Myron la observó.
Ella sonrió.
– Sí, yo tampoco.
En el camino de regreso a casa sonó el móvil. Myron contestó.
– Tengo la información de la tarjeta de crédito de Slaughter.
Win. Otro al que le encantaba intercambiar galanterías. Todavía no eran las ocho de la mañana.
– ¿Estás despierto? -dijo Myron.
– Joder, tío. -Win esperó un segundo-. ¿Cómo lo has notado?
– No, me refiero a que por lo general duermes hasta muy tarde.
– Todavía no me he acostado.
– Ah.
Myron estuvo tentado de preguntarle qué había estado haciendo, pero se contuvo. Cuando se trataba de Win y la noche, la ignorancia era a menudo una bendición.
– Sólo un cargo en las últimas dos semanas -dijo Win-. Hace una semana, el jueves, Horace utilizó su tarjeta en el Holiday Inn en Livingston.
Myron sacudió la cabeza. Livingston. De nuevo. El día anterior a que Horace desapareciese.
– ¿Cuánto?
– Veintiséis dólares.
Una cantidad curiosa.
– Gracias.
Clic.
Livingston. Horace Slaughter había estado en Livingston. Myron repasó la teoría que había estado dando vueltas por su cabeza desde la noche pasada. Cada vez tenía mejor aspecto.
Cuando llegó a su casa, Brenda ya se había duchado y vestido. El pelo le caía sobre los hombros en una maravillosa onda oscura. La piel caf é con leche era luminosa. Ella le dirigió una sonrisa que le atravesó el corazón.
Deseaba tanto abrazarla.
– Llamé a la tía Mabel -dijo Brenda-. La gente comienza a reunirse en su casa.
– Te llevaré.
Se despidieron de su madre. Mamá les advirtió severamente de que no debían hablar con la policía sin la presencia de un abogado, y que se pusieran los cinturones de seguridad.
Cuando subieron al coche, Brenda comentó:
– Tus padres son fantásticos.
– Sí, supongo que lo son.
– Tienes suerte.
Él asintió.
Silencio. Después Brenda dijo:
– No dejo de esperar que uno de los dos diga algo sobre anoche.
Myron sonrió.
– Yo también.
– No quiero olvidarlo.
Myron tragó saliva.
– Yo tampoco.
– ¿Entonces qué hacemos?
– No lo sé.
– Decisión -dijo ella-. Me encanta eso en un hombre.
Él sonrió de nuevo y giró a la derecha por Hobart Gap Road.
– Creía que West Orange estaba en la otra dirección -dijo Brenda.
– Quiero hacer una parada rápida, si no te importa.
– ¿Dónde?
– El Holiday Inn. Según el estado de cuentas de la tarjeta de tu padre, estuvo ahí el jueves de la semana pasada. Fue la última vez que utilizó una de sus tarjetas. Creo que se encontró con alguien allí para comer o tomar una copa.
– ¿Cómo sabes que no se quedó a pasar la noche?
– Le cargaron veintiséis dólares. Es demasiado poco para una habitación y demasiado para una comida para uno. Además son veintiséis dólares exactos. Sin centavos. Cuando la gente da propina, a menudo redondean. Lo más probable es que se reuniera con alguien allí para comer.
– ¿Entonces qué vas a hacer?
Myron se encogió de hombros.
– Tengo la foto de Horace que se publicó en el periódico. Voy a mostrarla y a ver qué pasa.
En la ruta 10 giró a la izquierda y entró en el aparcamiento del Holiday Inn. Estaban a menos de tres kilómetros de la casa de Myron. El Holiday Inn era el típico motel de carretera de dos pisos. Myron había estado allí por última vez hacía cuatro años. Para la despedida de soltero de un viejo compañero de instituto. Alguien había contratado a una puta negra llamada Danger. Danger les había ofrecido un supuesto espectáculo sexual mucho más cercano al horror que a lo erótico. Además había repartido tarjetas. Decían: para «Pasar un buen rato, llama a Danger». Original. Y ahora que Myron lo pensaba, estaba seguro de que Danger no era ni siquiera su verdadero nombre.
