Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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Myron se quedó mirando fijamente a Aarón, que no pestañeó ni un segundo.

– No puedes ganar, Myron. Por fuerte que seas, no puedes hacer frente a este tipo de cosas. Los dos lo sabemos bien.

Se hizo el silencio. El Cadillac se detuvo enfrente del edificio de Myron.

– ¿Me puedes dar una respuesta ya? -preguntó Aaron.

Myron intentó no temblar al salir del coche y entró en el edificio sin mirar atrás.

21

Win estaba practicando con el saco de boxeo. Le propinaba tales patadas laterales que el saco, que pesaba treinta y seis kilos, se doblaba casi por la mitad. Le asestaba golpes a todas las alturas. Contra la rodilla, contra el abdomen, contra el cuello, contra la cara. Golpeaba con el talón encogiendo los dedos. Myron practicó varios katas o movimientos, concentrándose en la precisión de los ataques, imaginándose que tenía a alguien frente a él. A veces, ese alguien era Aaron.

Se encontraban en la nueva dirección del maestro Kwon, en el centro de la ciudad. El dojang estaba dividido en dos secciones. Una parecía un estudio de danza. El suelo era de parquet y había un montón de espejos. En la otra, el suelo estaba acolchado y había pesas, un punching, un saco ligero y una comba. Sobre una estantería había cuchillos y pistolas de goma para practicar técnicas de desarme. Cerca de la entrada colgaban la bandera de Estados Unidos y la de Corea. Al entrar y al salir, todos los alumnos hacían una reverencia ante las banderas. Las normas de la escuela estaban escritas en un póster. Myron se las sabía de memoria. Su favorita era la número diez: «Termina siempre lo que empiezas».

Hmm. ¿Era buen consejo o no? En aquel momento no lo tenía muy claro.

Había un total de catorce normas y, de vez en cuando, el maestro Kwon añadía una nueva. La número catorce la había añadido dos meses antes: «No comas en exceso». «Alumnos demasiado gordo -les había explicado el maestro-. Poner demasiado en boca.» Durante los veinte años que hacía que Win lo había ayudado a instalarse en Estados Unidos, el inglés de Kwon no había hecho más que empeorar. Myron sospechaba que todo formaba parte de una estrategia para dar la buena imagen de viejo sabio del Lejano Oriente. Se hacía el señor Miyagi de las películas de Karate Kid. Win se detuvo y dijo:

– Ponte tú ahora. A ti te hace más falta que a mí.

Myron empezó a asestar golpes al saco. Golpes fuertes. Empezó con varios puñetazos. La postura de combate del taekwondo es sencilla y práctica, no muy diferente de la de un boxeador. Todo el que probaba esa tontería de la posición de la grulla en la calle solía acabar cayendo de culo. Luego le propinó varios codazos y rodillazos. Los codos y las rodillas eran muy útiles, sobre todo para las distancias cortas. En las películas de artes marciales se veían un montón de patadas giratorias contra la cabeza o patadas voladoras contra el pecho y cosas por el estilo, pero en un combate de verdad todo era muchísimo más sencillo. Los golpes se dirigían a la entrepierna, a la rodilla, al cuello, a la nariz, a los ojos y, de vez en cuando, al plexo solar. Todo lo demás era una pérdida de tiempo. En un combate real le retuerces los huevos al adversario, le clavas los dedos en los ojos o le asestas un codazo en la garganta.

Win se acercó al espejo que cubría la pared entera.

– Repasemos lo que tenemos hasta el momento -dijo poniendo voz de señorita de parvulario. Empezó a practicar su swing de golf sin palo ni pelota frente al espejo, como solía hacer a menudo-. Primero, el muy honorable senador de Pensilvania te pide que dejes de investigar el caso. Segundo, uno de los principales mafiosos de Nueva York te pide que dejes de investigar el caso. Tercero, tu cliente, el señor Duane Richwood, que está hecho un mujeriego, te pide que dejes de investigar el caso. ¿Me he dejado a alguien?

