Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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Myron intentó limitar la búsqueda de los Bradford al año 1978, el año en que había desaparecido Anita Slaughter, pero así y todo había un millón de páginas. La mayoría, advirtió, eran de marzo, pero Anita se había fugado en noviembre. Un vago recuerdo lo aguijoneaba, pero no conseguía materializarlo. Acababa de entrar en el instituto, y las noticias hacían referencia a los Bradford. Un escándalo de alguna clase. Metió el microfilm en la máquina. No era muy ducho en todo lo que comportase la manipulación de máquinas -algo que achacaba a sus antepasados-, así que tardó más de lo debido. Después de unos cuantos intentos fallidos, Myron consiguió leer un par de artículos. No tardó mucho en encontrarse con una necrológica. «Elizabeth Bradford. Treinta años. Hija de Richard y Miriam Worth. Esposa de Arthur Bradford. Madre de Stephen Bradford…»

No se citaba ninguna causa de la muerte. Pero entonces se acordó de la historia. De hecho, había sido recuperada en parte hacía poco para la campaña de prensa de las elecciones a gobernador. Arthur Bradford era un viudo de cincuenta y dos años que, a tenor de los relatos, aún lloraba a su amor desaparecido. Claro que salía con otras mujeres, pero la historia era que nunca había superado el temible sufrimiento de perder a la joven esposa: un bonito y pulcro contraste con su oponente, Jim Davison, casado tres veces. Myron se preguntó si habría algo de verdad en todo ese rollo. Arthur Bradford era percibido como alguien un tanto mezquino, un poco a lo Bob Dole. Por retorcido que sonase, ¿qué mejor manera de compensar dicha imagen que resucitando a una esposa muerta?

Pero ¿quién lo sabía a ciencia cierta? La política y la prensa: dos apreciadas instituciones que hablan con lenguas tan bífidas que podrían servir incluso como tenedores. Arthur Bradford rehusaba hablar de su esposa, y eso podía reflejar un dolor sincero o una astuta manipulación de los medios. Cínico, pero las cosas funcionan así.

Myron continuó repasando los viejos artículos. La historia había ocupado la primera página en tres fechas consecutivas de marzo de 1978. Arthur y Elizabeth Bradford habían sido novios en la facultad y llevaban casados seis años. Todos los describían como una «pareja encantadora», una de esas frases de la prensa que significaban tanto como nombrar estudiante de honor a un joven fallecido. La señora Bradford se había caído de un balcón del tercer piso de la mansión. La superficie del patio era de ladrillo, y Elizabeth Bradford había caído de cabeza. Nada respecto a los detalles. La investigación policial indicaba inequívocamente que la muerte había sido un trágico accidente. El balcón era de azulejos y resbaladizo. Había estado lloviendo y era oscuro. Estaban reemplazando una pared y, por lo tanto, era poco seguro en algunos lugares.

Demasiado limpio.

La prensa se había comportado muy bien con los Bradford. Myron recordó los obvios rumores que habían circulado por el colegio. ¿Qué demonios hacía en el balcón en marzo? ¿Estaba borracha? Probablemente. ¿Cómo sino podías caerte de tu propio balcón? Obviamente, algunos eran de la opinión de que la habían empujado. Había sido un interesante tema de charla en la cafetería del colegio al menos durante dos días. Pero se trataba del instituto; las hormonas acabaron por recuperar el liderazgo, y todos volvieron a asustarse acerca del sexo opuesto. Ah, el dulce elixir de la juventud.

Myron se echó hacia atrás y miró la pantalla. Pensó de nuevo en la negativa de Arthur Bradford a hacer comentarios. Quizá no tenía que ver con un sincero dolor o una manipulación de la prensa; tal vez Bradford no quería hablar porque no deseaba que algo saliese de nuevo a la luz después de veinte años.

