– No.
– ¿Tiene alguna segunda residencia? ¿Algún lugar al que le gustaba escapar?
– No.
– ¿Sabes si Greg tenía alguna amiguita?
– No, pero compadezco a la pobre mujer.
– ¿Te suena el nombre de Carla?
Emily vaciló. Se dio unos golpecitos con el dedo índice sobre la rodilla; a Myron le resultó doloroso de tan familiar.
– ¿No había una Carla que vivía en el mismo piso que yo, en Duke? -preguntó Emily-. Sí, Carla Anderson. En segundo. Era una chica muy guapa, por cierto.
– ¿Algo más reciente?
– No. -Emily se incorporó, cruzó las piernas-. ¿Cómo está Win?
– Como siempre.
– Una de las constantes de la vida. Te quiere. Me pregunto si no será un homosexual en potencia.
– Dos hombres pueden quererse sin ser gays -dijo Myron.
Emily enarcó una ceja.
– ¿De veras lo crees? -preguntó.
Myron estaba permitiendo que llevara la iniciativa, lo cual era una grave equivocación.
– ¿Sabías que Greg iba a firmar un contrato para hacer publicidad? -inquirió.
– ¿Lo dices en serio? -Emily parecía muy interesada.
– Sí.
– ¿De una firma importante?
– Muy importante, según tengo entendido. Se trata de Forte.
Las manos de Emily se crisparon. Las habría cerrado con fuerza si no hubiese tenido las uñas tan largas.
– Hijo de puta -masculló.
– ¿Qué?
– Esperó a que terminaran los trámites del divorcio y yo cediera. Después, firmó el contrato. Hijo de puta.
– ¿Qué has querido decir con eso de que cediste? Greg aún era millonario.
Emily negó con la cabeza.
– Su agente lo arruinó. Al menos, eso afirmó en el juicio.
– ¿Te refieres a Martin Felder?
– Sí. El muy hijo de puta no tenía ni un centavo a su nombre.
– Pero Greg todavía trabaja con Felder. ¿Por qué iba a seguir con un tipo que lo ha dejado en la ruina?
– No lo sé -respondió ella con voz tensa e irritada-. Tal vez el cabrón mentía. No sería la primera vez.
Myron esperó. Emily lo miró. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Se levantó y caminó hacia el otro lado de la sala. Le dio la espalda. Miró por las puertas cristaleras hacia el jardín. La piscina estaba cubierta con una tela alquitranada sobre la cual se había acumulado la hojarasca. Aparecieron dos niños. Un chico de unos diez años perseguía a una niña que aparentaba ocho. Los dos reían y tenían la cara un poco sonrosada a causa del frío y el cansancio. El chico se detuvo cuando vio a su madre. Le dedicó una amplia sonrisa y saludó con la mano. Emily le devolvió el saludo. Los niños siguieron corriendo. Emily cruzó los brazos sobre el pecho como si se abrazara.
– Quiere quitármelos -dijo con voz extrañamente serena-. Hará cualquier cosa para arrebatármelos.
– ¿Por ejemplo?
– Lo más rastrero que puedas imaginar.
– ¿Hasta qué punto?
– No es asunto tuyo. -Emily aún le seguía dando la espalda. Myron vio que sus hombros temblaban-. Lárgate.
– Emily…
– Tú quieres ayudarlo, Myron.
– Quiero encontrarlo. Es muy diferente.
Ella sacudió la cabeza.
– No le debes nada -dijo-. Sé que eso es lo que crees. Es tu estilo. Pude percibir el sentimiento de culpa en tu rostro entonces, y he podido percibirlo ahora, en cuanto he abierto la puerta. Se acabó, Myron. No tenía nada que ver con lo que pasó entre nosotros. Él nunca lo supo.
– ¿Se supone que eso debería hacerme sentir mejor?
Emily se volvió hacia él.
– No, no se supone que debas sentir nada. La cosa no va contigo -repuso con aspereza-. Yo estaba casada con él. Fui yo quien lo traicionó. No puedo creer que aún te sigas sintiendo culpable por ello.
Myron tragó saliva.
– Cuando me lesioné fue a verme al hospital -dijo-. Estuvimos hablando durante horas.
– ¿Y eso lo convierte en un tío legal?
