Eh, era el instituto. Tampoco estaba tan mal, ¿vale? Myron aparcó el Taurus cerca del estadio de Livingston. El AstroTurf había reemplazado a la hierba hacía casi una década. AstroTurf en el instituto. ¿Era necesario? Cruzó por el bosque. Rocío pegajoso. Se le empaparon las zapatillas. No tardó en encontrar el viejo sendero. No muy lejos de ese lugar, Myron había tenido algunos magreos -besuqueos según la terminología de sus padres- con Nancy Pettino. En segundo del instituto. A ninguno de los dos le gustaba mucho el otro, pero todos los demás amigos ya se habían emparejado y ambos estaban aburridos y se dijeron qué más da.
Ah, el amor joven.
Francine, vestida con el uniforme completo, estaba sentada en la misma piedra donde los dos falsos Michael Myers habían estado casi veinte años atrás. Le daba la espalda. No se molestó en volverse cuando se acercó. Se detuvo a unos pocos pasos de ella.
– ¿Francine?
Ella soltó un profundo bufido y preguntó:
– ¿Qué demonios está pasando, Myron?
En los días de instituto, Francine había sido algo así como un marimacho, la competidora animosa y fuerte a la que no podías evitar envidiar. Se enfrentaba a todo con energía y gozo, con su voz provocadora y confiada. Ahora mismo estaba acurrucada en la roca, con las rodillas contra el pecho y balanceándose.
– ¿Por qué no me lo dices tú? -dijo Myron.
– No juegues conmigo.
– No estoy jugando.
– ¿Por qué querías ver el expediente?
– Te lo dije. No estoy seguro de que fuese un accidente.
– ¿Por qué no te lo crees?
– Nada en concreto. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Francine sacudió la cabeza.
– Quiero saber qué está pasando. Toda la historia.
– No hay nada que contar.
– Vale. Ayer te despertaste y te dijiste a ti mismo: «Eh, aquella muerte accidental que ocurrió hace veinte años, estoy seguro de que no fue un accidente. ¿Por qué no pedirle a mi vieja amiga Francine que me consiga el expediente de la policía?». ¿Fue eso lo que pasó, Myron?
– No.
– Entonces comienza a hablar.
Myron titubeó un momento.
– Digamos que estoy en lo cierto, que la muerte de Elizabeth Bradford no fue un accidente, y digamos que hay algo en ese expediente que lo demuestra. Eso significaría que la policía lo encubrió, ¿no?
Francine se encogió de hombros, sin mirarlo.
– Quizá.
– Y quizá querían mantenerlo enterrado.
– Quizá.
– Así que quizá querrían saber lo que sé. Quizás incluso enviarían a mi vieja amiga para hacerme hablar.
La cabeza de Francine se volvió como si alguien hubiese tirado de un cordel.
– ¿Me estás acusando de algo, Myron?
– No. Pero si aquí están encubriendo algo, ¿cómo sé que puedo confiar en ti?
Ella volvió a sujetarse las rodillas.
– Porque no hay nada encubierto -afirmó-. Vi el expediente. Un poco endeble, pero nada fuera de lo normal. Elizabeth Bradford se cayó. No había ninguna señal de lucha.
– ¿Hicieron la autopsia?
– Sí. Cayó de cabeza. El impacto le aplastó el cráneo.
– ¿Análisis de toxicología?
– No lo hicieron.
– ¿Por qué no?
– Murió a consecuencia de la caída, no de una sobredosis.
– Pero un análisis de toxicología hubiese mostrado si estaba drogada -dijo Myron.
– ¿Y?
– Si el asesino la empujó desde aquel balcón, no podía contar con que desde tan poca altura la caída sería mortal. Lo más probable es que sólo se hubiese roto una pierna o algo así.
Myron se detuvo. No lo había pensado. Pero tenía sentido. Empujar a alguien desde un balcón de un segundo piso con la ilusión de que la persona caería de cabeza y se mataría era, en el mejor de los casos, arriesgado. Arthur Bradford no le parecía un hombre que corriese riesgos.
Entonces, ¿qué significa eso?
