Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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La rubia caminaba entre dos hombres normales. Cicatrices estaba en el extremo derecho.

– Son ellos -dije. Después añadí-: ¿Por qué supusimos que la hija debería de tener unos siete u ocho años? Por el pelo rubio, supongo. Eso me desconcertó. Mi reacción fue exagerada.

– No estoy seguro.

Miré a Berleand. Se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y se frotó el rostro con las dos manos. Ordenó algo en francés. Los tres hombres, incluido Lefebvre, salieron de la habitación. Nos quedamos solos.

– ¿Qué demonios está pasando? -pregunté.

Dejó de frotarse la cara y me miró.

– ¿Es consciente de que nadie más en el café vio al otro hombre apuntarle con un arma?

– Claro que nadie más lo vio. Estaba debajo de la mesa.

– La mayoría de las personas hubiesen levantado las manos y se hubieran marchado en silencio. La mayoría de las personas no hubiesen pensado en aplastar el rostro del hombre con una mesa, cogerle el arma y disparar a su cómplice en medio de un bulevar.

Esperé a que dijese algo más. Como no lo hizo, añadí:

– ¿Qué puedo decir? Soy la hostia.

– El hombre al que le disparó; iba desarmado.

– No cuando le disparé. Sus cómplices se llevaron el arma cuando escaparon. Usted lo sabe, Berleand. Sabe que no me he inventado nada.

Nos sentamos allí durante otro minuto. Berleand miraba la pantalla.

– ¿A qué estamos esperando?

– A que llegue el vídeo -respondió.

– ¿De?

– De la muchacha rubia.

– ¿Por qué?

No respondió. Pasaron otros cinco minutos. Lo acribillé a preguntas. No me hizo caso. Por fin sonó el correo y llegó un vídeo muy corto del aparcamiento. Apretó el botón de play y se echó hacia atrás.

Ahora veíamos a la muchacha rubia con mayor claridad. Desde luego era una adolescente: quizás dieciséis o diecisiete años. Tenía el pelo largo y rubio. El punto de toma aún estaba demasiado lejos para ver bien las facciones, pero había algo conocido en ella, en la manera como erguía la cabeza, la manera como sus hombros se echaban hacia atrás, la postura perfecta…

– Hicimos una prueba de ADN preliminar de aquella muestra de sangre y del pelo rubio -dijo Berleand.

La temperatura en la habitación bajó diez grados. Aparté la mirada de la pantalla y lo miré.

– No solo es la hija del marido -explicó Berleand, con un gesto hacia la rubia de la pantalla-. También es la hija de Terese Collins.

11

Tardé un tiempo en poder articular palabra.

– Dijo preliminar.

Berleand asintió.

– La prueba de ADN definitiva tardará algunas horas más.

– Por lo tanto, podría estar equivocado.

– Poco probable.

– Pero, ¿se han dado casos?

– Sí. Tuve un caso en el que detuvimos a un hombre basándonos en una prueba preliminar como ésta. Resultó que era de su hermano. También sé de un caso de paternidad en el que una mujer llevó a juicio a su novio por la custodia de un hijo. Él afirmaba que el bebé no era suyo. La prueba preliminar de ADN daba una precisión absoluta, pero cuando el laboratorio la examinó a fondo, resultó que era del padre del novio.

Pensé.

– ¿Terese Collins tiene alguna hermana? -preguntó Berleand.

– No lo sé.

Berleand hizo un gesto.

– ¿Qué? -pregunté.

– Ustedes dos tienen una relación muy especial, ¿verdad?

No hice caso de la insinuación.

– ¿Qué pasa ahora?

– Necesitamos que llame a Terese Collins -respondió Berleand-. Así podremos interrogarla un poco más.

– ¿Por qué no le llama usted?

– Lo hicimos. No atiende la llamada.

Me pasó mi móvil. Lo encendí. Una llamada perdida. No me molesté en ver quién era. Había un correo basura con el siguiente texto: «Cuando Peggy Lee cantaba "¿Eso es todo lo que hay?", ¿hablaba de la serpiente en tus pantalones? Tu pequeña pilila necesita Viagra en 86BR22.com».

– ¿Todo eso qué significa? -preguntó Berleand después de leerlo por encima de mi hombro.

– Una de mis viejas novias ha estado hablando fuera de la escuela.

