La sonrisa paternalista de Becky se volvió un tanto insegura.
– Deborah -dijo en un tono que intentaba ser amable, pero que acabó, bueno, siendo paternalista-. ¿Sabe dónde estamos?
– Por supuesto -contestó Deborah-. Los aliados acaban de bombardear Múnich. El Eje se ha rendido. Soy una muchacha que espera en el muelle sur de Manhattan. La brisa del océano acaricia mi rostro. Espero a que lleguen los marineros para darle un gran beso al primer tipo que desembarque.
Deborah Whittaker le guiñó un ojo a Myron.
– Deborah, no estamos en 1945 -exclamó Becky-. Estamos…
– Lo sé, maldita sea. Por amor de Dios, Becky, no sea tan condenadamente ingenua. -Se sentó y se inclinó hacia Myron-. La verdad es que entro y salgo. Algunas veces estoy aquí. Otras viajo en el tiempo. Cuando mi abuelo lo padecía, lo llamaban endurecimiento de las arterias. Cuando mi madre lo padeció, lo llamaban senilidad. Conmigo, es Parkinson y Alzheimer. -Miró a su enfermera, sus músculos faciales todavía temblando-. Por favor, Becky, mientras todavía estoy lúcida, desaparezca de una maldita vez.
Becky esperó un segundo aguantando la sonrisa incierta lo mejor que pudo. Myron asintió y ella se alejó.
Deborah Whittaker se acercó un poco más.
– Me encanta ser dura con ella -susurró-. Es el único beneficio colateral de la vejez. -Apoyó las manos en el regazo y consiguió una sonrisa temblorosa-. Sé que acaba de decírmelo, pero he olvidado su nombre.
– Myron.
Ella lo miró intrigada.
– No, no lo es. ¿Quizás André? Se parece a André. Él era mi peluquero.
Becky les observaba vigilante desde una esquina. Preparada.
Myron decidió ir al grano sin más.
– Señora Whittaker, quiero preguntarle por Elizabeth Bradford.
– ¿Lizzy? -Los ojos se encendieron y se acomodaron en un brillo-. ¿Está aquí?
– No, señora.
– Creía que había muerto.
– Así es.
– Pobrecilla. Ofrecía unas fiestas magníficas. En Bradford Farms. Colgaban luces por toda la galería. Invitaban a centenares de personas. Lizzy siempre contrataba a la mejor orquesta, al mejor restaurante. Me divertía tanto en sus fiestas. Solía vestirme con las mejores galas y…
Un pestañeo golpeó los ojos de Deborah Whittaker, la comprensión de que quizá las fiestas y las invitaciones no llegarían nunca más, y se interrumpió.
– En su columna -dijo Myron- usted solía escribir de Elizabeth Bradford.
– Oh, por supuesto. -Agitó una mano-. Lizzy era de interés para los lectores. Una fuerza social. Pero…
Se interrumpió de nuevo y miró a lo lejos.
– Pero ¿qué?
– Bueno, no he escrito de Lizzy en meses. En realidad es extraño. La semana pasada Constance Lawrence ofreció el baile de caridad del St. Sebastian's Children's Care, y Lizzy tampoco asistió. Y aquél solía ser el evento favorito de Lizzy. Ella lo organizó durante los últimos cuatro años.
Myron asintió con la voluntad de mantenerse a la par con el cambio de años.
– Pero Lizzy ya no va a las fiestas, ¿no?
– No, no va.
– ¿Por qué no?
Deborah Whittaker se sobresaltó un tanto. Lo miró con suspicacia.
– ¿Cómo dijo que se llama?
– Myron.
– Ya lo sé. Acaba de decírmelo. Me refiero a su apellido.
– Bolitar.
Otra chispa.
– ¿El chico de Ellen?
– Sí, así es.
– Ellen Bolitar -dijo la anciana con una gran sonrisa-. ¿Cómo está?
– Está bien.
– Una mujer tan inteligente. Dígame, Myron. ¿Todavía está haciendo pedazos a los testigos de la fiscalía?
– Sí, señora.
– Tan inteligente.
– A ella le encantaba su columna -dijo Myron.
Su rostro se iluminó.
– ¿Ellen Bolitar, la abogada, lee mi columna?
– Todas las semanas. Era la primera cosa que leía.
