Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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Brenda intuyó su presencia y alzó la mirada. Cuando le sonrió, Myron sintió que algo le encogía el estómago.

– ¿Necesitas algo? -preguntó él.

– Estoy bien -respondió ella-. ¿Has resuelto tu asunto de negocios?

– No.

– No tenía intención de espiar.

– No te preocupes por eso.

– Me refería a lo que dije antes. Quiero que seas mi agente.

– Me alegro.

– ¿Te encargarás de los contratos?

Myron asintió.

– Buenas noches, Myron.

– Buenas noches Brenda.

Ella bajó la mirada y pasó una página. Myron la miró durante otro segundo. Luego se fue a la cama.

12

Fueron en el Jaguar de Win a la mansión Bradford porque, como explicó Win, a las personas como los Bradford no les iban los Taurus. Tampoco a Win.

Win dejó a Brenda en el entrenamiento y cogió la ruta 80 hacia Passaic Avenue, cuyas obras de ensanchamiento, que habían comenzado cuando Myron estaba en el instituto, por fin habían concluido. Acabaron en Eisenhower Parkway, una autopista de cuatro carriles que se prolongaba unos ocho kilómetros. Ah, Nueva Jersey.

Un guardia con unas orejas enormes les recibió en la reja de, como decía el cartel, Bradford Farms. Correcto. La mayoría de las granjas son conocidas por sus cercas electrónicas y sus guardias de seguridad. No quieren que nadie entre a robarles las zanahorias y las acelgas. Win se asomó por la ventanilla, le dirigió al tipo una sonrisa altanera, y, de inmediato, le abrieron el paso. Una extraña sensación invadió a Myron cuando entraron. ¿Cuántas veces había pasado por delante de la reja siendo un crío, intentando mirar a través de los densos arbustos para espiar la proverbial hierba verde, imaginando escenarios de la lujuriosa vida llena de aventuras que había dentro de aquellos terrenos impecablemente cuidados?

Ahora sabía que no era así, por supuesto. La finca de Win, Lockwood Manor, hacía que este lugar pareciese un chiringuito abandonado; Myron había visto de cerca cómo vivían los supermillonarios. Ciertamente era bonito, pero bonito no significaba feliz. Vaya. Eso sí que era profundo. Quizá la próxima vez Myron llegaría a la conclusión de que el dinero no hace la felicidad. Permanezcan en antena.

Unas cuantas vacas y ovejas ayudaban a mantener la ilusión de la granja; tal vez para beneficio de la nostalgia o una deducción de impuestos, Myron no lo sabía, aunque tenía sus sospechas. Aparcaron delante de una casa blanca que había pasado por más renovaciones que una anciana estrella de cine.

Un viejo negro vestido con la levita gris de mayordomo atendió la puerta. Les hizo una pequeña reverencia y les pidió que lo acompañasen. En el pasillo había dos gorilas vestidos como hombres del servicio secreto. Myron miró a Win. Win asintió. No eran tipos del servicio secreto. Sólo gorilas. El más grande de los dos les sonrió como si fueran gambas de cóctel en dirección a la cocina. Uno grande. El otro flacucho. Myron recordó la descripción de los atacantes de Mabel Edwards. Poco había que hacer al respecto hasta que no viera el tatuaje, pero valía la pena tenerlo presente. El mayordomo o ayudante de cámara o lo que fuese, les llevó a la biblioteca. Paredes redondas de libros subían hasta una altura de tres pisos, coronados por una cúpula de vidrio que dejaba pasar la cantidad apropiada de luz natural. La habitación parecía un silo reconvertido, o quizás es que simplemente tenía ese aspecto. Difícil de decir. Los libros estaban encuadernados en cuero, ordenados en series y sin tocar. La caoba cereza dominaba la escena. Había pinturas de viejos veleros enmarcadas iluminadas por lámparas y también un gran globo terráqueo antiguo en el centro de la habitación, muy parecido al que Win tenía en su propio despacho. A los ricos les gustan los globos terráqueos antiguos, dedujo Myron. Probablemente tenía algo que ver con el hecho de que eran caros y del todo inútiles.

