– Podemos entrar -dijo McLaughlin.
Brenda se mantuvo pegada a Myron mientras caminaban por un corto pasillo. Él le pasó un brazo por la cintura. Ella se le acercó más. La estaba consolando. Lo sabía. También sabía que no debía resultarle tan agradable.
Entraron en una habitación de metales y azulejos resplandecientes. No había grandes cajones deslizantes ni nada por el estilo. Las prendas -un uniforme de guardia de seguridad- estaban en una bolsa de plástico en un rincón. Todos los instrumentos y utensilios que hiciesen falta estaban en otra esquina, tapados con una sábana. También lo estaba la mesa del centro. Myron vio de inmediato que el cuerpo que había debajo pertenecía a un hombre grande.
Se detuvieron un momento en la puerta antes de reunirse alrededor de la camilla. Con la más mínima fanfarria, un hombre -Myron supuso que era el forense- apartó la sábana. Por un brevísimo instante, Myron pensó que quizá los polis se habían equivocado. Comprendió que no era más que una vana ilusión, nada basado en hechos. Estaba seguro de que pasaba por la mente de todas las personas que venían aquí para identificar a alguien, incluso cuando sabían la verdad, un último aliento, una fantasía de que se hubiese cometido un error maravilloso. Era algo natural.
Pero no había ningún error.
Los ojos de Brenda se llenaron de lágrimas. Inclinó la cabeza y torció la boca. Acercó una mano para acariciar la mejilla inmóvil.
– Ya es suficiente -dijo McLaughlin.
El forense comenzó a colocar la sábana de nuevo. Pero Myron le sujetó la mano y se lo impidió. Miró los restos de su viejo amigo. Sintió el ardor de las lágrimas en sus ojos, pero las contuvo. Ahora no era el momento. Había venido aquí con un propósito.
– La herida de bala -dijo Myron con voz ronca-. ¿Está en la nuca?
El forense miró a McLaughlin. La detective asintió.
– Sí -dijo el forense-. Lo limpié cuando me avisaron de que vendrían.
Myron señaló la mejilla derecha de Horace.
– ¿Qué es eso?
El forense parecía nervioso.
– Aún no he tenido tiempo para analizar correctamente el cuerpo.
– No le he pedido un análisis, doctor. Le pregunto por esto.
– Sí, lo comprendo. Pero no deseo hacer ninguna suposición antes de haber realizado una autopsia completa.
– Bien, doctor, es un morado -dijo Myron-, y ocurrió antes de la muerte. Se ve por la lividez y el color. -Myron no tenía ni idea de si era verdad, pero siguió adelante-. También parece tener la nariz rota, ¿no es así, doctor?
– No responda -dijo McLaughlin.
– No tiene que hacerlo. -Myron se llevó a Brenda lejos del cascarón que había sido una vez su padre-. Buen intento, McLaughlin. Pídanos un taxi. No le diremos ni una palabra más.
Cuando estuvieron a solas en el exterior, Brenda preguntó:
– ¿Quieres decirme qué ha pasado ahí adentro?
– Estaban intentando engañarte.
– ¿Cómo?
– Vamos a suponer que tú mataste a tu padre. La policía te interroga. Estás nerviosa. De pronto te ofrecen la salida perfecta.
– La de en defensa propia.
– Correcto. Un homicidio justificado. Fingen que están de tu parte, que lo comprenden. Si eres la asesina aprovechas la oportunidad, ¿no?
– Si fuese la asesina, sí, supongo que lo haría.
– Pero verás, McLaughlin y Tiles sabían lo de los golpes.
– ¿Y?
– Si tú le disparaste a tu padre en defensa propia, ¿por qué le dieron antes una paliza?
– No lo entiendo.
– Funciona de la siguiente manera. Hacen que confieses. Tú sigues sus indicaciones, les cuentas una historia de cómo te atacó y cómo tuviste que dispararle. Pero el problema es, si ése es el caso, ¿de dónde vinieron los golpes faciales? De pronto, McLaughlin y Tiles presentan estas nuevas pruebas físicas, que contradicen tu versión de los hechos. ¿Entonces dónde te quedas? Una confesión que no puedes retirar. Con eso en la mano, utilizan los morados para demostrar que no fue en defensa propia. Has caído en la trampa.
