Silencio. El preparador acabó y salió de la habitación. Myron tenía miedo de hablar. Pasaron los segundos.
– No seas así -añadió Jessica-. Sé que esto no te hace feliz. Pero funcionará. Te echaré de menos como una loca, ya lo sabes, pero Hollywood siempre destroza mis libros. Es una oportunidad demasiado buena.
Myron abrió la boca, la cerró, probó de nuevo.
– Por favor, ven a casa.
– Myron…
Él cerró los ojos.
– No lo hagas.
– No estoy haciendo nada.
– Estás escapando, Jess. Es lo que haces mejor.
Silencio.
– No es justo -protestó ella.
– A la mierda con lo justo. Te quiero.
– Yo también te quiero.
– Entonces ven a casa -dijo él.
Myron apretó el teléfono con fuerza. Se le tensaban los músculos. Al fondo oyó que la entrenadora Podich hacía sonar aquel maldito silbato.
– Sigues sin confiar en mí -afirmó Jessica en voz baja-. Aún tienes miedo.
– Y tú has hecho mucho para calmar mis temores, ¿no?
Su voz afilada le sorprendió.
La vieja imagen lo sacudió de nuevo. Doug. Un tipo llamado Doug. Cinco años atrás. ¿O se llamaba Dougie? Myron estaba seguro de que así era. No tenía ninguna duda de que sus amigos le llamaban Dougie. «Hey, Dougie, ¿nos vamos de juerga, tío?» Lo más probable era que a ella la llamase Jessie. Dougie y Jessie. Cinco años atrás Myron los había sorprendido, y su corazón se había deshecho como si fuese de ceniza.
– No puedo cambiar lo que pasó -manifestó Jessica.
– Lo sé.
– ¿Entonces qué quieres de mí?
– Quiero que vuelvas a casa. Quiero que estemos juntos.
Ruido estático en la línea. La entrenadora Podich gritó su nombre. Myron sintió algo vibrando en su pecho como un diapasón.
– Estás cometiendo un error -dijo Jessica-. Sé que antes he tenido algún problema con el compromiso…
– ¿Algún problema?
– … pero esto no es así… no estoy huyendo. Te equivocas.
– Quizá sí -admitió él.
Cerró los ojos. Le costaba respirar. Ahora debía colgar. Tendría que ser más duro, mostrar algún orgullo, dejar de llevar el corazón en la mano, a la vista.
– Sólo vuelve a casa, por favor.
Él notaba la distancia, un continente les separaba, sus voces se entrecruzaban con millones de personas.
– Vamos a respirar los dos muy hondo -dijo ella-. Quizá no sea un tema para hablarlo por teléfono.
Más silencio.
– Oye, tengo una reunión -dijo ella-. Ya hablaremos más tarde, ¿vale?
Colgó. Myron sostuvo el teléfono. Estaba solo. Se levantó. Le temblaban las piernas.
Brenda le esperaba en la puerta. Llevaba una toalla alrededor del cuello. Tenía el rostro empapado en sudor. Ella lo miró y preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Nada.
Continuó mirándolo. No le creía, pero tampoco quería insistir.
– Bonito equipo -comentó.
Myron se miró las prendas.
– Iba a ponerme un sostén rojo -dijo-. Pero me descompensaba todo el conjunto.
– Mola -opinó Brenda.
Él consiguió sonreír.
– Vamos.
Caminaron por el pasillo.
– ¿Myron?
– ¿Sí?
– Hablamos mucho de mí. -Brenda siguió caminando, sin mirarlo-. No nos moriríamos si cambiamos de papel de vez en cuando. Incluso podría ser bonito.
Myron asintió sin decir nada. Por mucho que le gustase ser más como Clint Eastwood o John Wayne, Myron no era de esos tipos callados, no era el macho duro que se guardaba todos los problemas. Se confesaba con Win y Esperanza. Pero ninguno de los dos le servía de ayuda cuando se trataba de Jessica. Esperanza la odiaba tanto que nunca era capaz de pensar con raciocinio sobre el tema. Y en el caso de Win, bueno, Win no era el hombre indicado para discutir problemas del corazón. Sus opiniones sobre el tema se podrían calificar como conservadoramente aterradoras.
