Harlan Coben - Desaparecida

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Myron Bolitar no es uno más. Es la única esperanza de Terese Collins. Hace ocho años ambos huyeron a una isla caribeña para dedicarse a amarse. Pero ella desapareció sin dejar ni el más mínimo rastro, incluso para alguien tan avieso como Bolitar. Hasta que sonó el teléfono a las cinco de la mañana. Sólo dijo: «Ven a Parísۛ», dejando el aroma de un encuentro romántico, sensual, lleno de fantasías, con el que recuperar el tiempo perdido. Pero Bolitar ya presagiaba que Terese había pronunciado aquellas palabras con otra intención: era un grito de socorro.
Rick, el ex marido de Collins y periodista estrella de la CNN, ha aparecido asesinado en París. Ella es la única sospechosa. La prueba preliminar de ADN, sin embargo, señala a otra: su hija. ¿Pero no murió hace más de diez años? Bolitar nunca habría imaginado todo lo que ocultaba Terese Collins: un íntimo secreto que sólo devastará a los dos, sino que podría cambiar el mundo. Un secreto en el que se cruza el periodismo y la Interpol, incluso el Mossad.

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No creí que la fuésemos a necesitar.

– Lárguese -dijo Manderson.

– Si mintió en alguna cosa, voy a descubrir qué es.

– ¿Diez años más tarde? Buena suerte. Además, yo no tuve nada que ver con el informe. Todo estaba preparado cuando llegué allí.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Yo no fui el primero al que llamaron, amigo.

– ¿Quién fue?

Sacudió la cabeza.

– ¿Dice que lo envió la señora Collins?

De pronto recordó el nombre y que estaba casada.

– Sí.

– Bueno, ella tenía que saberlo. O quizás pregúntele a la amiga a quien llamaron.

Dejé que eso calase. Después continué:

– ¿Cuál era el nombre de la amiga?

– Que me cuelguen si lo sé. Escuche, ¿quiere luchar contra molinos? Yo solo firmé el informe. No me importa ya nada. Cobro mi miserable pensión. Ahora no me pueden hacer nada. Sí, lo recuerdo, ¿vale? Llegué al escenario. Su amiga, la muchacha rica, no recuerdo su nombre. Ella llamó a alguien de las alturas. Uno de mis superiores ya estaba allí, un gusano pretencioso llamado Reginal Stubbs, pero no se moleste en llamarle; el cáncer lo mató hace tres años, gracias a Dios. Se llevaron el cuerpo de la pequeña. Se llevaron a la madre al hospital. Eso es todo lo que sé.

– ¿Vio a la niña? -pregunté.

Apartó la mirada de su copa.

– ¿Qué?

– Dijo que se llevaron el cuerpo de la pequeña. ¿Usted lo llegó a ver?

– Por todos los santos, estaba en una bolsa -respondió-. Pero a juzgar por la cantidad de sangre no había quedado mucho que ver aunque hubiera mirado en el interior.

15

Por la mañana Terese y yo fuimos a casa de Karen Tower mientras Win se reunía con sus «procuradores» para hacer parte del trabajo legal, como conseguir el expediente del accidente del coche y -ni siquiera quiero pensar en ello- ver la manera de exhumar el cadáver de Miriam.

Tomamos un taxi londinense, de esos de color negro, que, comparado con el resto de los servicios de taxi de todo el mundo, es uno de los sencillos placeres de la vida. Terese estaba bien y concentrada. Le relaté mi conversación con Nigel Manderson en el pub.

– ¿Crees que la mujer a la que llamaron era Karen Tower? -preguntó.

– ¿Quién si no?

Asintió y no dijo nada más. Llevábamos viajando en silencio unos minutos cuando Terese se inclinó hacia delante y dijo:

– Déjenos en la próxima esquina.

El taxista lo hizo. Ella comenzó a caminar. Yo había estado en Londres pocas veces así que no conocía muy bien la zona, pero sabía que ésa no era la dirección de Karen Tower. Terese se detuvo en la esquina. El sol empezaba a calentar. Se protegió los ojos. Esperé.

– Aquí es donde ocurrió el accidente -me explicó Terese.

La esquina era de lo más anodina.

– No había vuelto a estar aquí.

No vi ninguna razón por la que tendría que haber estado, pero no dije nada.

– Salí por aquella rampa. Lo hice muy rápido. Un camión apareció en mi carril más o menos por allí. -Señaló-. Intenté apartarme, pero…

Miré a un lado y a otro como si aún pudiese haber una pista reveladora una década más tarde, extrañas huellas de neumáticos o algo así. No había nada. Terese caminó de nuevo. La alcancé.

