Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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San Barnabás era más grande que cuando él era niño, ¿pero qué hospital no lo era? Su padre lo había traído varias veces durante su infancia, para que le hicieran radiografías, suturas o a causa de torceduras; una vez la estancia duró diez días por fiebre reumática, cuando él tenía doce años.

– Deja que hable con ese tipo a solas -dijo Myron.

– ¿Por qué?

– Tú eres la hija. Quizá pueda hablar con mayor libertad sin tu presencia.

– De acuerdo. De todas maneras tengo unos cuantos pacientes en el cuarto piso a los que estoy realizando el seguimiento. Nos encontraremos en el vestíbulo.

Calvin Campbell iba de uniforme cuando Myron lo encontró en el despacho de seguridad. Estaba sentado detrás de un mostrador vigilando varias pantallas. Las imágenes eran en blanco y negro y, por lo que Myron pudo observar, absolutamente normales. Campbell tenía los pies encima de la mesa. Se estaba comiendo un bocadillo un poco más largo que un bate de béisbol. Se quitó la gorra similar a la de la policía para dejar a la vista su pelo rizado blanco.

Myron le preguntó por Horace Slaughter.

– No se presentó durante tres días seguidos -dijo Campbell-. Ninguna llamada, nada de nada. Así que lo despedí.

– ¿Cómo? -preguntó Myron.

– ¿Qué?

– ¿Que cómo lo despidió? ¿En persona? ¿Por teléfono?

– Bueno, intenté llamarlo. Pero nadie respondió. Así que le escribí una carta.

– ¿Con acuse de recibo?

– Sí.

– ¿Lo firmó?

Campbell se encogió de hombros.

– Aún no lo he recibido, si es a eso a lo que se refiere.

– ¿Horace era un buen trabajador?

Calvin entrecerró los ojos.

– ¿Es detective privado?

– Algo así.

– ¿Trabaja para su hija?

– Sí.

– Ella tiene influencias.

– ¿Qué?

– Influencias -repitió Calvin-. Me refiero a que yo nunca quise contratar a ese hombre.

– ¿Entonces por qué lo hizo?

Campbell frunció el entrecejo.

– ¿Es que no me escucha? Su hija tiene influencias. Está muy relacionada con alguno de los jefazos. Le cae bien a todo el mundo. Así que comienzas a oír cosas. Rumores, ya sabe. Así que me dije, qué diablos. Para ser guardia de seguridad no hace falta ser neurocirujano. Lo contraté.

– ¿Qué clase de rumores?

– Eh, que yo no quiero líos. -Levantó las manos como si empujase los problemas-. Las personas hablan, es todo lo que digo. Llevo aquí dieciocho años. No soy de los que meten la nariz donde no le llaman. Pero cuando un tipo no se presenta a trabajar, entonces tengo que tomar cartas en el asunto.

– ¿Alguna cosa más que me pueda contar?

– No. Vino, supongo que cumplió bien con su trabajo, después no se presentó y lo despedí. Final de la historia.

Myron asintió.

– Gracias por su tiempo.

– Eh, ¿puede hacerme un favor?

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– A ver si su hija puede vaciar la taquilla. Voy a contratar a otro hombre, y necesitaré el espacio.

Myron tomó el ascensor hasta la planta pediátrica. Pasó junto al puesto de enfermeras y vio a Brenda a través de una gran ventana. Estaba sentada en la cama de una niña pequeña que no podía tener más de siete años. Myron se detuvo y miró por un momento. Brenda llevaba una chaquetilla blanca y un estetoscopio alrededor del cuello. La niña dijo algo. Brenda sonrió y apoyó el estetoscopio en las orejas de la niña. Ambas se rieron. Brenda hizo una seña a espaldas de la niña, y los padres se unieron a ellas junto a la cama. Los padres tenían los rostros tensos; las mejillas hundidas, los ojos apagados de los que se enfrentan a una enfermedad terminal. Brenda les dijo algo. Más risas. Myron continuó observando la escena, hipnotizado.

Cuando por fin salió, Brenda se dirigió hacia él.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Sólo un par de minutos -respondió Myron. Luego añadió-: Te gusta estar aquí.

