– ¿Éste es su hijo? -preguntó.
Ella miró por encima de las gafas.
– Es Terence. Me casé cuando tenía diecisiete, y Roland y yo fuimos bendecidos con su nacimiento un año más tarde. -Las agujas ganaron velocidad-. Roland murió cuando Terence era un bebé. Le dispararon cuando estaba a punto de entrar en casa.
– Lo siento -dijo Myron.
Ella se encogió, mostró una sonrisa triste.
– Terence es el primer licenciado universitario de nuestra familia. La de la derecha es su esposa. Y mis dos nietos.
Myron levantó la foto.
– Una hermosa familia.
– Terence se costeó los estudios de derecho en Yale -continuó ella-. Le votaron para concejal del ayuntamiento cuando sólo tenía veinticinco años. -Por eso le resultaba conocido, pensó Myron. Las noticias de la televisión local o los periódicos-. Si gana en noviembre, será senador del estado antes de cumplir los treinta.
– Debe estar muy orgullosa -opinó Myron.
– Lo estoy.
Myron se volvió para mirarla. Ella le devolvió la mirada.
– Ha pasado mucho tiempo, Myron. Horace siempre confió en ti, pero esto es otra cosa. Nosotros ya no te conocemos. Esas personas que buscan a Horace -se interrumpió para señalar el ojo amoratado-, ¿ves esto?
Myron asintió.
– Dos hombres vinieron aquí la semana pasada. Querían saber dónde estaba Horace. Les dije que no lo sabía.
Myron sintió el calor en el rostro.
– ¿Le pegaron?
Ella asintió, sin apartar su mirada.
– ¿Qué aspecto tenían?
– Blancos. Uno era un hombre muy grande.
– ¿Cómo de grande?
– Quizá de tu tamaño.
Myron medía un metro noventa, pesaba ciento diez kilos.
– ¿Y el otro?
– Flacucho. No mucho mayor. Tenía tatuada una serpiente en el brazo.
Señaló uno de sus inmensos bíceps para indicarle el lugar.
– Por favor, dígame qué sucedió, señora Edwards.
– Tal como te dije. Vinieron a mi casa y querían saber dónde estaba Horace. Cuando les dije que no lo sabía, el grande me pegó en el ojo. El pequeño apartó al grandullón.
– ¿Llamó a la policía?
– No. Pero no porque tuviese miedo. Cobardes como ésos no me asustan. Pero Horace me dijo que no lo hiciese.
– Señora Edwards -dijo Myron-, ¿dónde está Horace?
– Ya he dicho demasiado, Myron. Sólo quiero que lo entiendas. Esas personas son peligrosas. ¿Quién me asegura que tú no trabajas para ellos? Podría ser que tu presencia aquí sólo sea un truco para encontrarlo.
Myron no tenía muy claro qué decir. Afirmar su inocencia serviría de muy poco para calmar sus temores. Decidió dar marcha atrás y encarar el tema desde una perspectiva del todo diferente.
– ¿Qué puede decirme de la madre de Brenda?
Mabel se puso rígida. Dejó caer la labor en el regazo, las gafas de media luna cayeron de nuevo sobre su pecho.
– ¿Por qué demonios preguntas eso?
– Hace unos minutos le dije que alguien entró en el apartamento de su hermano.
– Lo recuerdo.
– Las cartas que le envió su madre a Brenda han desaparecido. Brenda ha estado recibiendo llamadas amenazadoras. En una de ellas le dijeron que llamase a su madre.
El rostro de Mabel se distendió. Sus ojos comenzaron a brillar. Después de pasados unos momentos, Myron lo intentó de nuevo.
– ¿Recuerda cuándo se fugó?
Los ojos de Mabel volvieron a tornarse duros.
– Nunca olvidas el día en que muere tu hermano. -Su voz era poco más que un susurro. Negó con la cabeza-. No sé por qué importa nada de esto. Anita lleva ausente veinte años.
– Por favor, señora Edwards, dígame qué recuerda.
– No hay mucho que decir -manifestó Mabel-. Le dejó una nota a mi hermano y se fugó.
– ¿Recuerda qué decía la nota?
– Algo referente a que ella ya no le amaba, que deseaba una nueva vida.