Cuando llegaron a la cancha, Myron se detuvo en seco. Brenda lo miró con una expresión interrogativa. Había dos hombres a un lado. Trajes marrones arrugados, del todo carentes de cualquier estilo o moda. Rostros cansados, pelo corto, barrigones. No cabía ninguna duda para Myron.
Polis.
Alguien les señaló a Myron y Brenda. Los dos hombres se acercaron con un suspiro. Brenda parecía intrigada. Myron se le acercó un poco. Los dos hombres se detuvieron delante de ellos.
– ¿Es usted Brenda Slaughter? -preguntó uno.
– Sí.
– Soy el detective David Pepe, del Departamento de Policía de Mahwah. Mi compañero es el detective Mike Rinsky. Nos gustaría que nos acompañase, por favor.
Myron se adelantó.
– ¿De qué va esto?
Los dos polis lo miraron con ojos inexpresivos.
– ¿Usted es?
– Myron Bolitar.
Los dos polis parpadearon.
– ¿Y Myron Bolitar es?
– El abogado de la señorita Slaughter -respondió Myron.
Los polis se miraron uno al otro.
– Sí que ha sido rápida.
– Me pregunto por qué ha llamado a un abogado -dijo el segundo poli.
– Extraño, ¿no?
– Diría que sí. -Miró al multicolor Myron de arriba abajo. Hizo una mueca de burla-. No viste como un abogado, señor Bolitar.
– Me dejé el chaleco gris en casa -contestó Myron-. ¿Qué desean?
– Nos gustaría llevar a la señorita Slaughter a la comisaría -dijo el primer poli.
– ¿Está arrestada?
El primer poli miró al segundo poli.
– ¿Los abogados no saben que cuando arrestamos a alguien le leemos sus derechos?
– Lo más probable es que hiciese un curso por correspondencia. Quizás en la escuela de Sally Struthers.
– Obtuvo la licenciatura de abogado y técnico de televisión al mismo tiempo.
– Correcto, algo así.
– Quizás es que fue al Instituto de Camareros Americanos. Según me han dicho tienen un programa muy competitivo.
Myron se cruzó de brazos.
– Cuando quieran pueden acabar. Pero por mí sigan, eh. Son muy divertidos.
El primer poli suspiró.
– Nos gustaría llevar a la señorita Slaughter a la comisaría -repitió.
– ¿Por qué?
– Para hablar.
Chico, sí que la cosa iba bien.
– ¿Por qué quieren ustedes hablar con ella? -preguntó Myron.
– Nosotros no -dijo el segundo poli.
– Así es, nosotros no.
– Sólo se supone que debemos recogerla.
– Como escoltas.
Myron estaba a punto de hacer un comentario sobre que fuesen escoltas masculinos, pero Brenda puso una mano en su antebrazo.
– Venga, vamos -dijo ella.
– Una dama lista -opinó el primer poli.
– Necesita otro abogado -añadió el segundo poli.
Myron y Brenda se sentaron en el asiento trasero de un coche de policía de incógnito que hasta un ciego hubiese identificado. Era un coche marrón, del mismo marrón que los trajes de los polis, un Chevrolet Caprice con demasiadas antenas.
Durante los diez primeros minutos nadie dijo nada. El rostro de Brenda mostraba una expresión tensa. Movió la mano a lo largo del asiento hasta que tocó la suya. Entonces la dejó allí. Ella lo miró. El contacto de la mano era cálido y agradable. Myron intentó mostrarse confiado, pero tenía una terrible opresión en la boca del estómago.
Fueron por la ruta 4 y después por la 17. Mahwah. Un bonito suburbio, casi en la frontera de Nueva York. Aparcaron detrás del Ayuntamiento de Mahwah. La entrada a la comisaría estaba en la parte de atrás. Los dos polis les llevaron a una sala de interrogatorios. Había una mesa metálica atornillada al suelo y cuatro sillas. Ninguna lámpara de flexo. Un espejo ocupaba la mitad de una de las paredes. Sólo un idiota que no hubiese visto nunca la televisión no sabría que era un espejo camuflado. Myron a menudo se preguntaba si alguien se dejaba engañar todavía por lo del espejo. ¿Incluso aunque no hubiese visto nunca la tele, para qué necesitaba la policía un espejo gigante en una sala de interrogatorios? ¿Vanidad?
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