– Y de ese modo le ponía aún más presión encima.
– Tal vez -dijo Win con parsimonia tras un momento de vacilación-. Pero existe otro factor. ¿Te acuerdas del asesinato de Alexander Cross?
– ¿El hijo del senador?
– Del senador de Pensilvania -añadió Win.
– Fue asesinado por unos atracadores en su club de campo. Hará cinco o seis años.
– Seis. Y era un club de tenis.
– ¿Lo conocías?
– Por supuesto -dijo Win-. Los Horne han conocido a todos los políticos importantes de Pensilvania desde William Penn. Yo me crié junto a Alexander Cross. Fuimos juntos a Exeter.
– ¿Y qué tiene eso que ver con Valerie Simpson?
– Pues que Alexander y Valerie podría decirse que fueron la pareja del momento.
– ¿Iban en serio?
– Y tanto. Estaban a punto de anunciar su compromiso cuando asesinaron a Alexander. Precisamente fue esa misma noche.
Myron hizo ciertos cálculos mentales. Hacía seis años. Valerie podía haber tenido dieciocho años.
– Deja que lo adivine. La crisis de Valerie se produjo justo después del asesinato de Alexander -dijo Myron.
– Exacto.
– Pero hay algo que no entiendo. El asesinato de Cross salió en las noticias todos los días durante semanas. ¿Cómo es que no se mencionó nunca el nombre de Valerie?
– Esa es la razón por la que encontré las circunstancias un poco intrigantes -dijo Win recogiendo la pelota.
Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada.
– Tenemos que hablar con la familia de Valerie -dijo Myron finalmente-. Y quizá con el senador también.
– Sí.
– Tú vives en ese mundo. Tú eres uno de ellos. Estarán más dispuestos a hablar contigo.
– No, no lo harían -dijo Win haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Ser «uno de ellos», tal y como tú dices, es un impedimento. Con alguien como yo estarán con la guardia alta. Pero contigo no les preocupará tanto mantener lasapariencias. Te considerarán alguien que no importa, alguien inferior, alguien por debajo de ellos. Un don nadie.
– Uf, eso ha sido muy halagador.
– Así es como funciona el mundo, amigo mío -dijo Win sonriendo-. Hay muchas cosas que cambian, pero esas gentes todavía se consideran a sí mismos los verdaderos y auténticos americanos. Tú y los de tu ralea no sois más que temporeros enviados desde Rusia, Europa oriental, del gulag o del gueto de donde procedieran los tuyos.
– Espero que no me hablen en ese tono -dijo Myron.
– Te concertaré una cita con la madre de Valerie para mañana por la mañana.
– ¿Crees que querrá hablar conmigo?
– Si se lo pido yo, sí.
– Qué guay.
– Y que lo digas -dijo Win mientras guardaba el putter -. Y mientras tanto, ¿qué sugieres que hagamos?
Myron miró el reloj y luego dijo:
– Uno de los protegidos de Pavel Menansi va a jugar en el estadio dentro de una hora más o menos. He pensado que podría ir a verlo.
– ¿Y pour moi? -Valerie se pasó la última semana en el Plaza Hotel -dijo Myron-, me gustaría que fueras a echar un vistazo y ver si alguien recuerda algo. Comprueba las llamadas de teléfono.
– ¿Para ver si de verdad llamó a Duane Richwood?
– Sí.
– ¿Y de ser así?
– Entonces también tendremos que investigarlo a él -respondió Myron.
El USTA National Tennis Center se halla cómodamente instalado justo en el centro de las principales atracciones de Queens: el Shea Stadium (sede de los New York Mets), el Flushing Meadows Park (sede de la Exposición Universal de 1964-1965) y el aeropuerto de La Guardia (sede de, mmhm… retrasos).
