Harlan Coben - Un paso en falso

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Myron Bolitar, jugador profesional de baloncesto al que una lesión mantiene alejado de las canchas, es agente deportivo y, ocasionalmente, detective privado y guardaespaldas. Hace dos semanas recibió un encargo muy especial: proteger a una fulgurante estrella del baloncesto, la bella Brenda Slaughter, cuya vida parece correr peligro. De un tiempo a esta parte recibe amenazas telefónicas anónimas, y su padre -lo mismo que su madre veinte años atrás- ha desaparecido misteriosamente, dejando vacías las cuentas bancarias. Pronto Bolitar se verá inmerso en un conflicto de intereses que salpica a las principales familias de Nueva Jersey, incluido un candidato a gobernador. Para resolver el caso, Bolitar tiene que remover el pasado y andarse con mucho cuidado: un paso en falso puede ser mortal.
Harlam Coben combina en esta quinta entrega de la serie de Myron Bolitar una sólida intriga, aliviada con algún toque de humor, un ritmo trepidante y un protagonista muy peculiar. Todo al servicio del mejor suspense.

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– ¿La has dejado sola?

– Está en un entrenamiento. Hay decenas de personas con ella. Estará bien.

– Sí, supongo que tienes razón. -No parecía muy convencido-. Mira, Myron, tenemos que hablar. ¿Cuándo puedes volver al gimnasio?

– Debería estar de vuelta dentro de una hora. ¿Qué pasa, Norm?

– Dentro de una hora. Te veré entonces.

La tía Mabel vivía en West Orange, un suburbio en las afueras de Newark. West Orange era uno de aquellos suburbios en proceso de cambio, con un claro descenso del porcentaje de familias blancas. Era el efecto de la expansión. Las minorías conseguían salir de la ciudad y moverse a los suburbios más cercanos, y los blancos entonces salían de dichos suburbios y se movían todavía más lejos de la ciudad. En términos inmobiliarios esto se conoce como progreso.

Así y todo, la avenida arbolada de Mabel estaba a un millón de años luz del infierno urbano que Horace llamaba su casa. Myron conocía bien la ciudad de West Orange. Su ciudad natal, Livingston, era limítrofe. Livingston también comenzaba a cambiar. Cuando Myron estaba en el instituto, la ciudad había sido blanca. Muy blanca. Blanca como la nieve. Había sido tan blanca que de los seiscientos chicos que se graduaron con Myron, sólo uno era negro y eso porque estaba en el equipo de natación. No se podía ser más blanco.

La casa era de una sola planta -la gente que se da aires podría llamarla un rancho-, el tipo de casa que probablemente tenía tres dormitorios, un baño, un aseo, y un sótano con una mesa de billar. Myron aparcó el Ford Taurus en la entrada.

Mabel Edwards rondaba los cincuenta, quizás un poco menos. Era una mujer grande, con un rostro carnoso, pelo rizado suelto, y un vestido que parecía hecho con cortinas viejas. Cuando abrió la puerta, le dirigió a Myron una sonrisa que convirtió sus facciones vulgares en algo casi celestial. Las gafas de lectura colgaban de una cadena, apoyadas en su enorme pecho. Había una leve hinchazón en su ojo derecho, restos quizá de una contusión. Sujetaba en la mano algo que parecía ser una labor de punto.

– Dios bendito -dijo la mujer-. Pasa.

Myron la siguió al interior. La casa tenía el olor rancio de los abuelos. Cuando eres un crío, el olor te pone la carne de gallina; cuando eres adulto, quisieras embotellarlo y abrir la botella con una taza de chocolate caliente en un día malo.

– He preparado café. ¿Quieres una taza?

– Con mucho gusto, gracias.

– Siéntate. Ahora mismo vuelvo.

Myron se sentó en un sofá duro con un estampado de flores. Por alguna razón apoyó las manos en el regazo. Como si estuviese esperando a que llegase la maestra. Miró alrededor. Había esculturas africanas de madera como centro de mesa. La repisa de la chimenea estaba ocupada con fotos de familia. Casi todas mostraban a un joven que le resultaba vagamente conocido. El hijo de Mabel Edwards, supuso. Era el típico santuario materno: podías seguir la vida del retoño desde la infancia hasta la adultez con las imágenes de aquellos marcos. Estaba la foto de bebé, los retratos de la escuela con el fondo del arco iris, un gran jugador afro jugando al baloncesto, un baile de colegio, graduaciones, bla, bla, bla. Cursi, sí, pero estos montajes fotográficos siempre conmovían a Myron, se aprovechaban de su sensibilidad extrema como un ñoño anuncio de Hallmark.

Mabel Edwards entró en la sala con una bandeja.

– Nos hemos visto antes.

