Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Pocos días más tarde, se había ido.

Terese se volvió para mirarme, y fue como si supiese lo que estaba pensando. Por fin pasamos a la sala con sus techos de bóveda de cañón y los encerados suelos de madera. En la chimenea ardía un fuego acogedor. Win, Terese y yo ocupamos nuestros lugares en el cómodo entorno y analizamos con frialdad nuestros siguientes pasos.

Terese fue al grano.

– Necesitamos encontrar una razón para exhumar el cuerpo que hay en la tumba de mi hija, si es que hay un cuerpo.

Lo dijo así. Sin lágrimas, sin titubeos.

– Tendríamos que contratar a un abogado -dije.

– Un procurador -me corrigió Win-. Estamos en Londres. No utilizamos la palabra «abogado», Myron. Decimos procurador.

Me limité a mirarlo y evité preguntarle: «¿Cómo se dice que te den por el culo? ¿Decimos eso en Londres?».

– Haré que mi gente se ocupe de eso mañana a primera hora.

Lock-Horne Investments tiene una sucursal en Londres en la calle Curzon.

– También tendremos que comenzar a investigar el accidente -dije-. Ver si nos podemos hacer con el expediente de la policía, hablar con los inspectores, esa clase de cosas.

Todos estuvimos de acuerdo. La conversación continuó en este estilo, como si estuviésemos en una sala de juntas dispuestos a lanzar un nuevo producto en lugar de preguntarnos si la hija de Terese que había muerto en un accidente de coche podía estar viva. Era una locura siquiera pensarlo. Win comenzó a hacer llamadas. Descubrimos que Karen Tower, la esposa de Rick Collins, aún vivía en la misma casa de Londres. Terese y yo iríamos allí por la mañana para hablar con ella.

Después de un rato, Terese se tomó dos Valium, se fue a su dormitorio y cerró la puerta. Win abrió un armario. Yo estaba agotado, con todo aquello del jet lag y el día que había pasado. Resultaba difícil pensar que había aterrizado en París aquella misma mañana. Pero no quería dejar la habitación. Me encanta sentarme con Win de esta manera. Tenía una copa de coñac en la mano. Por lo general prefiero un batido de chocolate llamado Yoo-Hoo, pero esa noche me mantuve firme con el agua mineral. Pedimos que nos sirviesen unos bocadillos.

Me encanta la normalidad.

Mii asomó la cabeza por la habitación y miró a Win. Él movió los labios para darle una negativa. Su bonito rostro desapareció.

– Todavía no es la hora de Mii -dijo Win.

Sacudí la cabeza.

– ¿Cuál es concretamente tu problema con Mii?

– Mii como azafata, ¿no?

– Asistente de vuelo -me corrigió él, de nuevo con la terminología-. Como con procurador.

– Parece joven.

– Tiene casi veinte años. -Win soltó una risita-. Me encanta cuando tú no lo apruebas.

– No estoy en condición de juzgar -señalé.

– Bien, porque aquí estoy intentando poner una cosa en claro.

– ¿Qué?

– De ti y la señora Collins en el avión. Tú, mi querido amigo, ves el sexo como un acto que requiere un componente emocional. Yo no. Para ti, el acto en sí mismo, no importa lo sensacional que sea físicamente, no es suficiente. Pero yo lo veo desde otra perspectiva.

– Una que por lo general incluye varios ángulos -dije.

– Bien dicho. Pero deja que continúe. Para mí, el acto de dos personas «haciendo el amor» -para usar tu terminología, porque a mí me basta con follar-, ese acto sagrado es maravilloso. Más que eso, lo es todo. De hecho, creo que es en su punto máximo -en su momento más puro, si quieres- cuando lo es todo, el final de todo y el ser todo, cuando no hay un bagaje emocional que lo estropee. ¿Lo ves?

– Sí.

– Es una opción. Eso es todo. Tú lo ves de una manera, yo de otra. Una no es mejor que la otra.

Lo miré.

– ¿Qué quieres decir?

– En el avión te observé hablando con Terese.

– Ya lo has dicho.

– Tú querías abrazarla, ¿no? Después de dejar caer la bomba. Tú querías abrazarla y consolarla. El componente emocional que acabamos de mencionar.

