Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Claro que aquel posible panorama tenía sus fallos. Por ejemplo, el dinero. El hijo de Deanna Yeller había muerto hacía seis años, pero el primer gran ingreso en su cuenta se había producido hacía apenas cinco meses. ¿Qué sentido tenía aquel retraso? Podría haber estado esperando el momento adecuado para ingresarlo y, mientras tanto, habría tenido el dinero escondido debajo de un colchón o algo así, pero aquello parecía no encajar del todo. Por otro lado, si el dinero era reciente, las preguntas se volvían más concretas: ¿por qué habría recibido la señora Yeller aquella suma de dinero tan de repente? ¿Por qué habían asesinado a Valerie Simpson tan de repente? ¿Y qué tenía que ver Pavel en todo aquello?

Eran buenas preguntas. Myron todavía no conocía las respuestas, pero de todas formas eran buenas preguntas. Quizá Ned Tunwell supiera algo útil.

De súbito, algo llamó la atención de Myron. Levantó la mirada y vio un coche en el retrovisor que cada vez se acercaba más. Era un coche grande y negro con parabrisas oscuro que no dejaba ver el interior. Y la matrícula era de Nueva York.

El coche negro se situó a su derecha, desapareció del retrovisor interno y reapareció en el del asiento del acompañante. Myron lo observó con detenimiento. El coche negro aceleró un poco y, al colocarse junto al suyo, Myron vio que se trataba de una limusina grande. Una Lincoln Continental. Era extralarga. Las ventanillas laterales también tenían cristales oscuros que ocultaban el interior. Era como estar mirando a alguien que llevara puestas gafas de sol de aviador gigantes. Myron podía verse a sí mismo reflejado en los cristales. Sonrió y saludó con la mano; su reflejo le devolvió la sonrisa y el saludo, igual que si de un demonio bien educado se tratara.

La limusina se puso a la altura del coche de Myron y el cristal del conductor empezó a bajar. Myron casi esperaba ver a un viejecito sacar la cabeza por la ventanilla y preguntarle cómo llegar a Grey Poupon, así que, cuál no sería su sorpresa cuando, en vez de eso, vio aparecer una pistola.

Sin previo aviso, la pistola disparó dos veces e impactó en los neumáticos delantero y trasero del lado derecho del coche de Myron. El coche dio un giro brusco y Myron se esforzó por recuperar el control, pero el coche se salió de la carretera. En el último segundo, Myron giró el volante con fuerza y logró esquivar un árbol. Luego, el Ford Taurus se detuvo con un golpe seco.

De la limusina salieron dos hombres que se dirigieron inmediatamente hacia él. Los dos iban vestidos con traje azul. Uno de ellos llevaba además una gorra de los Yankees. Traje de negocios y gorra de béisbol, una combinación muy interesante. Además, los dos llevaban pistola. Sus rostros tenían expresión severa y atenta. Myron sintió que se le aceleraba el pulso y el corazón se le salía por la boca. Estaba desarmado. No le gustaba llevar pistola, no por razones morales, sino porque eran grandes e incómodas y porque casi nunca había utilizado ninguna. Win se lo había advertido, pero ¿quién iba a hacerle caso a Win en un tema como ése? Lo cierto es que Myron había actuado con suma imprudencia. Estaba molestando a gente poderosa y debería haber estado mejor preparado. Por lo menos debería haber guardado un arma en la guantera.

Sin embargo, ya era un poco tarde para sermonearse a sí mismo. Además de que cabía la posibilidad de que no pudiera volver a hacerlo nunca más.

Los dos hombres se acercaron. Al no saber qué otra cosa hacer, Myron se agachó para apartarse de su vista y empezó a marcar un número en el teléfono del coche.

– Saca el culo del coche -le espetó uno de los hombres.

– Dad un paso más y os mato a los dos aquí mismo -dijo Myron tirándose un farol.

Se hizo el silencio.

