Myron imitó la sonrisa, por si acaso el tipo no había visto nunca aquella serie.
– Muy bien, colega, vete de aquí -dijo el tipo haciéndole una mueca.
– Sólo quiero hablar un momento con el señor Menansi.
– Pues me temo que ahora mismo no es posible.
– Ah, de acuerdo -dijo Myron-. Por favor, dile al señor Menansi que el agente de Duane Richwood quería hablar de algo muy importante con él. Y si no le interesa, me marcho -dijo Myron elevando el tono de voz.
Pavel Menansi volvió la cabeza como si le hubieran tirado de una cuerda y su sonrisa vaciló igual que la llama de un mechero. Se levantó de su asiento con los ojos medio abiertos e irradiando aquel extraño encanto por todo su ser que algunas mujeres encontraban tan irresistible, y otras tan repulsivo. Pavel era rumano, había sido uno de los primeros «rebeldes» del tenis y el ex compañero de dobles de Ilie Nastase el Malo. Tenía cerca de cincuenta años y la cara tan bronceada que parecía de cuero. Cuando sonreía, el cuero se agrietaba de tal modo que casi podía oírse.
– Perdone -dijo con voz melosa, parte americana, parte rumana y parte Ricardo Montalbán hablando sobre cuero corintio-, usted es Myron Bolitar, ¿me equivoco?
– Lo soy.
Menansi hizo un gesto con la cabeza indicando a Jack Lord que se retirara. Al otro no le hizo demasiada gracia, pero se apartó de todas formas moviendo el cuerpo como si fuera una puerta metálica y dejando pasar a Myron solo. El entrenador rumano le extendió la mano y, por un segundo, Myron pensó que quería que se la besara. Pero todo terminó con un breve apretón.
– Por favor -dijo Pavel-, siéntese aquí. A mi lado.
Quienquiera que estuviese en ese asiento se esfumó de inmediato. Myron se sentó y Pavel hizo lo mismo.
– Le pido disculpas por el celo que pone mi guardaespaldas en su trabajo, pero tiene que entenderme, la gente quiere autógrafos, los padres quieren hablar de cómo ha jugado su hijo… Pero éste -dijo extendiendo los brazos-, no es el momento ni el lugar adecuado.
– Comprendo -dijo Myron.
– He oído hablar bastante de usted, señor Bolitar.
– Por favor, puede llamarme Myron.
– Sólo si usted me llama Pavel. -El entrenador tenía la sonrisa de un fumador de toda la vida, pero sin la higiene dental apropiada.
– Trato hecho.
– Perfecto. Fue usted quien descubrió a Duane Richwood, ¿me equivoco?
– Alguien me lo señaló.
– Pero fue usted quien vio el potencial antes que nadie -insistió Pavel-. No jugó en los juniors ni tampoco fue a la universidad. Por eso les pasó inadvertido a las agencias, ¿no es cierto?
– Supongo que sí.
– Así que ahora tiene a uno de los mejores jugadores de tenis. Y ahora compite con los grandes, ¿verdad?
Pavel Menansi trabajaba para TruPro, una de las agencias de representación de deportistas más importantes del país. Trabajar para TruPro no te convertía automáticamente en un mezquino, pero te dejaba peligrosamente cerca. Pavel valía millones para ellos, no tanto por los beneficios que les reportaba sino por los jóvenes talentos que reclutaba. Pavel tenía una habilidad especial y perversa para hacerse con prodigios de ocho o diez años, cosa que proporcionaba a TruPro enorme ventaja para llegar a firmar un contrato con ellos. TruPro nunca había sido una agencia de reputación muy elevada, aunque pareciera bastante paradójico pero, a lo largo del último año, había caído bajo el control de la mafia y ahora la dirigían los hermanos Ache de Nueva York. Los hermanos Ache estaban metidos en todos los negocios favoritos de la mafia: drogas, loterías ilegales, prostitución, extorsiones, apuestas. Bellísimas personas, los Ache.
– Su Duane Richwood -continuó Pavel- ha jugado un buen partido, hoy. Muy buen partido. Su potencial es infinito, ¿no cree?
– Se entrena mucho -respondió Myron.
– Seguro que sí. Dígame, Myron, ¿quién es el actual entrenador de Duane? -preguntó Pavel.