Las sillas y los sillones eran de cuero con tachones de oro. Las lámparas eran de Tiffany. Un libro abierto estaba colocado estratégicamente como centro de mesa cerca de un busto de Shakespeare. Rex Harrison no estaba sentado a una esquina, vestido con su batín, pero bien podría haber estado.

Como si hubiese sido una señal, se abrió una puerta al otro lado de la habitación, mejor dicho un trozo de una estantería. Myron casi esperó que Bruce Wayne y Dick Grayson entraran a la carrera llamando a Alfred, quizá tumbando la cabeza de Shakespeare, para hacer girar una perilla oculta. Pero no, se trataba de Arthur Bradford, seguido por su hermano Chance. Arthur era muy alto, alrededor de un metro noventa y dos, delgado, y un tanto encorvado debido a su altura pero también pasaba de los cincuenta. Estaba calvo, con pelo muy corto circundando su cabeza. Chance medía menos de metro ochenta, con el pelo castaño ondulado y un aspecto juvenil que hacía imposible calcular su edad, aunque Myron sabía por los recortes de prensa que tenía cuarenta y nueve, tres años más joven que Arthur.

En su papel de perfecto político, Arthur fue en línea recta hacia filos, con una falsa sonrisa preparada, la mano extendida de una manera que tanto podía expresar la voluntad de estrechar sus manos o implicar que el brazo extendido esperaba tocar algo más que sólo carne.

– ¡Windsor! -exclamó Arthur Bradford, y sujetó la mano de Win como si la hubiese estado buscando toda su vida-. Qué alegría volver a verte.

Chance se acercó a Myron como si fuese una cita doble y a él le hubiese tocado bailar con la más fea y ya estuviese acostumbrado.

Win mostró una sonrisa ambigua.

– ¿Conoces a Myron Bolitar?

Los hermanos cambiaron de compañeros de apretón de manos con la eficacia practicada de experimentados bailarines de rigodón. Estrechar la mano de Arthur Bradford fue como estrecharla con un viejo y reseco guante de béisbol. De cerca Myron vio que Arthur Bradford era de huesos grandes, tosco, con grandes facciones y rostro rubicundo. Seguía siendo un campesino debajo del traje y la manicura.

– Nunca nos han presentado -dijo Arthur con una gran sonrisa -, pero todos en Livingston, qué diablos, todos en Nueva Jersey, conocen a Myron Bolitar.

Myron puso su rostro de sorpresa, pero se contuvo de pestañear.

– Le he estado viendo jugar al baloncesto desde que estaba en el instituto -continuó Arthur con gran entusiasmo-, soy un gran aficionado.

Myron asintió, a sabiendas de que ningún Bradford había puesto nunca un pie en el gimnasio del instituto de Livingston. Un político que se apartaba de la verdad. Vaya sorpresa.

– Por favor, caballeros, siéntense.

Todos se acomodaron. Arthur Bradford les ofreció café. Todos aceptaron. Una mujer latina abrió la puerta. Bradford le dijo: « Caf é , por favor » . Otro lingüista.

Win y Myron ocuparon el sofá. Los hermanos se sentaron frente a ellos en sillones de orejas. Trajeron el café en un carrito que podría haber servido como carroza para un baile de palacio. Sirvieron el café, se añadieron el azúcar y la crema de leche. Luego Arthur Bradford, el mismísimo candidato, se encargó de entregarle a Myron y a Win sus tazas. Un tipo normal. Un hombre del pueblo.

Todos muy cómodos. La sirvienta desapareció. Myron se llevó la taza a los labios. El problema con su nueva adicción al café era que sólo bebía el café de los bares, la potente mezcla «gourmet» capaz de disolver el adhesivo más potente. Los cafés preparados en casa le parecían, a su nuevo y exigente paladar, algo filtrado por una rejilla de alcantarilla en una tarde calurosa; esto en un hombre que era incapaz de ver la diferencia entre un Merlot añejo y un Manischewits joven. Pero cuando Myron bebió un sorbo de la taza de porcelana de los Bradford, bueno, los ricos tenían sus trucos. El café era verdadera ambrosía.

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