– No te sigo.

– Cuando los dos estabais solos en aquella isla, el sexo era fabuloso y puramente físico. Apenas os conocíais el uno al otro. Sin embargo, aquellos días en la isla te calmaron, te consolaron, calaron en ti y te curaron. Ahora, aquí, cuando lo emocional ha entrado en escena, cuando quieres mezclar esos sentimientos con algo tan inocente como un abrazo, no puedes hacerlo. -Win ladeó la cabeza y sonrió-. ¿Por qué?

Tenía razón. ¿Por qué no lo había hecho? Más que eso, ¿por qué no podía?

– Porque hubiese dolido -respondí.

Win se volvió como si eso lo hubiese dicho todo. No era así. Sabía que muchos creían que Win utilizaba la misoginia para protegerse a sí mismo, pero nunca me lo había creído. Era una respuesta demasiado fácil.

Consultó su reloj.

– Una copa más -dijo Win-, y entonces iré a la otra habitación, porque, oh, a ti te encantará esto, Mii es tan cachonda…

Sacudí la cabeza. Sonó el teléfono. Win lo atendió, habló un momento y colgó.

– ¿Estás muy cansado? -me preguntó.

– ¿Por qué, qué pasa?

– El policía que investigó el accidente del coche de Terese se llama Nigel Manderson y ahora está jubilado. Uno de mis hombres me informa de que en este momento se está emborrachando en un pub cerca de Coldharbour Lane, por si quieres hacerle una visita.

– Vamos allá.

14

Coldharbour Lane está en el sur de Londres, tiene casi dos kilómetros de largo y une Camberwell con Brixton. La limusina nos dejó en un lugar llamado Suns and Doves, cerca del final por el lado de Camberwell. El edificio tenía un tercer piso que solo llegaba hasta la mitad, como si alguien se hubiese cansado y dicho: «Bah, cono, no necesitamos más espacio. Con esto basta».

Seguimos una manzana más allá y entramos en un callejón. Había un local mezcla de sex shop y artículos para drogatas y una tienda de comida ecológica que estaban abiertas.

– Esta zona tiene reputación por las bandas y el tráfico de drogas -comentó Win, como si fuese un guía turístico-. De ahí que el apodo de Coldharbour Lane es, no te lo pierdas, Crackharbour Lane.

– Conocida por las bandas y el tráfico de drogas -dije-, aunque no por la creatividad para los sobrenombres.

– ¿Qué esperas de las bandas y traficantes de drogas?

El callejón era oscuro y sucio y yo continuaba pensando en que Bill Sikes y Fagin acechaban juntos tras ladrillos oscuros. Llegamos a un pub cochambroso llamado Careless Whisper. De inmediato recordé una vieja canción de George Michael y aquellas ahora famosas cuartetas en las que el enamorado del corazón roto nunca podrá volver a bailar porque «los pies culpables no tienen ritmo». Música de los ochenta. Deduje que el nombre no tenía nada que ver con la canción, pero probablemente sí con la indiscreción.

Estaba equivocado.

Abrimos la puerta y fue como entrar en una dimensión anterior. La melodía de Our House, el éxito de Madness, salió a la calle junto con dos parejas, ambas abrazadas, más para mantenerse en pie que por afecto. El olor de las salchichas friéndose flotaba en el aire. El suelo estaba pegajoso. El local era ruidoso, estaba abarrotado y, desde luego, cualquier ley antitabaco que rigiese en este país no había llegado a este callejón. Seguramente pocas leyes lo habían hecho.

El lugar era new wave, que equivalía a decir oíd wave, y estaba orgulloso de serlo. En el televisor de pantalla panorámica aparecía un petulante Judd Nelson en El club de los cinco. Las camareras se movían entre la bullanguera concurrencia con vestidos negros, lápiz de labios brillante, el pelo liso y los rostros blancos casi Kabuki. Llevaban guitarras colgadas alrededor del cuello. Se suponía que debían tener el aspecto de las modelos en aquel videoclip, Adicto al amor, de Robert Palmer, excepto que eran algo más maduras y menos atractivas. Como si hubiese una nueva versión del videoclip con las actrices de Las chicas de oro.

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