– A Deanna Yeller -apuntó Myron-. Y a Helen Van Slyke. Y a Kenneth también, no te olvides de Kenneth. Y a Pavel Menansi -Myron se quedó pensativo un segundo y finalmente dijo-: y creo que ya está.

– Y a ese agente de policía -añadió Win-. El detective Dimonte.

– Ah, sí, es verdad. Ya me había olvidado de Rolly.

Win corrigió la posición de las manos sobre su palo de golf imaginario.

– Por consiguiente -prosiguió-, tu causa está reuniendo la aceptación y el apoyo de siempre, es decir, ninguno en absoluto.

Myron se encogió de hombros y arremetió contra el saco con una rápida sucesión de golpes.

– No puedes contentar a todo el mundo, así que por lo menos conténtate a ti mismo.

– ¿Estás citando esa canción de Ricky Nelson? -dijo Win poniendo cara de desaprobación.

– Es que hoy ha sido un día muy largo.

– Y que lo digas.

Myron le asestó una patada trasera al saco. Era un buen movimiento para realizar tras casi cualquier ataque del oponente.

– ¿Y por qué tienen todos tanto miedo de Valerie Simpson? Un senador de Estados Unidos me organiza una reunión clandestina, Frank Ache me envía a Aaron y Duane me amenaza con despedirme. ¿Por qué?

Win volvió a efectuar otro swing ante el espejo. Después de realizar el golpe imaginario se quedó mirando al horizonte, entrecerrando los ojos, como tratando de discernir la trayectoria de una pelota también imaginaria. Luego puso cara de insatisfacción. Todos los golfistas son iguales.

De repente se abrió la puerta del dojang y apareció la cabeza de Wanda. Saludó tímidamente con la mano.

– Hola -dijo Myron.

– Hola.

Myron sonrió y se alegró de verla porque Wanda era una de las pocas personas que quería que siguiera investigando. Llevaba un vestido de verano estampado casi de niña pequeña y sin mangas, que dejaba al descubierto sus brazos bien bronceados. No llevaba uno de esos típicos sombreros veraniegos, pero le habría quedado de perlas. Iba ligeramente maquillada y de los lóbulos de las orejas le colgaban pendientes dorados en forma de aro. Tenía aspecto joven, saludable y atractivo.

En una señal que había junto a la puerta se leía: «quítese los zapatos antes de entrar». Wanda hizo caso y se sacó sus zapatos de tacón bajo antes de pisar el dojang.

– Esperanza me ha dicho que podría encontraros aquí – dijo Wanda-. Siento mucho tener que volver a molestaros fuera del despacho.

– No es ninguna molestia -dijo Myron-. ¿Ya conoces a Win?

– Sí -dijo la chica volviéndose hacia él y dirigiéndole una sonrisa-. Me alegro de verte.

Win la saludó con un gesto casi imperceptible de cabeza, haciéndose el estoico, como si fuera el compañero indio de El Llanero Solitario.

– ¿Podemos hablar un momento? -dijo Wanda muy nerviosa, retorciéndose las manos.

A Win no hizo falta decirle nada. Se acercó a la puerta, saludó con una profunda reverencia a las banderas y se marchó. Estaban solos.

Wanda se acercó hacia él mirando a uno y otro lado como si visitara una casa pero no estuviera realmente interesada en comprarla.

– ¿Venís mucho por aquí? -preguntó.

– Aquí o a cualquier otro de los dojangs del maestro Kwon.

– Yo pensaba que se llamaban dojos.

Dojo es en japonés. En coreano se llaman dojangs.

Wanda asintió sin decir nada, como si aquella información tuviera algún significado importante en su vida. Siguió mirándolo todo un poco más y al final dijo:

– ¿Llevas mucho tiempo practicando?

– Sí.

– ¿Y Win?

– Aún más.

– No tiene cara de karateka. Salvo por la mirada.

Myron ya había oído decir eso. Esperó.

– Sólo quería saber si habías descubierto algo -dijo Wanda, y miró a la izquierda, derecha, arriba y abajo.

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