Myron asintió al tiempo que intentaba recordar. Tenía un difuso recuerdo, pero no conseguía enfocarlo.

– Tú estabas en el instituto. -Le alcanzó una taza con su platito. Después le acercó la bandeja con la crema y el azúcar-. Horace me llevó a uno de tus partidos. Jugabas contra Shabazz.

Myron lo recordó. El primer año, el torneo de Essex County. Shabazz era la abreviatura de Malcolm X Shabazz High School de Newark. En la escuela no había blancos. En el primer equipo había tipos que se llamaban Rhahim y Jalid. Incluso así la escuela estaba rodeada por una cerca de alambre de espino con un cartel que decía: ATENCIÓN, PERROS GUARDIANES.

Perros guardianes en un instituto. Daba que pensar. -Lo recuerdo -dijo Myron.

Mabel soltó una risita corta. Cuando lo hizo, todo su cuerpo se sacudió.

– Lo más divertido que he visto -comentó-. Todos aquellos chicos blanquitos muertos de miedo, los ojos grandes como platos. Tú eras el que se sentía como en casa, Myron.

– Eso fue gracias a su hermano.

Ella sacudió la cabeza.

– Horace decía que eras el mejor de todos con los que había trabajado. Que podías haber sido uno de los grandes. -Se inclinó hacia delante-. Vosotros dos teníais algo especial, ¿no?

– Sí, señora.

– Horace te quería, Myron. No dejaba de hablar de ti. Cuando te seleccionaron, te juro que nunca lo había visto tan feliz. Tú le llamaste, ¿verdad?

– Tan pronto como me enteré.

– Lo recuerdo. Vino aquí y me lo contó todo. -Su voz se volvió nostálgica. Hizo una pausa y se acomodó en el asiento-. Cuando te lesionaron, Horace lloró. Aquel hombretón grande y duro vino a esta casa y se sentó ahí mismo donde estás tú ahora, y lloró como un bebé.

Myron no dijo nada.

– ¿Quieres saber algo más? -continuó Mabel.

Bebió un sorbo de café. Myron sostenía la taza, pero no se podía mover. Consiguió asentir.

– Cuando intentaste volver a jugar el año pasado, Horace estaba muy preocupado. Quería llamarte para decirte que no lo hicieses.

– ¿Entonces por qué no lo hizo?

La voz de Myron sonó ronca. Mabel Edwards le dirigió una sonrisa amable.

– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Horace?

– Desde aquella llamada -dijo Myron-. Inmediatamente después de la selección.

Ella asintió como si aquello lo explicase todo.

– Creo que Horace sabía que estabas dolido. Creo que imaginaba que llamarías cuando estuvieses preparado.

Myron sintió algo se acumulaba en sus ojos. Las «lamentaciones» y los «tendría que haber» intentaron colarse, pero los apartó.

Ahora no tenía tiempo para eso. Parpadeó unas cuantas veces y se llevó la taza a los labios. Después de haber bebido un sorbo, preguntó.

– ¿Ha visto a Horace últimamente?

Ella bajó la taza y observó su rostro.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– No se ha presentado a trabajar. Brenda no le ha visto.

– Lo comprendo -dijo Mabel, ahora con un tono un tanto cauto-, pero ¿cuál es tu interés en todo esto?

– Quiero ayudar.

– ¿Ayudar a qué?

– A encontrarlo.

Mabel Edwards esperó un segundo.

– No te lo tomes a mal, Myron, ¿pero a ti en qué te concierne?

– Intento ayudar a Brenda.

Ella se envaró un poco.

– ¿Brenda?

– Sí, señora.

– ¿Sabes que pidió una orden judicial para mantener a su padre alejado de ella?

– Sí.

Mabel Edwards se acomodó las gafas y recogió la labor. Las agujas comenzaron a bailar.

– Creo que quizá no tendrías que meterte en esto, Myron.

– ¿Entonces usted sabe dónde está?

Ella meneó la cabeza.

– No he dicho eso.

– Brenda corre peligro, señora Edwards. Horace podría estar implicado.

Las agujas se detuvieron en seco.

– ¿Crees que Horace haría daño a su propia hija?

Su voz sonó un tanto cortante.

– No, pero puede haber una relación. Alguien entró en el apartamento de Horace. Él hizo la maleta y vació su cuenta bancaria. Creo que puede tener problemas.

Las agujas se movieron de nuevo.

– Si tiene problemas -afirmó Mabel-, quizá lo mejor es que permanezca oculto.

– Dígame dónde está, señora Edwards. Me gustaría ayudar.

Ella permaneció en silencio un buen rato. Tiró de la hebra y continuó tejiendo. Myron echó una ojeada a la habitación. Sus ojos encontraron de nuevo las fotografías. Se levantó y las observó.

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