– Mire, yo sólo he dicho que es curioso. Y no curiosamente divertido, sino curiosamente extraño. El resto es cosa suya. Yo no soy más que médica forense.
Myron asintió de nuevo con la cabeza y luego preguntó:
– ¿Descubrió alguna cosa más?
– Sí. Y eso también lo encontré curioso. Muy curioso.
– ¿Curiosamente divertido o curiosamente extraño?
– Eso depende de cómo lo vea usted -dijo la doctora alisándose la bata blanca-. No soy experta en balística, pero sí sé algo de balas y saqué dos del cuerpo de Yeller. Una de la caja torácica y otra de la cabeza.
– Ya, ¿y qué?
– Que las balas eran de distinto calibre -dijo Amanda West gesticulando con el dedo índice. Su sonrisa había desaparecido-. Entiéndame, señor Bolitar, no estoy diciendo que hubiera dos pistolas, sólo le estoy diciendo que las balas eran de distinto calibre. Y ahora viene lo más curioso: todos los agentes del cuerpo de Filadelfia utilizan la misma arma del mismo calibre.
Myron sintió un escalofrío.
– Así que una de las dos balas era ajena a la policía.
– Y además -continuó la doctora-, todos aquellos hombres del servicio secreto iban armados con pistola.
Silencio.
– De modo que -añadió la doctora-, ¿qué le parece esto? ¿curiosamente divertido o curiosamente extraño?
– ¿Me ha oído usted reír? -dijo Myron mirándola fijamente a los ojos.
Myron decidió hacer caso omiso del consejo que le había dado Jake. Sobre todo después de haber hablado con Amanda West.
No le había resultado nada fácil encontrar la dirección de la residencia actual del agente Jimmy Blaine. El hombre se había retirado hacía dos años. Aun así, Esperanza descubrió que vivía solo a orillas de un pequeño lago por la zona de Poconos. Myron tardó dos horas en coche hasta llegar delante de la que esperaba que fuese la casa. Consultó su reloj de pulsera y vio que todavía le sobraba tiempo para hablar con Jimmy Blaine y volver al despacho para ver a Ned Tunwell.
La casa era de estilo rústico y pintoresco, típica de la zona de Poconos. La entrada tenía camino de gravilla. Docenas de animales de madera protegían el porche delantero. El aire era pesado y no hacía ni pizca de viento. Todo, desde la veleta hasta la bandera de Estados Unidos, pasando por la mecedora, las hojas y las matas de hierba, estaban espantosamente inmóviles, como si los objetos inanimados tuvieran la capacidad de contener la respiración. Al subir los peldaños del porche, Myron vio una rampa moderna para sillas de ruedas que conducía a la puerta delantera. Aquella rampa parecía tan fuera de lugar como un donut en una tienda de productos dietéticos. En vista de que no había timbre llamó a la puerta con los nudillos.
Nadie le respondió. Qué curioso. Había llamado al señor Blaine hacía diez minutos, había oído a un hombre coger el teléfono, decir «¿diga?» y colgar luego. Tal vez estuviera en el patio de atrás. Rodeó la casa y, al llegar al patio trasero, se topó de frente con todo el lago. Era un paisaje espectacular. El sol se reflejaba sobre la superficie del agua que, como lo demás, seguía espantosamente en calma, y lo obligaba a entrecerrar los ojos. Todo era muy plácido, muy tranquilo. Myron sintió que se le empezaban a relajar los músculos de los hombros.
De cara al lago y sentado en una silla de ruedas, había un hombre. Tenía un San Bernardo a los pies. El perro también estaba espantosamente inmóvil. Al acercarse allí, Myron vio que el hombre tallaba un trozo de madera.
– Hola -dijo Myron alzando la voz para que pudiera oírle.
El hombre apenas alzó la vista. Llevaba una camiseta roja de manga corta y una gorra de John Deere cuya visera le tapaba la cara, aunque dejaba entrever un rostro curtido por la edad. Tenía las piernas cubiertas con una manta, a pesar del calor que hacía. Sobre una mesa, al alcance de la mano, había un teléfono móvil.