– No tendríamos que haberlo hecho.
– Todo sucedió hace más de diez años; ya es agua pasada.
Tras unos segundos de silencio, Myron la miró y preguntó:
– ¿Podrías llegar a perder a tus hijos?
– Sí.
– ¿Qué estarías dispuesta a hacer para conservarlos?
– Lo que fuera necesario.
– ¿Matar, por ejemplo?
– Sí -respondió ella sin vacilar.
– ¿Lo has hecho?
– No.
– ¿Tienes idea de por qué unos matones andan buscando a Greg?
– No.
– ¿Fuiste tú quien los contrató?
– Si lo hubiera hecho, no te lo diría, pero si esos matones, como tú los llamas, quieren darle una paliza a Greg, haré todo cuanto esté en mi mano para que consigan localizarlo.
Myron dejó el vaso sobre la mesa.
– Será mejor que me vaya -dijo.
Emily lo acompañó hasta la puerta. Antes de abrirla, apoyó una mano en su brazo. El calor de su piel atravesó la tela.
– No pasa nada -susurró-. Olvídalo. Greg nunca se enteró de lo nuestro.
Myron asintió.
Emily respiró hondo y volvió a sonreír. Su voz recuperó el tono normal.
– Me alegro de haberte visto otra vez, Myron.
– Lo mismo digo.
– Vuelve cuando quieras. -Emily se esforzaba por aparentar indiferencia. Myron sabía que se trataba de pura comedia, y ya conocía el argumento de la obra-. Tal vez podríamos echar un polvo rápido en recuerdo de los viejos tiempos. No creo que nos resultara doloroso, ¿verdad?
Myron se soltó.
– Eso dijimos la última vez -contestó-. Y aún duele.
– Fue la noche antes de la boda -dijo Myron. Había vuelto a la oficina. Esperanza, sentada al otro lado del escritorio, lo miraba atentamente mientras él permanecía echado hacia atrás en su sillón, con los ojos fijos en el techo y los dedos entrelazados sobre el vientre-. ¿Quieres conocer los detalles?
– Sólo si te apetece contarlos.
Se los contó. Le dijo que Emily lo había llamado, que ella había acudido a su habitación, que los dos habían bebido demasiado. Dijo esto último a modo de globo sonda, pero una fugaz mirada a Esperanza desinfló aquel globo. Ella lo interrumpió con una pregunta.
– ¿Sucedió mucho después de que te ficharan?
Myron sonrió. Esperanza era demasiado intuitiva. No había motivos para contestar.
– Supongo -prosiguió ella- que esta pequeña escaramuza tuvo lugar entre el día en que te ficharon y el día de la lesión.
– Supones bien.
– Bien. A ver si acierto. Es tu último año de carrera. Tu equipo ganó la final de la NCAA. Un punto para ti. Terminas perdiendo a Emily, y ella termina prometida con Greg. Un punto para él. Llega el fichaje. Greg es el séptimo seleccionado. Tú eres el octavo. Otro punto para Greg.
Myron cerró los ojos y asintió.
– Te estás preguntando si intenté empatar.
– No hace falta -lo corrigió Esperanza-. La respuesta es evidente.
– No me estás ayudando.
– Si quieres ayuda, ve a un psiquiatra. Si quieres la verdad, acude a mí.
Tenía razón. Myron levantó las manos y, sin dejar de enlazar los dedos, las colocó detrás de la cabeza. Apoyó los pies sobre el escritorio.
– ¿Ella te engañó con él? -le preguntó Esperanza.
– No.
– ¿Estás seguro?
– Sí. Se conocieron después de nuestra ruptura.
– Lástima. Te habría proporcionado una bonita coartada.
– Sí. Una pena.
– ¿Por eso te sientes en deuda con Greg? ¿Porque te acostaste con su prometida?
– Sobre todo por eso, pero hay algo más.
– ¿Por ejemplo?
– Te parecerá retorcido, pero siempre ha existido un vínculo entre nosotros.
– ¿Un vínculo?
Los ojos de Myron se desviaron hacia la pared cubierta de fotogramas de películas. Woody Allen y Diane Keaton contemplando el paisaje de Manhattan en Annie Hall. Bogie e Ingrid Bergman apoyados contra el piano de Sam cuando París les pertenecía.
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