– La casa de Karen, bueno, supongo que ahora es la casa de Rick y Karen, ¿no?, está en aquella rotonda a la izquierda.

– ¿Cómo quieres hacer esto?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Quieres que vaya yo solo? -pregunté.

– ¿Por qué?

– Quizás pueda sacar algo más de ella.

Terese sacudió la cabeza.

– No lo conseguirás. Solo quédate conmigo, ¿vale?

– Vale.

Ya había docenas de personas en la casa de Royal Crescent. Personas que venían a dar el pésame. No lo había considerado, pero claro, Rick Collins estaba muerto. La gente vendría para consolar a la viuda y presentar sus respetos. Terese titubeó al pie de los escalones de la entrada, pero luego sujetó mi mano con firmeza.

En cuanto entramos, noté que Terese se tensaba. Seguí su mirada hasta un perro -un collie barbudo; lo sé porque Esperanza tiene uno de la misma raza- que estaba acurrucado en un felpudo en un rincón. El perro parecía viejo y cansado y no se movía. Terese soltó mi mano y se agachó para acariciar al perro.

– Hola, chica -susurró-. Soy yo.

El perro movió la cola como si le costase un gran esfuerzo. El resto del cuerpo permaneció inmóvil. Había lágrimas en los ojos de Terese.

– Ésta es Casey -me dijo-. Se la regalamos a Miriam cuando cumplió cinco años.

La perra consiguió levantar la cabeza. Le lamió la mano. Terese se quedó allí, de rodillas. Los ojos de Casey se veían lechosos por las cataratas. La vieja perra intentó mover las patas y levantarse. Terese la calmó y encontró un punto detrás de las orejas. Así y todo giró la cabeza como si quisiese mirarla a los ojos. Terese se movió hacia delante para que le fuese más fácil. El momento era enternecedor y yo me sentía como un intruso.

Casey solía dormir debajo de la cama de Miriam. Se agachaba y reptaba por el suelo hasta conseguir meterse debajo y luego se giraba de manera que su cabeza asomase. Era como si montase guardia.

Terese acarició a la perra y comenzó a llorar. Me aparté para ocultarlas de la vista de cualquiera, darles tiempo. Terese tardó algunos minutos en rehacerse. Cuando lo hizo, cogió de nuevo mi mano.

Entramos en la sala. Había una cola de quizás unas quince personas que esperaban para presentar sus condolencias.

Los murmullos y las miradas comenzaron en el momento en el que entramos. No lo había pensado, pero ahí estaba la ex esposa que se había marchado durante casi una década, y ahora aparecía en la casa de la actual esposa. Eso daría que hablar.

La gente se apartó y una mujer vestida de negro con mucha elegancia -me dije que sería la viuda- pasó entre ellos. Era guapa, menuda, casi como una muñeca con grandes ojos verdes. Yo no sabía a qué atenerme, pero sus ojos parecieron iluminarse cuando vio a Terese. Los de Terese también. Las dos mujeres se sonrieron con tristeza la una a la otra, el tipo de sonrisa que ofreces a alguien al que adoras pero al que desearías estar viendo en mejores circunstancias.

Karen abrió los brazos. Las dos mujeres se abrazaron, sujetándose la una a la otra, muy quietas. Me pregunté por un momento qué clase de amistad habían compartido estas dos mujeres y deduje que debía de haber sido algo muy profundo.

Cuando dejaron de abrazarse, Karen hizo un gesto con la cabezay comenzaron a salir de la sala. Terese echó la mano hacia atrás y sujetó la mía, así que las acompañé. Fuimos hacia lo que los británicos probablemente llaman «el salón de diario» y Karen cerró las puertas correderas. Se sentaron en un diván como si lo hubiesen hecho mil veces y supiesen cuáles eran sus respectivos lugares. Ninguna incomodidad.

Terese me miró.

– Éste es Myron -dijo.

Tendí la mano. Karen Tower la estrechó con la suya, pequeña.

– Lamento su pérdida -manifesté.

– Gracias. -Karen miró a Terese-. ¿Él es…?

– Es complicado -respondió Terese.

Karen asintió.

Señalé atrás con el pulgar.

– ¿Quieren que espere en la otra habitación?

– No -dijo Terese.

Me quedé donde estaba. Nadie estaba seguro de cómo seguir, pero seguro que yo no iba a tomar la iniciativa. Permanecí callado con todo el estoicismo de que soy capaz.

Karen fue al grano.

– ¿Dónde has estado, Terese?

– Aquí y allá.

– Te he echado de menos.

– Yo también te he echado de menos.

Silencio.

– Quería encontrarte -continuó Karen-, y explicarte. De Rick y de mí.

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