Mabel Edwards se interrumpió, agitó una mano como si estuviese haciéndose un espacio para ella misma. Sacó un pañuelo del bolso y lo sujetó apretado en una bola.
– ¿Puede decirme cómo era?
– ¿Anita? -Ahora sonrió, pero el pañuelo continuó preparado-. Yo les presenté. Anita y yo trabajábamos juntas.
– ¿Dónde?
– En la mansión Bradford. Éramos doncellas. Por aquel entonces éramos jóvenes, apenas con veinte años. Yo sólo trabajé allí seis meses. Pero Anita permaneció durante seis años, matándose para aquellas personas.
– ¿Cuando dice la mansión Bradford…?
– Me refiero a los Bradford. Anita en realidad era una sirvienta. Para la vieja dama la mayor parte del tiempo. Aquella mujer debe tener ahora alrededor de ochenta. Pero todos viven allí. Los niños, los nietos, los hermanos, las hermanas. Como en Dallas. Eso no puede ser sano, ¿verdad?
A Myron no se le ocurría ningún comentario al respecto.
– De todas maneras, cuando conocí a Anita, pensé que era una muchacha muy buena excepto -miró al aire, como si buscase las palabras correctas, luego meneó la cabeza porque no estaban allí-, bueno, era demasiado hermosa. No sé qué más decir. Una belleza así destroza el cerebro de un hombre, Myron. Ahora Brenda…, ella es atractiva, supongo, exótica, creo que lo llaman. Pero Anita… espera, te buscaré una foto.
Se levantó con agilidad y casi flotó fuera de la habitación. A pesar de su tamaño, Mabel se movía con la gracia de una atleta natural. Horace también se movía así, combinando el tamaño con la finura de una forma casi poética. Tardó menos de un minuto, y cuando volvió, le dio una foto. Myron la observó.
Una bomba. Era una bomba pura, sin diluir, que te dejaba sin aliento, con las rodillas temblando. Myron comprendió el poder que una mujer así debía tener sobre un hombre. Jessica tenía esa clase de belleza. Era embriagante y más que aterradora.
Observó la foto. Una joven Brenda -de cuatro o cinco años- sujetaba la mano de su madre y sonreía feliz. Myron intentó imaginarse a Brenda sonriendo ahora de esa manera, pero conseguía formar la imagen. Había un parecido entre madre e hija, pero como Mabel había señalado, Anita Slaughter era desde luego más hermosa -al menos en el sentido convencional-, con unas facciones más marcadas y definidas, mientras que las de Brenda parecían más largas y casi mal emparejadas.
– Anita clavó un puñal en el corazón de Horace cuando se fugó -señaló Mabel Edwards-. Nunca se recuperó. Brenda tampoco. Era una niña pequeña cuando su mamá se marchó. Lloró todas las noches durante tres años. Incluso cuando fue en el instituto, Horace me contó que llamaba a su mamá en sueños.
Myron por fin apartó la mirada de la foto.
– Quizá no se fugó.
Mabel entrecerró los ojos.
– ¿A qué te refieres?
– Tal vez se trató de un crimen.
Una sonrisa triste cruzó el rostro de Mabel Edwards.
– Lo comprendo -dijo en voz baja-. Miras esa foto y no lo puedes aceptar. No puedes creer que una madre pueda abandonar a una criatura tan dulce. Lo sé. Es duro. Pero lo hizo.
– La nota bien pudo haber sido una falsificación -sugirió Myron-. Para desviar a Horace de la pista.
Ella meneó la cabeza.
– No.
– No puede estar segura…
– Anita me llama.
Myron se quedó de piedra.
– ¿Qué?
– No muy a menudo. Quizás una vez cada dos años. Pregunta por Brenda. Le suplico que vuelva. Ella cuelga.
– ¿Tiene idea desde dónde llama?
Mabel negó con la cabeza.
– Al principio sonaba como si fuese larga distancia. Había estática. Siempre he creído que estaba en el extranjero.
– ¿Cuándo fue la última vez que la llamó?
Esta vez no hubo titubeos.
– Hace tres años. Le hablé de Brenda, de que había ingresado en la Facultad de Medicina.
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