– Quizá la golpearon en la cabeza antes -intentó Myron.
Francine negó con la cabeza.
– La autopsia no encontró ninguna señal de un golpe anterior. También inspeccionaron el resto de la casa. No había sangre por ninguna parte. Tal vez la limpiaron, por supuesto, pero dudo que alguna vez lo sepamos.
– Por lo tanto, ¿no hay nada sospechoso en el informe?
– Nada.
Myron levantó las manos.
– ¿Entonces por qué estamos aquí? ¿Intentamos recuperar nuestra juventud perdida?
Francine lo miró.
– Alguien entró en mi casa.
– ¿Qué?
– Después de leer el expediente. Se suponía que debía parecer un robo, pero era una búsqueda. A fondo. La casa está destrozada. Luego, inmediatamente después del incidente, me llamó Roy Pomeranz. ¿Lo recuerdas?
– No.
– Era el viejo compañero de Wickner.
– Ah, sí -dijo Myron-, un musculitos.
– El mismo. Ahora es jefe de detectives. Así que ayer me llamó a su despacho, algo que nunca había hecho antes. Quería saber por qué había estado consultando el viejo expediente Bradford. -¿Qué le respondiste?
– Me inventé una historia sobre estudiar viejas técnicas policiales.
Myron hizo una mueca.
– ¿Pomeranz se la tragó?
– No, qué va -replicó Francine-. Quería estrellarme contra la pared y arrancarme la verdad. Pero tenía miedo. Fingía que sus preguntas eran pura rutina, nada importante, pero tendrías que haberle visto la cara. Parecía estar a punto de tener un infarto. Afirmó que estaba preocupado por las implicaciones de lo que yo estaba haciendo porque era un año de elecciones. Asentí mucho y me disculpe y fingí creerme su historia tanto como él creía la mía. Cuando volví a casa vi que me seguían. Me deshice de ellos esta mañana, y aquí estamos.
– ¿Destrozaron tu casa?
– Sí. Un trabajo de profesionales. -Francine se levantó para acercarse a él-. Ahora que me he metido en un pozo de serpientes por ti, ¿querrás explicarme por qué tengo que aguantar todas estas picaduras?
Myron consideró sus alternativas, pero no había ninguna. Desde luego la había metido en un lío. Tenía derecho a saberlo.
– ¿Has leído el periódico de esta mañana? -preguntó.
– Sí.
– ¿Leíste la noticia del asesinato de Horace Slaughter?
– Sí. -Entonces levantó una mano como si quisiese silenciarlo-. Había una Slaughter en el expediente. Pero era una mujer. Una criada o algo así. Ella encontró el cuerpo.
– Anita Slaughter. La esposa de la víctima.
El rostro de Francine perdió un poco el color.
– Oh, Dios, no me gusta nada cómo suena eso. Continúa.
Le contó toda la historia. Cuando acabó, Francine miró el trozo de hierba donde había sido capitana del equipo de hockey. Ella se mordió el labio inferior.
– Una cosa -dijo ella-. No sé si es importante o no. Pero Anita Slaughter había sido atacada antes de la muerte de Elizabeth Bradford.
Myron dio un paso atrás.
– ¿Qué quieres decir con atacada?
– En el informe, Wickner escribió que la testigo, Anita Slaughter, aún mostraba huellas de un ataque anterior.
– ¿Qué ataque? ¿Cuándo?
– No lo sé. Es todo lo que dice.
– ¿Cómo podemos enterarnos?
– Puede que haya un informe de la policía en el sótano -respondió Francine-. Pero…
– Correcto, no te puedes arriesgar.
Francine consultó su reloj. Se le acercó.
– Tengo que hacer unos recados antes de comenzar mi turno.
– Ten cuidado. Da por hecho que tienes el teléfono pinchado y que han puesto micros en tu casa. Asume siempre que te están siguiendo. Si ves que te siguen, llámame por el móvil.
Francine Neagly asintió. Después miró de nuevo el campo.
– El instituto -dijo en voz baja-. ¿Alguna vez lo has echado de menos?
Читать дальше