Hacía años, los tenistas se quejaron del ruido de los aviones que pasaban volando encima del estadio por la sencilla razón de que estar en ese momento en el estadio era como estar en la plataforma de lanzamiento de un Apolo. El alcalde de aquel entonces, David Dinkins, persona siempre dispuesta a poner solución a cualquier terrible injusticia, se puso de inmediato manos a la obra. El excelentísimo alcalde de Nueva York, que por extrañas casualidades de la vida era un acérrimo aficionado al tenis, utilizó todo su poder político para detener el funcionamiento de La Guardia durante la celebración del Open. Los millonarios del tenis le estuvieron muy agradecidos y, en una demostración de mutuo respeto y admiración, el alcalde David Dinkins les compensó tanta gratitud acudiendo todos los días a los partidos durante las dos semanas que duraba el campeonato, a excepción, también muy casualmente, de los años en que se celebraron elecciones.
Para las sesiones nocturnas sólo se usaban dos canchas: la del Stadium Court y la del adyacente Granstand Court. Las sesiones diurnas, en opinión de Myron, eran mucho más divertidas. Podían llegar a celebrarse quince o dieciséis partidos a la vez.
Uno podía dar una vuelta, ver un gran partido de cinco sets en alguna cancha apartada, descubrir a un jugador revelación en otra, ver individuales, dobles y dobles mixtos, y todo bajo la gloriosa luz del sol.
Sin embargo, por la noche, la cosa se reducía básicamente a quedarse sentado viendo un partido iluminado con luz eléctrica. Y durante los dos primeros días del Open, ese partido solía constar de un cabeza de serie destrozando sin piedad a un clasificado normal.
Myron dejó el coche en el aparcamiento del Shea Stadium y cruzó el paso por encima del tren número siete. Se había instalado una caseta con radar de pistola para que el público marcara la velocidad de su propio saque y la gente hacía cola para probarlo. Los revendedores de entradas también estaban muy ocupados. Y lo mismo podía decirse de los que vendían camisetas falsas del US Open. Las camisetas falsas se vendían a cinco dólares, mientras que las que se vendían de puertas adentro costaban veinticinco. No estaban mal de precio, aunque, claro, después de un lavado, la camiseta falsa sólo se la podía poner una muñeca Barbie. Pero aun así merecía la pena.
Pavel Menansi estaba en uno de los palcos para los entrenadores, el mismo donde Myron y Win habían estado sentados por la mañana. Eran las 18:45 pm. El último partido de la sesión diurna ya había terminado y el primero de la sesión nocturna, en el que participaba la última protegida de Pavel, Janet Koffman, de catorce años, no iba a empezar hasta las 19:15 pm. Durante la transición entre las dos sesiones la gente se dedicaba a dar vueltas. Myron se encontró con el acomodador de la sesión diurna.
– ¿Cómo le va, señor Bolitar? -dijo el acomodador.
– Muy bien, Bill. Sólo quería pasar un momento a saludar a un amigo.
– Claro, no hay problema, pase, pase.
Myron empezó a bajar los escalones y entonces, sin previo aviso, un hombre vestido con americana azul y gafas de sol de aviador se interpuso en su camino. Era un tipo enorme, de un metro noventa y cinco de alto y setenta centímetros de ancho, más o menos como Myron. Llevaba el pelo atusado sobre un rostro de expresión amable pero inflexible. El tipo ensanchó el pecho formando un muro y le bloqueó el paso.
– ¿Puedo ayudarle en algo, señor? -dijo amablemente, aunque su tono de voz quería decir: «Lárgate, chaval».
Myron se quedó mirándolo.
– ¿Te han dicho alguna vez que te pareces mucho a Jake Lord?
El tipo ni se inmutó.
– Sabes quién es, ¿no? -dijo Myron-. Jack Lord, el de la serie Hawaii 5-0…
– Tengo que pedirle que se marche, señor.
– Oye, que no te estoy insultando. Había mucha gente que consideraba a Jack Lord una persona muy atractiva.
– Señor, será la última vez que se lo pida amablemente.
Myron observó detenidamente la cara de aquel tipo.
– Es que hasta tienes la misma sonrisa hosca que tenía Jack Lord. ¿Te acuerdas?
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