Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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– ¿Por qué?

– Creo que está pinchado.

Mabel parecía desconcertada.

– ¿Por qué iban a pinchar mi teléfono?

Mejor no hacer especulaciones en ese momento.

– No lo sé -respondió Myron-. Pero cuando su hermano llamó, ¿mencionó el Holiday Inn de Livingston?

Algo pasó por sus ojos.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Es obvio que Horace comió con uno de los gerentes del motel el día antes de desaparecer. Fue el último cargo en su tarjeta de crédito. Y cuando fuimos allí, Brenda creyó reconocerlo. Que quizás había estado allí con Anita.

Mabel cerró los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Myron.

Entraron más amigos en la casa, todos con platos de comida. Mabel aceptó sus palabras de condolencia, con una sonrisa bondadosa y un firme apretón de manos. Myron esperó.

Cuando tuvo un segundo libre, Mabel continuó:

– Horace nunca mencionó el Holiday Inn por teléfono.

– Pero hay algo más -dijo Myron.

– Sí.

– ¿Alguna vez Anita llevó a Brenda al Holiday Inn?

Brenda entró en la habitación y los miró. Mabel apoyó una mano en el brazo de Myron.

– Éste no es el momento -comentó Mabel.

Myron asintió.

– Quizás esta noche. ¿Crees que podrás venir solo?

– Sí.

Mabel Edwards lo dejó para ir a atender a la familia y amigos de Horace. Myron se sintió de nuevo como un extraño, pero esta vez no tenía nada que ver con el color de la piel.

Se marchó pronto.

20

Una vez en la carretera, Myron encendió de nuevo el móvil. Había dos llamadas perdidas. Una era de Esperanza, desde el despacho, la otra de Jessica desde Los Ángeles. Debatió por un momento qué hacer. En realidad no había nada que discutir. Marcó el número del hotel de Jessica. ¿Era una debilidad llamarla de inmediato? Quizá, pero Myron lo consideraba uno de sus momentos más maduros. Que lo llamasen debilucho, pero meterse en juegos mentales nunca había sido su estilo.

El recepcionista le pasó con la habitación, pero no obtuvo respuesta. Dejó un mensaje. Después llamó al despacho.

– Tenemos un gran problema -dijo Esperanza.

– ¿En domingo? -preguntó Myron.

– El Señor se lo puede tomar libre, pero no los propietarios de equipos.

– ¿Te has enterado de lo de Horace Slaughter? -preguntó.

– Sí -dijo ella-. Siento mucho lo de tu amigo, pero tenemos un negocio que atender. Y un problema.

– ¿Cuál?

– Los Yankees van a vender a Lester Ellis. A Seattle. Han convocado una rueda de prensa a primera hora de mañana.

Myron se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.

– ¿Cómo te has enterado?

– Devon Richards.

Una fuente fiable. Maldita sea.

– ¿Lester lo sabe?

– No.

– Le dará un ataque.

– Como si no lo supiese.

– ¿Sugerencias?

– Ni una -dijo Esperanza-. Una ventaja colateral de ser una subordinada.

Sonó una llamada entrante.

– Te volveré a llamar.

Atendió la nueva llamada y saludó.

– Me siguen -dijo Francine Neagly.

– ¿Dónde estás?

– En la A y P fuera del círculo.

– ¿Qué clase de coche?

– Un Buick Skylark azul. De hace unos años. Capota blanca.

– ¿Tienes la matrícula?

– Nueva Jersey, cuatro-siete-seis-cuatro-cinco T.

Myron pensó un momento.

– ¿Cuándo comienzas tu turno?

– Dentro de media hora.

– ¿Te toca en la calle o en la oficina?

– En la oficina.

– Bien, lo pillaré allí.

– ¿Lo pillarás?

– Si te vas a quedar en la comisaría, no va a desperdiciar un hermoso domingo quedándose afuera. Voy a seguirlo.

– ¿Perseguir al perseguidor?

– Correcto. Ve por Mount Pleasant hacia Livingston Avenue. Yo lo pillaré allí.

– ¿Eh, Myron?

– Sí.

– Si hay de por medio algo grande, yo quiero estar en el ajo.

– Claro.

