Myron entró y le recibió al instante el olor característico, aunque indefinido, de los restaurantes baratos de Manhattan. El aire estaba impregnado de grasa. Cuando respiró hondo tuvo la sensación de que se le obstruía una arteria. Una camarera con el cabello teñido de rubio le ofreció una mesa. Myron preguntó por el encargado. La mujer señaló con el lápiz a un hombre que estaba detrás del mostrador.
– Ése es Héctor -dijo-. Es el propietario.
Myron le dio las gracias y se dirigió hacia uno de los taburetes giratorios que había delante de la barra. Estuvo tentado de empezar a dar vueltas, pero decidió que sería considerado una demostración de inmadurez y no lo hizo. Dos taburetes a su derecha, un hombre sin afeitar, tal vez un sin techo, vestido con zapatillas Thom McAn negras y un abrigo raído, sonrió e hizo un gesto de afirmación. Myron le devolvió el saludo y ensayó una sonrisa. El hombre volvió a abstraerse en su café. Levantó los hombros y se encorvó sobre la taza como si sospechara que alguien se la iba a arrebatar antes de que pudiera beberse el contenido.
Myron cogió un menú de plástico agrietado, pero no llegó a leerlo. Había un montón de páginas gastadas que anunciaban varios platos especiales. Decadente era una buena palabra para describir el Parkview, pero no conseguía traducir la impresión general. El local era acogedor, incluso estaba limpio. La barra refulgía, así como los utensilios, el batidor de leche malteada y la fuente de soda. Casi todos los clientes leían el periódico o charlaban entre sí, como si estuvieran comiendo en casa. Llamaban a la camarera por su nombre, y habría apostado hasta el último centavo a que la mujer no se lo había dicho a ninguno de ellos.
Héctor, el propietario, estaba muy ocupado ante la plancha. Eran casi las dos, ya había pasado la hora punta de las comidas, pero aun así la actividad era frenética. Voceó algunas órdenes en español, sin dejar de vigilar la comida. Después, se volvió con una sonrisa amable, se secó las manos con un trapo y preguntó a Myron en qué podía servirle. Myron preguntó si tenía un teléfono público.
– No, señor, lo siento -le contestó Héctor. El acento español era evidente, pero lo controlaba bien-. Hay una cabina en la esquina. Saliendo a mano izquierda.
Myron echó un vistazo al número que Lisa le había dado. Lo leyó en voz alta. Héctor hizo varias cosas al mismo tiempo: le dio la vuelta a unas hamburguesas, agitó una tortilla, comprobó el estado de las patatas fritas. Sus ojos estaban en todas partes, en la caja registradora, en los clientes de las mesas y la barra, en la cocina situada a su izquierda.
– Ah, ése -dijo-. Está atrás. En la cocina.
– ¿En la cocina?
– Sí, señor -respondió Héctor, que todavía se mostraba muy educado.
– ¿Un teléfono público en la cocina?
– Sí, señor -dijo Héctor, que vestía delantal blanco y pantalones de poliéster negros. Era más bien bajito y enclenque. Se había roto la nariz por varias partes y sus antebrazos eran finos como alambres-. Para mis empleados.
– ¿No dispone de un teléfono particular?
– Por supuesto. -Su voz sonó algo áspera, como si la pregunta hubiera sido un insulto-. Preparamos comida para llevar. Mucha gente nos hace pedidos por teléfono. También tenemos fax… Pero no quiero que mis empleados sobrecarguen las líneas. Si el teléfono comunica, el negocio lo hace otro, ¿me entiende? Así que he decidido poner un teléfono público en la parte de atrás.
– Entiendo. -A Myron se le ocurrió una idea-. ¿Me está diciendo que los clientes nunca lo utilizan?
– Bien, señor, si un cliente insiste mucho, nunca se lo niego. -La cortesía ensayada de un buen hombre de negocios-. El cliente debe consumir algo antes en el Parkview. Siempre.
– ¿Algún cliente ha insistido?
– No, señor. Creo que ningún cliente sabe que lo tengo.
– ¿Podría decirme quién utilizó ese teléfono el sábado pasado, a las nueve y dieciocho minutos de la noche?