– Hola -respondió el hombre, y continuó tallando el trozo de madera sin dejar entrever si la compañía le había sorprendido o molestado.
– Bonito día -dijo Myron haciendo todo un alarde de simpatía.
– Pues sí.
– ¿Es usted Jimmy Blaine?
– Pues sí.
Incluso sin la silla de ruedas costaba imaginarse a aquel hombre recorriendo las entrañas de una ciudad como Filadelfia durante dieciocho años. Aunque, claro, la verdad es que estando allí en medio de la naturaleza costaba bastante imaginarse las entrañas de Filadelfia.
El silencio era absoluto. No se oía nada aparte del tallado; ni pájaros, ni grillos ni nada.
– ¿Ha llovido mucho, este año? -preguntó Myron al cabo de un rato como si fuera un experto en cuestiones del campo.
– Un poco.
– ¿Ése es su perro?
– Sí. Se llama Fred.
– Hola, Fred -dijo Myron mientras rascaba al perro por detrás de las orejas.
El perro movió la cola sin mover ninguna otra parte de su cuerpo y luego se tiró un pedo bastante ruidoso.
– Tiene una casa preciosa -dijo Myron.
La situación le recordaba a Eb y al señor Haney de la serie Granjero último modelo. Myron casi esperaba que de pronto le apareciesen los típicos téjanos con tirantes de los granjeros estadounidenses.
– Ya -dijo el hombre sin dejar de tallar la madera.
– Mire, señor Blaine, me llamo…
– Myron Bolitar -dijo Blaine terminando la frase por él-. Ya sé quién es usted. Le estaba esperando.
No era de extrañar.
– ¿Le ha llamado Jake? -preguntó Myron.
Blaine asintió con la cabeza sin dejar de tallar y luego comentó:
– Me dijo que era usted muy tozudo y que no le hiciera caso.
– Sólo quiero hacerle algunas preguntas.
– Ya, pero yo no tengo nada que decirle.
– No he venido a acusarle de nada, señor Blaine.
– Ya me lo dijo Jake -dijo asintiendo de nuevo con la cabeza-. Me dijo que era usted un buen tipo. Sólo que le gustaba arreglar injusticias.
– ¿Y qué más le dijo?
– Que no sabe dejar de meterse en asuntos ajenos. Y que es usted un listillo, y un pesado de aquí te espero.
– Se olvidó de contarle que también soy muy buen bailarín.
Blaine dejó descansar la madera por primera vez desde que Myron había llegado y dijo:
– ¿Está intentando arreglar la injusticia que se cometió con Curtis Yeller?
– Estoy intentando descubrir quién lo mató -dijo Myron.
– Muy sencillo -dijo Blaine-. Fui yo.
– No, no creo.
Aquella respuesta hizo que Blaine se detuviera en seco durante un momento. Luego miró a Myron de arriba abajo y volvió a tallar.
– ¿Podría explicarme lo que ocurrió aquella noche? -preguntó Myron.
– El chico sacó una pistola y yo le disparé. Eso es todo.
– ¿A qué distancia estaba de él cuando le disparó?
– A unos diez metros, a lo mejor quince -dijo Blaine encogiéndose de hombros sin dejar de tallar la madera.
– ¿Cuántas veces le disparó?
– Dos.
– ¿Y cayó muerto?
– No. Dio la vuelta a la esquina y desapareció con el otro chico, un tal Swade, creo. Se esfumaron.
– ¿O sea que le disparó en las costillas y en la cara y todavía tuvo fuerzas para salir corriendo?
– Yo no he dicho que salieran corriendo. Estaban en una esquina. Desaparecieron al doblarla. En ese momento no lo sabía, pero los Yeller vivían justo allí. Debieron de colarse por una ventana.
– ¿Con una bala en el cráneo?
– Tal vez Swade le ayudara -dijo Blaine encogiéndose de hombros otra vez.
– Eso no fue lo que ocurrió -dijo Myron-. Usted no lo mató.
Blaine le echó una mirada y volvió a su madera.
– Ya me lo ha dicho antes -dijo Blaine-. ¿Podría explicarme qué quiere déeir con eso?
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