Myron marcó el número a toda prisa y pulsó el botón de llamada. En ese preciso instante, oyó un ruido como el de una ramita al romperse y luego interferencias en el teléfono. El matón que llevaba la gorra de los Yankees le acababa de partir la antena del coche. Aquello no pintaba nada bien. Myron se mantuvo agachado. Abrió la guantera y metió la mano en su interior, pero no encontró más que mapas y los papeles del coche. Repasó el suelo desesperadamente en busca de cualquier tipo de arma, pero lo único que encontró fue el encendedor de cigarrillos del coche y algo le dijo que no iba a serle demasiado útil contra dos matones armados. Mapas, papeles y un encendedor. A menos que se transformara de repente en MacGyver, estaba en graves problemas.

Escuchó pasos a su alrededor. Myron buscó desesperadamente una respuesta pero no se le ocurría nada. Luego se abrió la puerta de la limusina y oyó a alguien soltar una palabrota como «¡mierda!». Y a continuación un profundo suspiro.

– Bolitar, no he venido hasta aquí para que me vengas con putos jueguecitos.

Aquella voz hizo estremecer a Myron y sintió que algo le apretaba el pecho. El acento era de Nueva York. Y más concretamente de Bensonhurst. Era Frank Ache.

Aquello no pintaba nada bien.

– Sal del puto coche de una puta vez, cabrón. No he venido a matarte.

– Tus hombres acaban de disparar a mis neumáticos -dijo Myron alzando la voz.

– Sí, y si te hubiera querido matar ya te habrían volado la puta cabeza.

Myron pensó en ello durante un segundo y luego dijo:

– Pues tienes razón -dijo Myron.

– ¿Sí? Pues a ver qué te parece esto: tengo dos rifles AK en el asiento de atrás. Si te quisiera matar, podría decirles a Billy y a Tony que dejaran hecha un colador esta mierda que tú llamas coche.

– Ahí también llevas razón -dijo Myron.

– Pues entonces sal del puto coche, caraculo -le espetó Ache-. Que no dispongo de todo el día, joder.

La verdad es que Myron no tenía otra alternativa. Abrió la puerta del coche y se puso en pie. Frank Ache volvió a meterse en el asiento trasero de su limusina. Billy y Tony pusieron mala cara.

– Ven aquí -le gritó Ache.

Myron se acercó a la limusina, pero Billy y Tony le salieron al paso.

– Entréganos la pistola -le dijo el tipo que llevaba la gorra de los Yankees.

– ¿Eres Billy o Tony? -le preguntó Myron.

– La pistola. Ahora.

Myron le miró la gorra entrecerrando los ojos y le dijo:

– Un momento, ya entiendo. Es por los trasplantes, ¿no?

– ¿Qué?

– Lo de combinar la gorra de béisbol con el traje. La gorra es para taparte los trasplantes de pelo.

Los dos tipos intercambiaron miradas. «Bingo», pensó Myron.

– Muy bien, caraculo -dijo el tipo de la gorra-. La pistola.

«Caraculo», la palabra preferida de la semana en el ambiente mafioso.

– No me lo has pedido por favor.

– Joder, Billy, que no tiene ninguna. Te está entreteniendo.

Billy frunció aún más el ceño. Myron sonrió, levantó las palmas hacia arriba y se encogió de hombros.

Tony le abrió la puerta y Myron se sentó en el asiento trasero. Ellos se sentaron delante. Frank Ache pulsó un botón y entre los asientos delanteros y traseros comenzó a elevarse un separador. La limusina tenía bar y televisor con vídeo. La tapicería y la decoración del interior del coche eran de color rojo, rojo sangre, más bien. Teniendo en cuenta el historial de Frank, tal vez le ayudara a ahorrar en cuestión de limpiezas.

– Bonito buga, Frank -dijo Myron.

Frank llevaba su atuendo habitual, es decir, un chándal de velour dos tallas menos que la suya. El que llevaba ese día era verde con ribetes amarillos. Tenía la cremallera bajada hasta medio cuerpo, como esos tipos de las discotecas de los setenta. Y un barrigón lo bastante abultado para confundirlo con un embarazo de trillizos. Y, además, era calvo. Frank se quedó mirando a Myron durante unos segundos y luego le dijo:

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