninguna, y se fue malhumorado a la parte delantera del autocar.
Arthur se dirigió a Myron.
– No hace falta decir que lo que le voy a relatar es del todo confidencial. Si se repite… -Decidió no acabar la frase-. ¿Ya ha hablado con su padre?
– No.
– Ayudaría.
– ¿Ayudaría a qué?
Pero Arthur no respondió. Permaneció en silencio y miró a través de la ventanilla. El autocar se detuvo en un semáforo. Un grupo de personas saludó al autocar. Arthur ni siquiera advirtió su presencia.
– Amaba a mi esposa -comenzó-. Quiero que lo comprenda. Nos conocimos en la universidad. Un día la vi cruzar el parque y… -El semáforo se puso verde. El autocar arrancó-. Y nada en mi vida volvió a ser lo mismo. -Arthur miró a Myron y sonrió-. Cursi, ¿verdad?
Myron se encogió de hombros.
– Suena bonito.
– Oh, lo fue. -Arthur ladeó la cabeza al recordarlo, y por un momento el político fue reemplazado por un ser humano de verdad-. Elizabeth y yo nos casamos una semana después de acabar la carrera. Tuvimos una gran fiesta de bodas en Bradford Farms. Tendría que haberla visto. Seiscientos invitados. Nuestras familias estaban encantadas, aunque a nosotros eso nos importaba un pimiento. Estábamos enamorados. Y teníamos la certeza de los jóvenes de que nada cambiaría.
Miró de nuevo a lo lejos. El autocar continuó circulando. Alguien encendió un televisor y le quitó el sonido.
– El primer golpe llegó un año después de casados. Elizabeth se enteró de que no podía tener hijos. Algo así como una debilidad en las paredes uterinas. Podía quedar embarazada, pero no podía ir más allá del primer trimestre de gestación. Es extraño cuando lo pienso ahora. Verá, desde el principio, Elizabeth tenía lo que yo creía unos momentos de silencio; algunos podrían llamarlo ataques de melancolía. Pero a mí no me parecían melancólicos. Me parecían momentos de reflexión. A mí me resultaban curiosamente atractivos. ¿Para usted tiene algún sentido?
Myron asintió, pero Arthur continuaba mirando a través de la ventanilla.
– Pero aquellos momentos comenzaron a ser más frecuentes, más profundos. Supuse que era algo natural. ¿Quién no estaría triste en nuestras mismas circunstancias? Hoy, por supuesto, Elizabeth hubiese sido diagnosticada como maníaco-depresiva. -Sonrió-. Dicen que todo es fisiológico. Que sólo se trata de un desequilibrio químico en el cerebro o algo por el estilo. Algunos incluso afirman que los estímulos externos son irrelevantes, incluso sin el problema uterino, a la larga Elizabeth hubiese acabado enferma. -Miró a Myron-. ¿Usted lo cree?
– No lo sé.
El candidato no pareció oírlo.
– Supongo que es posible. Las enfermedades mentales son tan extrañas. Podemos entender un problema físico. Pero cuando la mente funciona de manera irracional, bueno, por su propia definición, la mente racional no puede relacionar de verdad. Podemos lamentarlo. Pero no podemos entenderlo del todo. Así que presencié cómo se iba esfumando su cordura. Se puso peor. Las amigas que habían considerado a Elizabeth como una excéntrica comenzaron a hacerse preguntas. Algunas veces estaba tan mal que fingíamos unas vacaciones y la manteníamos en casa. Duró años. Poco a poco la mujer de la que me había enamorado fue desapareciendo. Mucho antes de su muerte, cinco o seis años antes, ya era una persona diferente. Lo intentamos todo, por supuesto. Le buscamos la mejor asistencia médica, la apoyamos y la ayudamos a salir. Pero nada detuvo la caída. Finalmente, Elizabeth no pudo salir más.
Silencio.
– ¿La ingresaron en alguna institución? -preguntó Myron.
Arthur bebió un sorbo de refresco. Sus dedos comenzaron a jugar con la etiqueta de la botella, tiró de las esquinas.
– No -acabó por contestar-. Mi familia insistía en que la ingresase. Pero no podía hacerlo. Elizabeth ya no era la mujer que había amado. Lo sabía. Y quizás hubiese podido seguir adelante sin ella. Pero no podía abandonarla. Aún le debía demasiado, no importa en lo que se hubiese convertido.
Myron asintió, no dijo nada. El televisor estaba apagado, pero una radio, en la zona delantera, estaba sintonizada en una emisora de noticias. Tú le das veintidós minutos y ellos te dan el mundo. Sam leía su revista. Chance no dejaba de mirar por encima del hombro, con los ojos entrecerrados.
– Contraté enfermeras a jornada completa y mantuve a Elizabeth en casa. Continué mi vida, mientras ella continuaba hundiéndose en el olvido. En retrospectiva, por supuesto, mi familia tenía razón. Tendría que haberla internado.
El autobús frenó. Myron y Arthur se movieron un poco también.
– Es probable que ya sepa lo que viene después. Elizabeth empeoró. Hacia el final estaba casi catatónica. El mal que había entrado en su cerebro, ahora lo dominaba por completo. Usted tiene razón, por supuesto. Su caída no fue accidental. Elizabeth saltó. No fue mala suerte que aterrizase de cabeza. Fue totalmente intencionado por su parte. Mi esposa se suicidó.
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