Vaya. Has dado en el clavo, Myron, seguro. Y quizá también fue el que secuestró al hijo de Lindbergh. Atengámonos a los hechos. Uno: Elizabeth Bradford llevaba muerta veinte años. Dos: no había ni la más mínima prueba de que su muerte fuese otra cosa que un accidente. Tres -y lo más importante para Myron-: todo eso había ocurrido nueve meses antes de que desapareciese Anita Slaughter. En resumen: no había ni la más mínima prueba que relacionase ambos hechos.

Al menos no evidente.

La garganta de Myron se secó. Había continuado leyendo el artículo del 18 de marzo de 1978 del Jersey Ledger. La historia de portada acababa en la página ocho. Myron manipuló el botón de la máquina sin querer. Protestó en voz alta, pero la microficha avanzó.

Allí estaba. Cerca de la esquina inferior derecha. Una línea. Eso era todo. Podía pasar perfectamente inadvertido: «El cuerpo de la señora Bradford fue descubierto en el patio trasero de la mansión Bradford a las 6:30 de la mañana por una doncella que llegaba al trabajo».

Una doncella que llegaba al trabajo. Se preguntó cuál era el nombre de esa doncella.

10

Myron llamó de inmediato a Mabel Edwards.

– ¿Recuerda a Elizabeth Bradford? -preguntó.

Hubo una breve vacilación.

– Sí.

– ¿Fue Anita quien encontró su cuerpo?

Una vacilación más larga.

– Sí.

– ¿Qué le contó ella sobre dicho asunto?

– Espera un segundo. Creía que estabas intentando ayudar a Horace.

– Y así es.

– ¿Entonces por qué estás preguntando por aquella pobre mujer? -Mabel parecía un tanto desubicada-. Murió hace más de veinte años.

– Es un poco más complicado.

– Seguro que lo es. -Él oyó como la mujer respiraba hondo-. Ahora quiero saber la verdad. También estás indagando sobre ella, ¿no? ¿Por Anita?

– Sí, señora.

– ¿Por qué?

Buena pregunta. Pero si vas realmente a lo esencial, la respuesta era muy sencilla.

– Por Brenda.

– Encontrar a Anita no va a ayudarla.

– Dígaselo a ella. La mujer se rió sin humor.

– Brenda puede ser muy testaruda -comentó Mabel. -Creo que es algo hereditario.

– Puede que sí -admitió ella.

– Por favor, dígame lo que recuerda.

– Poca cosa. Fue a trabajar, y la pobre mujer estaba tumbada allí como una muñeca de trapo rota. Es todo lo que sé.

– ¿Anita nunca dijo nada más?

– No.

– ¿Parecía alterada?

– Por supuesto. Trabajó para Elizabeth Bradford durante casi seis años.

– No, me refiero a después de la sorpresa de encontrar el cadáver.

– No lo creo. Pero nunca decía nada sobre ello. Incluso cuando llamaban los periodistas, Anita colgaba el teléfono.

Myron recibió la información, la filtró a través de sus células cerebrales, pero no obtuvo ningún resultado.

– Señora Edwards, ¿mencionó su hermano alguna vez a un abogado llamado Thomas Kincaid?

Ella lo pensó un momento.

– No, no lo creo.

– ¿Sabía usted si estaba buscando consejo legal en algún tema?

– No.

Se despidieron, y él colgó. El teléfono volvió a sonar en el acto.

– ¿Hola?

– He dado con algo extraño, Myron. Era Lisa, de la compañía telefónica. -¿Qué pasa?

– Me pediste que pusiera un rastreador en el teléfono de la habitación de Brenda Slaughter.

– Así es.

– Alguien se me adelantó.

Myron casi aplastó el freno.

– ¿Qué?

– Ya tiene el teléfono pinchado.

– ¿Desde cuándo?

– No lo sé.

– ¿Puedes rastrearlo? ¿Ver quién lo ha pinchado?

– No. Y el número está bloqueado.

– ¿Eso qué significa?

– No puedo leer nada. Ni siquiera tengo una mínima pista ni puedo encontrar las viejas facturas en el ordenador. Yo diría que es cosa de la policía. Puedo intentar fisgonear un poco, pero dudo que pueda dar con alguien.

– Por favor inténtalo, Lisa. Y gracias.

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