Brenda se lo pensó.
– ¿Así que creen que alguien le dio una paliza antes de matarlo?
– Correcto.
Ella frunció el entrecejo.
– Pero ¿de verdad creen que yo podría haberle dado una paliza?
– Probablemente no.
– ¿Entonces qué creen?
– Quizá que tú le sorprendiste con un bate de béisbol o algo así. Pero lo más probable, y ésta es la parte arriesgada, es que creen que tienes un cómplice. ¿Recuerdas cómo Tiles me miró las manos?
Ella asintió.
– Buscaba los nudillos lastimados o alguna otra señal de trauma. Cuando le pegas a alguien, por lo general, tu mano queda marcada.
– ¿Por eso me preguntó si tenía novio?
– Correcto.
El sol comenzaba a debilitarse. Los coches pasaban zumbando. Había un aparcamiento al otro lado de la calle. Hombres y mujeres iban a buscar sus vehículos después de un día de muchísima luz, con los rostros pálidos y pestañeando.
– Así que creen que a papá le pegaron antes de dispararle.
– Sí.
– Pero nosotros sabemos que probablemente no es verdad.
Myron asintió.
– La sangre en la taquilla. Yo creo que a tu padre le pegaron uno o dos días antes. O bien se escapó o la paliza sólo fue un aviso. Fue a su taquilla en el hospital para limpiarse. Utilizó la camisa para detener la hemorragia nasal. Luego escapó.
– Alguien lo encontró y lo mató.
– Exacto.
– ¿No tendríamos que decirle a la policía que encontramos una camisa ensangrentada?
– No estoy seguro. Piénsalo un momento. Los polis creen a pies juntillas que tú lo hiciste. Ahora tú apareces con una camisa con la sangre de tu padre. ¿Eso nos ayudará o nos perjudicará?
Brenda asintió y se volvió de pronto. Su respiración volvía a ser demasiado rápida, pensó Myron. Se apartó un poco para dejarle espacio. Su corazón comenzaba a inflamarse de nuevo. Mamá y papá desaparecidos, ningún hermano o hermana. ¿Cómo se debía sentir?
Un taxi apareció al cabo de unos minutos. Brenda lo miró de nuevo.
– ¿Dónde quieres que te deje? -preguntó Myron-. ¿En la casa de una amiga? ¿En la casa de tu tía?
Ella se lo pensó un instante. Luego sacudió la cabeza y lo miró.
– En realidad -respondió-, quisiera quedarme contigo.
El taxi se detuvo en la casa de Bolitar en Livingston.
– Podemos ir a alguna otra parte -intentó él de nuevo.
Brenda meneó la cabeza.
– Sólo hazme un favor.
– ¿Qué?
– No les digas nada de mi padre. Esta noche no.
Myron suspiró.
– De acuerdo, vale.
El tío Sidney y la tía Selma ya estaban allí. También estaban el tío Bernie y la tía Sophie, y sus hijos. Llegaron otros coches mientras él le pagaba al taxista. Su madre apareció corriendo y abrazó a Myron como si los terroristas de Hamás lo acabasen de liberar. También abrazó a Brenda. Todos los demás hicieron lo mismo. Su padre estaba en la barbacoa en la parte de atrás. Ahora era una parrilla a gas, gracias a Dios, así que no tenía necesidad de rociar el carbón con una manguera de gasolina. Llevaba un gorro de cocinero un poco más alto que una torre de control y un delantal que ponía «Vegetariano arrepentido». Brenda fue presentada como una clienta. Su madre se apresuró a apartarla de Myron. Enganchó un brazo alrededor del brazo de Brenda y se la llevó a hacer una gira turística por la casa. Llegaron más personas. Vecinos. Cada uno con una ensalada de pasta, una macedonia o algo por el estilo. Los Dempsey, los Cohen, los Daley y los Weinstein. Los Braun por fin se habían rendido al cálido encanto de Florida, y una pareja más joven que Myron con dos chicos se habían instalado en su casa. Ellos también vinieron.
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