Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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Nunca subestimes el poder de la negación. Terese se la sacudió de encima, adoptó la personalidad de reportera y me acribilló a preguntas. Le dije todo lo que sabía. Empezó a quedarse sin respiración. Intentaba contenerse, tanto que veía el temblor en sus labios.

Pero no había lágrimas.

Quería tocarla y no podía. No estoy seguro de por qué. Así que continué sentado y esperé. Ninguno de los dos lo dijo, como si las palabras pudiesen reventar aquella frágil burbuja de esperanza. Sin embargo estaba allí, el proverbial elefante en la habitación, y ambos lo veíamos y lo evitábamos.

Algunas veces las preguntas de Terese parecían profundizar, apuntando coléricamente hacia lo que quizás su ex, Rick, había hecho, o quizás solo para mantener controlada la esperanza. Finalmente se echó hacia atrás, se mordió el labio inferior y parpadeó.

– Entonces, ¿adónde vamos ahora? -preguntó.

– A Londres. Pensé que a lo mejor deberíamos hablar con la esposa de Rick.

– Karen.

– ¿La conoces?

– Sí, la conozco. -Me miró-. ¿Recuerdas que te mencioné que llevaba a Miriam a la casa de una amiga cuando tuve el accidente?

– Sí. ¿Karen Tower era esa amiga?

Ella asintió.

El avión llegó a la altura de crucero. El piloto lo comunicó por el altavoz. Yo tenía otro millón más de preguntas, pero Terese cerró los ojos. Esperé.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– No lo digamos. Todavía no. Ambos sabemos que está aquí con nosotros. Pero no lo verbalicemos, ¿vale?

– Vale.

Abrió los ojos y desvió la mirada. Lo comprendí. El momento era demasiado emotivo incluso para el contacto visual. Como si le hubiesen dado entrada, Win abrió la puerta del dormitorio. Mii, la azafata, tenía puesto el sombrero bombonera y todo lo demás. Win también iba todo vestido y me hizo un gesto para que me uniese a él en el dormitorio.

– Me gusta el sombrero bombonera -comentó.

– Eso dijiste.

– Le queda bien a Mii.

Lo miré. Me hizo entrar en el dormitorio y cerró la puerta. El dormitorio estaba empapelado con un papel que imitaba la piel de tigre, y las mantas, la piel de cebra. Miré a Win.

– ¿Estás canalizando a tu Elvis interior?

– El rapero decoró la habitación. Me estoy acostumbrando.

– ¿Querías algo?

Win señaló el televisor.

– Te miraba mientras hablabas con ella.

Miré la pantalla. Terese continuaba sentada en la butaca.

– Así es como supe el momento adecuado para interrumpir. -Abrió un cajón y metió la mano-. Ten.

Era una Blackberry.

– Tu número todavía funciona; recibirás todas las llamadas, pero serán imposibles de rastrear. Si intentan rastrearte, acabarán en algún lugar del sudoeste de Hungría. Por cierto, el capitán Berleand te dejó un mensaje.

– ¿Es seguro llamarle?

Win frunció el entrecejo.

– ¿No entiendes qué quiere decir no rastreable?

Berleand respondió a la primera.

– Mis colegas quieren detenerlo.

– Pero si soy un tío encantador.

– Eso es lo que les dije, pero no están tan convencidos de que el encanto pueda más que una acusación de asesinato.

– El encanto es un bien escaso. Se lo dije, Berleand. Fue en defensa propia.

– Lo hizo, y nosotros tenemos tribunales, abogados e investigadores que quizás puedan llegar a la misma conclusión.

– No tengo tanto tiempo para desperdiciar.

– ¿Así que no me dirá dónde está?

– No lo haré.

– El restaurante Kong me pareció un sitio un poco turístico. La próxima vez lo llevaré a un pequeño bistrot cerca de Saint Michael donde solo sirven foie gras. Le encantará.

– La próxima vez.

– ¿Aún está en mi jurisdicción?

– No.

– Una pena. ¿Puedo pedirle un favor?

– Por supuesto.

– ¿Su nuevo móvil tiene capacidad para recibir fotos?