Deborah Whittaker se echó hacia atrás, y sacudió la cabeza.
– ¿Qué le parece? Ellen Bolitar lee mi columna. -Le sonrió a Myron. Myron comenzaba a confundirse con los tiempos verbales. Saltos en el tiempo. Sólo tenía que intentar mantenerse a la par-. Estamos disfrutando de una visita muy agradable, ¿no es así, Myron?
– Sí, señora, así es.
La sonrisa tembló y desapareció.
– Aquí nadie recuerda mi columna -dijo-. Son todos muy agradables y dulces. Me tratan bien. Pero para ellos sólo soy otra vieja. Llegas a una edad, y de pronto te vuelves invisible. Sólo ven este cascarón que se pudre. No se dan cuenta de que la mente en el interior solía ser aguda, que este cuerpo solía ir a las mejores fiestas y bailaba con los hombres más apuestos. No lo ven. No puedo recordar qué tomé en el desayuno, pero recuerdo aquellas fiestas. ¿Cree que eso es extraño?
Myron negó con la cabeza.
– No, señora, no lo creo.
– Recuerdo la última fiesta de Lizzy como si fuese anoche. Llevaba un vestido de Halston negro sin tirantes y perlas blancas. Estaba morena y preciosa. Yo llevaba un vestido rosa de verano. Un Lilly Pulitzer, y permítame que lo diga, todavía hacía girar cabezas.
– ¿Qué le pasó a Lizzy, señora Whittaker? ¿Por qué dejó de ir a las fiestas?
Deborah Whittaker se tensó de pronto.
– Soy una columnista de sociedad -dijo-, no una cotilla.
– Lo comprendo. No le pido que sea chismosa. Podría ser importante.
– Lizzy es mi amiga.
– ¿La vio de nuevo después de aquella fiesta?
Sus ojos adquirieron de nuevo aquella expresión distante.
– Creía que bebía demasiado. Incluso me pregunté si quizá tenía un problema.
– ¿Un problema con la bebida?
– No me gusta el chismorreo. No es lo mío. Escribo una columna de sociedad. No creo en herir a las personas.
– Por supuesto, señora Whittaker.
– Pero de todas maneras estaba en un error.
– ¿En un error?
– Lizzy no tiene un problema con la bebida. Sí, quizá beba una copa en las fiestas, pero es una anfitriona demasiado correcta como para saltarse su límite.
De nuevo los tiempos verbales.
– ¿La volvió a ver después de aquella fiesta?
– No -respondió ella en voz baja-. Nunca.
– ¿Alguna vez habló con ella por teléfono?
– La llamé dos veces. Cuando no fue a la fiesta de los Woodmere y después el evento de Constance, comprendí que estaba pasando algo muy malo. Pero nunca hablé con ella. Había salido o no podía ponerse al teléfono. -Miró a Myron-. ¿Sabe dónde está? ¿Cree que está bien?
Myron no estaba seguro de cómo responderle. Ni en qué tiempo.
– ¿Está preocupada por ella?
– Por supuesto que lo estoy. Es como si Lizzy se hubiese desvanecido. Les he preguntado a todas sus amigas del club, pero ninguna de ellas la ha visto. -Frunció el entrecejo-. En realidad no son amigas. Las amigas no chismorrean de esa manera.
– ¿Chismorrean de qué?
– De Lizzy.
– ¿Qué decían de ella?
Su voz adquirió un tono conspirador.
– Creía que se comportaba de aquella forma extraña porque bebía demasiado. Pero no era por eso.
Myron se inclinó y susurró en su mismo tono.
– ¿Entonces, por qué era?
Deborah Whittaker miró a Myron. Los ojos eran lechosos y nublados, y Myron se preguntó qué realidad estaban viendo.
– Un colapso nervioso -dijo por fin-. Las damas en el club decían que Lizzy había tenido un colapso nervioso. Que Arthur la había enviado fuera de la ciudad. A una institución con las paredes acolchadas.
Myron sintió frío en todo el cuerpo.
– Chismes -dijo Deborah Whittaker-. Unos rumores muy feos.
– ¿Usted no los cree?
– Dígame una cosa. -Deborah se lamió unos labios tan secos que parecían a punto de deshacerse. Se irguió un poco-. Si Elizabeth Bradford estuvo encerrada en una institución, ¿cómo es que se cayó en su propia casa?
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