Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Justo cuando estaba cogiendo el ticket del encargado del parking, sonó el teléfono del coche.

– Jessica ya está escondida -dijo Win.

– Gracias.

– Nos vemos mañana en el partido.

Y colgó. Aquello había sido muy brusco. Incluso tratándose de Win.

Una vez dentro del hospital, Myron le preguntó al recepcionista dónde estaba el depósito de cadáveres. El recepcionista se quedó mirándolo como si estuviera loco y dijo:

– En el sótano, como es lógico.

– Ah, claro. Como en Quincy -contestó Myron refiriéndose a la serie de televisión.

Tomó el ascensor y bajó un piso. Allí abajo no había nadie. Encontró una puerta con un cartel donde se leía: «depósito de cadáveres» y, de nuevo gracias a sus grandes poderes de deducción, se percató de inmediato de que aquello debía ser el depósito de cadáveres. Myron el Médium. Se preparó mentalmente para lo que podría encontrar detrás de la puerta y llamó.

– Adelante -oyó decir a una voz de mujer de tono agradable.

Era una sala pequeña que olía a productos de limpieza. Toda la decoración era exclusivamente de metal. Había dos mesas una enfrente de otra, que ocupaban la mitad de la sala. Había estanterías de metal y sillas de metal, además de un montón de bandejas y papeleras de acero inoxidable sin rastro de sangre. Ni de órganos. Todo estaba limpio y reluciente. Myron había presenciado multitud de actos violentos, pero ver sangre todavía seguía provocándole mareos una vez pasado el peligro. No le gustaba la violencia, a pesar de lo que pudiera haberle comentado a Jessica anteriormente. Se le daba bien, era innegable, pero no le gustaba. Sí, la violencia era lo que más acercaba a los humanos a su yo primitivo, lo que más le acercaba a uno a su estado natural, al estado lockeano, por así decir. Y claro, la violencia era la prueba definitiva, una prueba tanto de fuerza física como de astucia animal. Pero aun así, seguía siendo aborrecible. La humanidad había evolucionado por alguna razón, al menos en teoría. De manera que, en definitiva, la violencia no era más que un chute de adrenalina. Aunque lo mismo podía decirse de tirarse de un avión sin paracaídas.

– Dígame -dijo la mujer de la voz agradable.

– Querría hablar con la doctora West -contestó Myron.

– Soy yo -Se levantó y le tendió la mano-. Usted debe de ser Myron Bolitar.

Amanda West esbozó una sonrisa amplia y clara que iluminó toda la sala. Tenía el pelo rubio, parecía una persona muy alegre y tenía una naricita muy mona ligeramente respingona, todo lo contrario de lo que Myron esperaba. No es que creyera en los estereotipos, pero parecía un tanto demasiado risueña, demasiado animada, para alguien que se dedicaba a ver cadáveres en descomposición todo el día. Intentó imaginarse aquella cara tan jovial haciéndole una incisión en forma de «Y» al cuerpo de un muerto. La sonrisa no encajaba.

– Quería información sobre Curtis Yeller, ¿verdad? -le preguntó.

– Sí -contestó Myron.

– Llevaba seis años esperando a que alguien me preguntara por él. Pase. En la parte de atrás hay más espacio -comentó la doctora West abriendo una puerta-. ¿Es usted aprensivo?

– Eh, no -dijo Myron haciéndose el duro.

Amanda West volvió a sonreír y dijo:

– La verdad es que no hay nada que ver. Lo que pasa es que hay gente a quien le da mieditis ver tantos cajones.

Myron entró en el depósito de cadáveres propiamente dicho y vio los cajones. Había una pared entera repleta de ellos. Iban del suelo hasta el techo. Cinco cajones de alto por ocho de largo. Cuarenta en total.

Myron se dio cuenta de que era un verdadero experto en las tablas de multiplicar. Allí cabían cuarenta cuerpos. Cuarenta cuerpos en estado de descomposición que habrían tenido su vida y su familia, que habrían amado y sido amados, que habrían sentido cariño, luchando por seguir adelante con sus sueños. ¿Myron aprensivo? ¿Sólo por ver unos cuantos cajones? Anda ya…

– Creo que se acuerda de Curtis Yeller -dijo Myron.