Miré a Win. Él asintió. Le dije a Berleand que sí.

– Le envío una foto mientras hablamos. Por favor, dígame si reconoce al hombre que aparece en ella.

Le pasé el teléfono a Win. Él apretó una tecla y encontró la foto. Le eché una buena mirada, aunque lo supe de inmediato.

– Probablemente sea él -dije.

– ¿El hombre al que golpeó con la mesa?

– Sí.

– ¿Es una identificación positiva?

– He dicho probablemente.

– Asegúrese.

Miré de nuevo.

– Supongo que es una foto vieja. El tipo al que golpeé hoy es por lo menos diez años mayor que el que aparece en la imagen. Hay algunos cambios: la cabeza afeitada, la nariz es diferente. Pero en general, diría que estoy muy seguro.

Silencio.

– ¿Berleand?

– De verdad que me gustaría que regresase a París.

No me gustó la manera como lo dijo.

– No puede ser, lo siento.

Más silencio.

– ¿Quién es él? -pregunté.

– Esto es algo que no podrá manejar solo -respondió.

Miré a Win.

– Tengo ayuda.

– No será suficiente.

– No será el primero en subestimarnos.

– Sé con quien está. Conozco su reputación y su riqueza. No es suficiente. Puede ser bueno encontrando a personas o ayudando a atletas que tienen problemas con la ley. Pero no está equipado para manejar esto.

– Si no fuese un tipo tan duro -dije-, diría que ahora mismo me está intentando asustar.

– Si no fuese tan obstinado, me escucharía. Tenga cuidado, Myron. Manténgase en contacto.

Colgó. Miré a Win.

– Quizás podamos enviarle esta foto a alguien en casa que pueda decirnos quién es.

– Tengo un contacto en la Interpol -dijo Win.

No me miraba. Miraba por encima de mi hombro. Me volví para seguir su mirada. De nuevo su mirada estaba puesta en la pantalla.

Terese estaba allí, pero su valor había desaparecido. Estaba doblada sobre sí misma, sollozando. Intenté comprender las palabras, pero sonaban confusas por la angustia. Win cogió el mando a distancia y subió el volumen. Terese repetía la misma cosa una y otra vez, y mientras se deslizaba de la butaca creo que por fin entendí lo que decía:

– Por favor -le rogaba Terese a algún poder superior-. Por favor, que esté viva.

13

Era tarde cuando llegamos al hotel Claridge's, en el centro de Londres. Win había alquilado el ático. Había una gran sala de estar y tres dormitorios grandes, todos con camas enormes y maravillosas bañeras de mármol con la alcachofa de la ducha del tamaño de una alcantarilla. Abrimos las puertas de los balcones. La terraza ofrecía una maravillosa vista de los tejados de Londres, pero con toda franqueza ya estaba cansado de vistas panorámicas. Terese estaba allí con la actitud de un zombi. Pasó de aturdida a emocional. Estaba destrozada, pero también había esperanza. Creo que la esperanza la asustaba más que todo lo demás.

– ¿Quieres volver adentro? -le pregunté.

– Dame un minuto.

No soy un experto en lenguaje corporal, pero cada músculo de su ser parecía tenso y sujeto en una actitud protectora. Esperé cerca del balcón. Su dormitorio era de color azul y amarillo girasol. Miré la cama, y quizás estaba mal, pero quería cogerla en brazos y llevarla a aquella hermosa cama y hacerle el amor durante horas.

Vale, no «quizás». Estaba mal. Pero…

Cuando digo cosas como éstas en voz alta, Win me llama mariquita.

Miré entonces su hombro desnudo y recordé un día después del regreso de aquella isla, después de que ella viniese a Nueva Jersey y me ayudase y sonriese, sonriese de verdad, por primera vez desde que la había conocido, y pensé que a lo mejor me estaba enamorando de ella. Por lo general, entro en las relaciones como una mujer, pensando a largo plazo. Esta vez me dominó, ella sonrió y aquella noche hicimos el amor de otra manera, con un poco más de ternura, y cuando acabamos besé aquel hombro desnudo y entonces ella lloró, también por primera vez. Sonrió y lloró por primera vez conmigo.

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