Ella asintió.

– Es incluso mejor que jugar a baloncesto.

No hacía falta decir más.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– Hay que vaciar la taquilla de tu padre.

Bajaron en el ascensor hasta el sótano. Calvin Campbell les estaba esperando.

– ¿Conoce la combinación? -preguntó él.

Brenda respondió que no.

– Ningún problema. -Calvin sostenía un tubo de plomo en la mano. Con una precisión que sólo da la práctica, golpeó el candado. Se rompió como si fuese de cristal-. Podéis utilizar aquella caja vacía que está en el rincón -dijo. Luego se marchó.

Brenda se giró hacia Myron, que asintió. Ella tendió la mano y abrió la taquilla. Un olor a calcetines sucios salió del interior. Myron hizo una mueca y miró adentro. Con el dedo índice y el pulgar a modo de pinzas, levantó una camisa para observarla. Tenía el aspecto de una prenda de un anuncio de jabón antes de lavarla.

– Papá no era muy bueno con la colada -comentó Brenda.

O con desprenderse de la basura, por lo que parecía. Toda la taquilla parecía una habitación de estudiantes condensada. Había prendas sucias, latas de cerveza vacías, periódicos viejos e incluso una caja de pizza. Brenda trajo la caja y juntos comenzaron a meter las cosas. Myron comenzó con unos pantalones de uniforme. Se preguntó si eran de Horace o si pertenecían al hospital, y después se preguntó por qué se preguntaba algo tan irrelevante. Buscó en los bolsillos y sacó una bola de papel.

Myron la alisó. Un sobre. Sacó una hoja de papel y comenzó a leer.

– ¿Qué es? -preguntó Brenda.

– La carta de un abogado -contestó Myron.

Se la dio:

Querido señor Slaughter:

Acusamos recibo de sus cartas y tenemos constancia de sus repetidas comunicaciones con este despacho. Como se le explicó ya personalmente, el asunto que le interesa es confidencial. Le pedimos cordialmente que deje de llamarnos. Su comportamiento se aproxima cada vez más al acoso.

Atentamente.

Thomas Kincaid

– ¿Sabes de qué se trata? -preguntó Myron.

Ella titubeó.

– No -respondió con voz pausada-. Pero el nombre, Thomas Kincaid, me suena. Sólo que no consigo ubicarlo.

– Quizá tu padre requirió de sus servicios hace algún tiempo.

Brenda negó con la cabeza.

– No lo creo. No recuerdo que mi padre contratase a ningún abogado. Y si lo hizo, dudo que hubiese acudido a Morristown.

Myron sacó el móvil y llamó a su despacho. Big Cyndi atendió la llamada y se la pasó a Esperanza.

– ¿Qué? -preguntó Esperanza. Siempre tan amable.

– ¿Lisa te pasó la factura telefónica de Horace Slaughter?

– La tengo delante de mí -dijo Esperanza-. Comenzaba a trabajar en ella.

Por siniestro que resulte, conseguir la lista de llamadas de larga distancia de una persona siempre ha sido bastante fácil. Casi todos los investigadores privados tienen un contacto en la compañía telefónica. Lo único que hace falta es un poco de dinero.

Myron requirió de nuevo la carta. Brenda se la pasó. Después se arrodilló y sacó una bolsa de plástico del fondo de la taquilla. Miró el número de teléfono del despacho de Kincaid que aparecía en la carta.

– ¿El cinco-cinco-cinco-uno-nueve-cero-ocho aparece en la lista? -preguntó.

– Sí. Ocho veces. Todas menos de cinco minutos.

– ¿Alguno más?

– Todavía estoy rastreando todos los números.

– ¿Algo que destaque?

– Tal vez -respondió Esperanza-. Por alguna razón llamó a las oficinas electorales de Arthur Bradford un par de veces.

Myron sintió una conocida y no desagradable sacudida. El nombre de Bradford asomaba su fea cabeza una vez más. Arthur Bradford, uno de los dos hijos pródigos, se presentaba para gobernador en noviembre.

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