Colgaron. Myron volvió a Livingston. Aparcó en Memorial Circle, cerca de la salida de Livingston Avenue. Una buena vista de la comisaría y un fácil acceso a todas las rutas. Myron mantuvo el motor en marcha y observó al público moverse por el perímetro de casi un kilómetro del Memorial Circle. Livingstonitas de todas las clases y variedades frecuentaban «el círculo». Había señoras mayores que paseaban a paso lento, algunas en parejas, las más aventureras con pequeñas pesas en las manos. Había parejas de cincuenta y sesenta años, muchos vestidos con chándales a juego. No estaba mal. Pasaban adolescentes con las bocas moviéndose mucho más que cualquier extremidad o músculo cardiovascular. Los fieles del jogging pasaban junto a ellos casi sin mirarlos. Llevaban gafas de sol, rostros firmes y vientres al aire. ¿Los vientres al aire? Incluso los hombres. ¿Adónde vamos a parar?

Se obligó a no pensar en el beso a Brenda. En cómo se había sentido cuando ella le sonrió a través de la mesa de la barbacoa o cómo se le arrebolaba el rostro cuando se excitaba. En lo animada que se había puesto cuando hablaba con la gente en la barbacoa. En lo tierna que había sido con Timmy cuando le puso la tirita.

Era bueno que no estuviese pensando en ella.

Por un breve momento se preguntó si Horace lo aprobaría. En realidad un extraño pensamiento. Pero así eran las cosas. ¿Lo aprobaría su viejo mentor? Se lo preguntó. Se preguntó cómo sería salir con una mujer negra. ¿Había atracción en el tabú? ¿Repulsión? ¿Preocupación por el futuro? Se imaginó a los dos viviendo en los suburbios, la pediatra y el agente deportivo, una pareja mixta con los mismos sueños, y entonces comprendió lo estúpido que era para un hombre enamorado de una mujer en Los Ángeles pensar tantas tonterías de una mujer a la que sólo conocía desde hacía dos días.

Tonto. Sí.

Una corredora rubia vestida con unos ajustados pantalones cortos lila y un viejo sostén de deporte blanco pasó junto al coche. Miró al interior y le sonrió. Myron le devolvió la sonrisa. El vientre al aire. Aceptas lo bueno y lo malo.

Al otro lado de la calle, Francine Neagly aparcó en la entrada de la comisaría. Myron puso la marcha y mantuvo el pie en el freno. El Buick Skylark pasó por delante de la comisaría sin reducir la velocidad. Myron había intentado rastrear la licencia de su contacto en Tráfico, pero amigos, era domingo, y se trataba de Tráfico, sumen dos más dos.

Se unió al tráfico de Livingston Avenue y siguió al Buick hacia el sur. Se mantuvo cuatro coches atrás y estiró el cuello. Nadie pisaba a fondo el acelerador. Livingston se tomaba su tiempo los domingos. Pero no pasaba nada. El Buick se detuvo en un semáforo en Northfield Avenue. A la derecha había un pequeño centro comercial. Cuando Myron era adolescente, ese mismo edificio había sido la escuela primaria Roosevelt; hacía veintitantos años alguien había decidido que Nueva Jersey necesitaba menos escuelas y más centros comerciales. Visión de futuro.

El Buick giró a la derecha, Myron se mantuvo a distancia e hizo lo mismo. Ahora iban de nuevo hacia la ruta 10, pero antes de haber recorrido un kilómetro, el Buick giró a la izquierda por Crescent Road. Myron frunció el entrecejo. Una pequeña calle suburbana, usada por lo general como atajo hacia Hobart Gap Road. Vaya. Probablemente significaba que el señor Skylark conocía la ciudad bastante bien y no era un forastero.

Al giro a la izquierda le siguió otro rápido a la derecha. Myron sabía ahora adónde iba el Skylark. Sólo había una cosa en este panorama suburbano aparte de las casas pareadas y un arroyo casi seco. Un campo de la liga infantil.

El campo de la liga infantil Meadowbrook. En realidad dos campos. Domingo y sol justificaban que la carretera y el aparcamiento estuviesen a rebosar. Los todoterrenos y las furgonetas habían reemplazado a los coches familiares con salpicaderos de madera de cuando él era joven, pero no había más cambios. El aparcamiento seguía siendo de tierra. El bar todavía era una caseta de cemento blanco con las esquinas verdes atendido por madres voluntarias. Las gradas seguían siendo de metal, destartaladas y ocupadas por padres que gritaban demasiado alto.

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