– ¿Quieres esperar en el coche? -preguntó.
Brenda meneó la cabeza.
– Prefiero caminar un rato.
El vestíbulo estaba revestido de papel floreado. La moqueta era verde pálido. La recepción estaba a la derecha. Una escultura plástica que parecían dos colas de pescado pegadas, a la izquierda. Feo de verdad.
Todavía estaban sirviendo el desayuno. Estilo buffet. Había docenas de personas que se movían por la sala como si fuese una coreografía: un paso adelante, servirse comida en el plato, un paso atrás, un paso a la derecha, otra vez un paso adelante. Nadie chocaba con nadie. Las manos y las bocas eran como una mancha. Toda la escena parecía como un especial del Discovery Channel sobre un hormiguero.
Una coqueta camarera se le acercó.
– ¿Cuántos son?
Myron puso su mejor cara de poli, y sólo añadió la insinuación de una sonrisa. Era su actuación como Peter Jennings: profesional pero accesible.
Carraspeó.
– ¿Ha visto a este hombre? -preguntó.
Así como si nada. Sin ningún preámbulo.
Le mostró la foto del periódico. La camarera la observó. No le preguntó quién era; tal como había esperado, su comportamiento le había hecho creer que se trataba de alguien con autoridad.
– A mí no me lo tiene que preguntar -dijo la camarera-. Tendría que hablar con Caroline.
– ¿Caroline?
Myron Bolitar, el investigador cotorra.
– Caroline Gundeck. Comió con él.
De vez en cuando hay suerte.
– ¿Fue el jueves pasado? -preguntó Myron.
La camarera se lo pensó un momento.
– Eso creo, sí.
– ¿Dónde puedo encontrar a la señorita Gundeck?
– Su despacho está en el nivel B. Abajo, al final del pasillo.
– ¿Caroline Gundeck trabaja aquí?
Le acababan de decir que Caroline Gundeck tenía un despacho en el nivel B, y él sin el menor esfuerzo había deducido que trabajaba allí. La reencarnación de Sherlock Holmes.
– Caroline lleva trabajando aquí desde tiempo inmemorial -dijo la camarera con un gesto amistoso.
– ¿Qué cargo tiene?
– Es la encargada de comidas y bebidas.
Vaya, su ocupación no ayudaba mucho, a menos que Horace estuviese pensando en montar una fiesta antes de que le asesinaran. Dudoso. Sin embargo, era una buena pista. Bajó las escaleras hasta el sótano y no tardó en encontrar el despacho. Pero no le acompañó la suerte. Una secretaria le informó de que la señorita Gundeck no estaba. ¿Cuándo llegaría? La secretaria no lo sabía. ¿Podía darle su número de teléfono? La secretaria frunció el entrecejo. Myron no insistió. Caroline Gundeck debía vivir por la zona. Conseguir su número de teléfono y dirección no sería problema.
De nuevo en el pasillo, Myron llamó a información. Preguntó por Gundeck en Livingston. Nada. Preguntó por Gundeck en East Hanover o la zona. Bingo. Había una C. Gundeck en Whippany. Myron marcó el número. Después de cuatro timbrazos sonó el contestador automático. Dejó un mensaje.
Cuando volvió al vestíbulo, se encontró a Brenda sola en una esquina. Hacía cara de cansada y tenía los ojos muy abiertos, como si alguien acabase de darle un puñetazo en el plexo solar. No se movió, ni siquiera miró en su dirección cuando él se acercó.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
Brenda tragó un poco de aire y se volvió hacia Myron.
– Creo que he estado aquí antes.
– ¿Cuándo?
– Hace mucho. No lo recuerdo, de verdad. Sólo es una sensación… o quizá sólo me lo estoy imaginando. Pero creo que estuve aquí cuando era pequeña, con mi madre.
Silencio.
– ¿Recuerdas…?
– Nada -lo interrumpió Brenda-. Ni siquiera estoy segura de que fuese aquí. Quizás era otro motel. No es que éste sea especial. Pero creo que fue aquí. Aquella extraña escultura. Me resulta familiar.
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