Aquello le llamó la atención.
– ¿Perdón? -dijo Héctor, y antes de que Myron pudiese repetir la pregunta, inquirió-: ¿Por qué quiere saberlo?
– Me llamo Bernie Worley -dijo Myron-. Soy agente supervisor de productos de la compañía telefónica. Alguien intenta engañarnos, señor, y eso no nos gusta.
– ¿Engañarlos?
– Un Y511.
– ¿Un qué?
– Un Y511 -repitió Myron. Cuando uno empieza a improvisar, lo mejor es seguir hasta el final-. Se trata de un aparato de control electrónico fabricado en Hong Kong. Es nuevo en el mercado, pero le seguimos la pista. Se vende en la calle. Alguien utilizó uno en su teléfono a las nueve y dieciocho minutos de la noche del dieciocho de marzo de este año. Llamaron a Kuala Lumpur y hablaron durante casi doce minutos. El coste total de la llamada es de veintitrés dólares y ochenta y dos centavos, pero la multa por utilizar un Y511 será de setecientos dólares, y es posible que le caigan uno o dos años de cárcel. Además, tendremos que quitar el teléfono.
– ¿Qué? -dijo Héctor, al borde del pánico.
A Myron no le gustaba asustar a un honrado trabajador inmigrante, pero sabía que el miedo daba grandes resultados en situaciones como aquélla. Héctor giró en redondo y gritó algo en español a un adolescente que se le parecía. El adolescente se hizo cargo de la plancha.
– No lo entiendo, señor Worley -añadió Héctor.
– Es un teléfono público, señor. Acaba de admitir ante un agente supervisor de productos que lo emplea para uso privado. Es decir, sólo para sus empleados, con lo cual le niega al público el acceso a él. Esto viola nuestro código, sección 124-B. En circunstancias normales, no lo denunciaría, pero si tenemos en cuenta el uso de un Y511…
– ¡Pero yo no he utilizado un Y511!
– Eso no lo sabemos, señor. -Myron estaba interpretando el papel del perfecto burócrata. No había nada que hiciese que una persona se sintiese más impotente-. El teléfono se encuentra en su local -continuó con voz monótona-. Acaba de comunicarme que sólo sus empleados utilizan ese teléfono…
– ¡Así es! -exclamó Héctor-. ¡Sólo mis empleados! ¡Yo no!
– Pero usted es el dueño del establecimiento. Usted es el responsable. -Myron miró alrededor con su mejor expresión de aburrimiento, aprendida mientras esperaba en la cola de la División de Vehículos Motorizados-. También tendremos que investigar la situación legal de todos sus empleados. Quizá de esa forma descubramos al culpable.
Héctor abrió los ojos como platos. Myron sabía que aquella amenaza no fallaría. No había ningún restaurante en Manhattan que no empleara a inmigrantes ilegales.
– ¿Todo esto porque alguien utilizó un teléfono público? -preguntó Héctor con voz temblorosa.
– Lo que ese alguien hizo, señor, fue utilizar un aparato electrónico ilegal llamado Y511. Lo que usted está haciendo, señor, es negarse a colaborar con el agente supervisor de productos encargado de investigar este grave asunto.
– ¿Negarme a colaborar? -Héctor se estaba aferrando al posible salvavidas que Myron acababa de lanzarle-. No, señor, yo no he hecho eso. Quiero colaborar, se lo aseguro.
Myron meneó la cabeza.
– No le creo.
Héctor mordió el anzuelo.
– Sí, señor. Quiero colaborar. Quiero colaborar con la compañía telefónica. Dígame en qué puedo ayudarle, por favor.
Myron suspiró y guardó silencio por unos segundos. El restaurante estaba a rebosar. La caja registradora tintineó, mientras el sujeto que parecía un sin techo recogía monedas grasientas con una mano mugrienta. La plancha chisporroteó. Los olores de las diferentes comidas lucharon entre sí por imponerse a los otros, pero no hubo un vencedor claro. La cara de Héctor expresaba una angustia creciente. Myron decidió que ya estaba bien.
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