– Claro que sí. Fue mi caso más importante.

– Perdóneme la indiscreción, pero me parece usted demasiado joven para haber sido médico forense hace seis años. -No ha dicho usted ninguna indiscreción -dijo la doctora sin dejar de sonreír. Myron le devolvió la sonrisa-. En aquel entonces acababa de terminar mis estudios y trabajaba aquí dos noches por semana. El médico forense en jefe se encargó del cadáver de Alexander Cross. Los dos cuerpos nos llegaron casi al mismo tiempo. Yo fui quien hizo el examen preliminar de Curtis Yeller. No pude llegar a hacer nada ni remotamente parecido á una autopsia completa, aunque tampoco es que necesitara saber el motivo de su muerte.

– ¿Cómo murió?

– De una herida de bala. Le dispararon dos veces. Una en la zona inferior izquierda de la caja torácica -se detuvo un momento para señalar el punto en su propio cuerpo-, y otra en la cara.

– ¿Sabría decirme cuál de las dos heridas fue la definitiva?

– El disparo en las costillas no le hizo mucho daño -dijo la doctora. Myron decidió en ese momento que Amanda West era bastante mona. Inclinaba mucho la cabeza al hablar. Jessica también lo hacía-. Pero la bala que penetró en la cabeza de Yeller le destrozó la cara como si hubiera estado hecha de plastilina. No tenía nariz. Los dos pómulos no eran más que astillas. La tenía completamente deshecha. El disparo se efectuó a muy corta distancia. No pude hacerle todas las pruebas, pero diría que le dispararon con la pistola contra la cara o a pocos centímetros de ella.

Myron estuvo a punto de dar un paso atrás por la impresión y luego dijo:

– ¿Me está diciendo que un policía le disparó a la cara a quemarropa?

Uno de los grifos de las picas de acero inoxidable goteaba y el ruido del agua al caer resonaba por toda la sala.

– Sólo le estoy informando de los hechos -dijo Amanda West sin cambiar de expresión-. Es usted quien saca las conclusiones.

– ¿Quién más está al corriente del asunto?

– No estoy segura. Aquella noche esto parecía una jaula de grillos. Yo suelo estar sola, pero aquel día debía de haber una media docena de personas. Y ninguno de ellos trabajaba para el juez de instrucción.

– ¿Quiénes eran?

– Policías y agentes del gobierno.

– ¿Agentes del gobierno?

La doctora West asintió con la cabeza y dijo:

– Eso fue lo que me dijeron. Trabajaban para el senador Cross. Eran del servicio secreto o algo así. Lo confiscaron todo: muestras de tejido, las balas que extraje, todo. Me dijeron que era un asunto de seguridad nacional. Todo en conjunto fue una locura. La madre de Yeller incluso intentó entrar en la sala una vez y empezó a chillarme.

– ¿Qué le dijo?

– Insistía en que no debían hacerle autopsia. Quería que le devolvieran a su hijo de inmediato. Y al final lo consiguió. Por extraño que parezca, la policía accedió. No les interesaba que se investigara aquello muy a fondo, así que todo el mundo salió contento -Amanda West volvió a sonreír-. Es curioso, ¿no cree?

– ¿Que la madre no quisiera que le hiciesen la autopsia?

– Sí.

– Ya había oído casos de padres que se niegan a que se le haga la autopsia al hijo -dijo Myron encogiéndose de hombros.

– Claro, porque quieren conservar el cuerpo intacto y hacer un entierro decente. Pero a aquel niño no lo enterraron. Fue incinerado -dijo la doctora West esbozando otra son* risa, esta vez con más sacarina.

– Ya veo. De modo que las pruebas de una posible mala actuación policial ardieron con el cuerpo de Curtis Yeller.

– Exacto.

– Entonces ¿usted qué cree? ¿Que alguien la sobornó?

Amanda West hizo un gesto de rendición con las manos y dijo:

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