Había dicho «actual», pero pareció haber querido decir «ex».
– Henry Hobman.
– Ah -dijo Pavel asintiendo vigorosamente con la cabeza como si su respuesta explicara algo muy complejo, aunque, lógicamente, ya lo sabía. Probablemente sabía quién entrenaba a todos los jugadores del circuito-. Henry Hobman es un hombre excelente, y un entrenador competente -dijo. Había dicho «competente», sin embargo, sonó como si hubiese querido decir «patético»-. Pero creo que puedo ayudarle, Myron.
– La verdad es que no he venido para hablar de Duane -dijo Myron.
– ¿Ah, no? -Pavel puso cara de sutil matiz de preocupación.
– Quiero hablar de otro cliente mío. O mejor dicho, de alguien que podía haber llegado a ser mi cliente.
– ¿Y de quién se trata?
– De Valerie Simpson.
Myron estuvo atento a cualquier posible reacción por parte de su interlocutor y detectó una. Pavel se llevó las manos a la cabeza.
– Oh, Dios mío.
Pavel simuló a la perfección estar abrumado por el pesar. Varias personas le pusieron la mano en el hombro para tratar de consolarlo y pronunciaron su nombre en voz baja, pero él las apartó de sí, haciéndose el valiente.
– Valerie vino a verme hace unos días -continuó Myron-. Quería volver a jugar.
Pavel inspiró profundamente e hizo el numerito de irse recuperando poco a poco.
– Pobre niña, no me lo puedo creer, es que no puedo… -dijo cuando se sintió con fuerzas para continuar-. Se calló un momento, presa de dolor-. Yo fui su entrenador, ¿sabe? Durante su época de esplendor.
Myron asintió sin decir nada.
– Y que le dispararan de esa manera… Como a un perro -dijo Pavel. Luego agitó la cabeza muy dramáticamente con gesto de incredulidad.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Valerie?
– Hace unos años -contestó Pavel.
– ¿La vio después de que sufriera la crisis nerviosa?
– No. No la vi más desde que ingresó en el hospital.
– ¿Y tampoco habló más con ella? ¿Por teléfono, tal vez?
Pavel volvió a negar con la cabeza y luego la bajó.
– Yo tuve la culpa de lo que le pasó. Debí haberme preocupado más por ella.
– ¿A qué se refiere?
– Cuando te ocupas de entrenar a alguien tan joven, tienes responsabilidades que van más allá de la vida dentro de la cancha. Era una niña, una niña que crecía siendo el centro de atención de todo el mundo. Los medios de comunicación son despiadados, ¿sabe? No comprenden las consecuencias de lo que hacen para vender más periódicos. Yo intenté amortiguar algunos de los ataques. Intenté protegerla, no dejar que se carcomiera por dentro. Pero al final, fracasé.
Parecía estar diciendo la verdad, pero Myron sabía que eso no significaba nada. Algunas personas son profesionales de la mentira. Cuanto más sinceras sonaban sus palabras, cuanto más aguantaban la mirada y más de fiar parecían, más sociópatas eran.
– ¿Tiene alguna idea de a quién podría interesarle matarla? -preguntó Myron.
– ¿Por qué me lo pregunta, Myron? -dijo Pavel con cara de no entender la pregunta.
– Estoy investigando una cosa.
– ¿Qué cosa? Si me permite la pregunta.
– Es algo un tanto personal.
El entrenador se lo quedó mirando unos segundos. El aliento le olía tan intensamente a tabaco que Myron se vio obligado a respirar por la boca.
– Le diré lo mismo que le dije a la policía -comentó Pavel-. En mi opinión, la crisis nerviosa de Valerie no fue a causa de las presiones normales del tenis.
Myron se limitó a asentir para animarlo a continuar hablando.
Pavel alzó las palmas de las manos, como pidiendo la intervención divina, y dijo:
– Quizá me equivoque. Quizá sólo quiera creerlo para, ¿cómo se dice eso?, para aliviar mi sentimiento de culpa. No lo sé, pero he entrenado a mucha gente joven y nunca me ha pasado nada como lo de Valerie. No, Myron, sus problemas se los causó algo más, aparte de las presiones del tenis profesional.
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