– Su autocrítica -dijo Berleand- es muy encantadora.

Marqué el número de Terese. Sonó durante un rato y luego apareció el buzón de voz. Le dejé un mensaje y colgué.

– ¿Y ahora qué?

– ¿Sabe rastrear la localización de un teléfono móvil? -preguntó.

– Sí.

– También debe de saber que mientras el teléfono está encendido, incluso aunque no se haga ninguna llamada, podemos triangular las coordenadas y localizarlo.

– Sí.

– Por lo tanto no nos preocupábamos en seguir a la señora Collins. Para eso tenemos la tecnología. Pero hace cosa de una hora, apagó el teléfono.

– Quizás se quedó sin batería -dije.

Berleand me miró con el entrecejo fruncido.

– O quizás solo necesitaba un descanso. Usted sabe que tuvo que ser duro hablarme del accidente de coche.

– Entonces, ¿desconecta el teléfono para alejarse de todo?

– Claro.

– ¿En lugar de silenciar el timbre -añadió-, la señora Collins desconecta el teléfono?

– ¿No le convence?

– Por favor. Aún podemos buscar en sus listados de llamadas, ver quién le llamó o a quién llamó. Hace cosa de una hora, la señora Collins recibió la única llamada del día.

– ¿De quién?

– No lo sé. El número rebotó a algún teléfono de Hungría y luego pasó a una página web y entonces lo perdimos. La llamada duró dos minutos. Después de eso, desconectó el teléfono. En aquel momento estaba en el museo Rodin. Ahora no tenemos ni idea de dónde está.

No dije nada.

– ¿Se le ocurre alguna idea?

– ¿De Rodin? Me encanta El Pensador.

– Me mata con sus chistes, Myron. De verdad.

– ¿Va a retenerme?

– Tengo su pasaporte. Puede irse, pero por favor, permanezca en su hotel.

– Donde podrá escucharme -dije.

– Piénselo de esta manera -manifestó Berleand-. Si finalmente tiene suerte, quizás yo pueda encontrar algunas pistas.

El proceso de soltarme llevó unos veinte minutos. Comencé a caminar por el Quai des Orfèvres hacia el Pont Neuf. Me pregunté cuánto tardaría. Existía la posibilidad de que Berleand ya me estuviese vigilando, pero lo consideré poco probable.

Delante había un coche con la matrícula 97 CS 33.

El código no podía haber sido más simple. El correo basura decía 86 BR 22. Solo tenías que sumarle uno a cada elemento. El ocho se convierte en nueve. La B se convierte en C. Cuando me acerqué al coche, cayó un trozo de papel por la ventanilla del conductor. Estaba pegado a una moneda para que no volase.

Exhalé un suspiro. Primero el código elemental, ahora esto. ¿James Bond se había decidido por la tecnología antigua?

Recogí la nota.

1 RUÉ DU PONT NEUF, QUINTO PISO.

ARROJE EL MÓVIL EN EL ASIENTO TRASERO.

Lo hice. El coche se puso en marcha con mi teléfono encendido en el asiento trasero. Que lo rastreasen. Giré a la derecha. Era el edificio Louis Vouitton, aquel con la cúpula de cristal en la azotea. La tienda de Kenzo estaba en la planta baja y me sentí como un paleto solo con abrir la puerta. Entré en el ascensor de cristal y vi que el quinto piso correspondía a un restaurante llamado Kong.

Cuando el ascensor se detuvo, me recibió una azafata vestida de negro. Medía más de un metro ochenta, vestía un traje negro ajustado como un torniquete y era tan delgada como una lombriz.

– ¿Señor Bolitar? -preguntó.

– Sí.

– Por aquí.

Me llevó por unas escaleras que brillaban en un verde fluorescente que daba acceso a la cúpula de cristal. Podría tildar el Kong de ultramoderno, pero ya estaba casi más allá de eso, algo así como un ultramoderno postmoderno. La decoración era como una geisha futurista. Había televisores de plasma con imágenes de preciosas mujeres asiáticas que te guiñaban a tu paso. Las sillas eran de acrílico transparente, excepto por los rostros impresos de hermosas mujeres con extraños peinados. Los rostros resplandecían, como si tuvieran una luz cada uno. El efecto era un tanto siniestro.

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