Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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– Veo que ha oído los rumores -dijo el señor Cross sonriendo.

– ¿Rumores?

– De que mandé matar a Errol Swade. De que la mafia me hizo un favor o tonterías de ese tipo.

– Señor Cross, no me negará usted que la forma en que acabaron ambos chicos le vino como anillo al dedo en cuestión de relaciones públicas. Así no quedaba nadie que pudiera dar otra versión sobre los hechos.

– Debo admitir que la muerte de Curtis Yeller no me dio ninguna pena, y si Errol Swade fue asesinado, dudo mucho que llegase a derramar lágrimas por él, pero yo no hago tratos con mafiosos. Quizá le parezca tonto, pero no sabría ni cómo ponerme en contacto con ellos. Lo que sí hice fue contratar a una agencia de detectives privados para que buscaran a Swade.

– ¿Encontraron algo?

– No. Creen que Swade está muerto. Y la policía igual. Era un delincuente, señor Bolitar. Y aunque no se hubiera producido aquel episodio, tampoco llevaba una vida que le hubiese permitido llegar a viejo.

Myron le hizo algunas preguntas más, pero vio que ya no iba a descubrir nada nuevo y, poco después, los dos se levantaron de la silla.

– ¿Me permite hablar un momento con Gregory Caufield antes de irme? -preguntó Myron.

– Preferiría que no lo hiciera.

– Si no tiene nada que ocultar…

– No quiero que sepa que le he contado todo esto. Se acuerda del secreto profesional, ¿no? De todas formas tampoco le hablaría con sinceridad.

– Pero lo haría si usted se lo pidiera.

– Gregory hace lo que le dice su padre -dijo el senador haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Se negará a hablar con usted.

Myron se encogió de hombros. El senador probablemente tuviera razón. Habría podido presionar a Gregory diciéndole que el senador se lo acababa de contar todo, pero el señor Cross había dispuesto las cosas de modo que Myron no pudiera hacerlo. Tendría que pensar en alguna manera de evadir los procedimientos usuales. Caufield era un testigo ocular; valía la pena hacerle unas cuantas preguntas.

Se dieron un apretón de manos mirándose fijamente a los ojos. ¿Sería el senador un vejete inofensivo, un padre apenado que sólo trataba de proteger el recuerdo de su hijo? ¿O habría calculado que aquélla era la mejor estrategia para deshacerse de Myron? ¿Era una persona reservada sobre su vida privada, una persona comprensiva o las dos cosas a la vez?

– Espero haber satisfecho su curiosidad -dijo el señor Cross ofreciéndole de nuevo aquella sonrisa descentrada.

Pero no lo había hecho. Ni por asomo. Sin embargo, Myron no se molestó en expresarlo.

20

Myron salió del edificio y fue paseando por Madison Avenue. El tráfico estaba atascado, cosa que no era en absoluto de extrañar en Manhattan. Los cinco carriles de Madison Avenue se convertían en uno solo al llegar a la Calle 54 porque los otros cuatro estaban cortados por una de esas obras tan tremendamente neoyorquinas de las que salía vapor. ¿Pero de dónde salía todo ese vapor?

Myron estaba a punto de cortar por la Calle 53 cuando sintió un golpe punzante en las costillas.

– Dame una excusa y te mato, cabrón.

Myron reconoció la voz antes de llegar a ver aquella nariz con esparadrapo y aquellos ojos negros. Era el Rejilla. Y acababa de encañonarle una pistola contra la caja torácica, ocultando el arma de posibles transeúntes curiosos con su propio cuerpo.

– Llevas la misma camiseta -dijo Myron-. Por el amor de Dios, ni siquiera te has cambiado.

El Rejilla le dio en las costillas con la pistola.

– Vas a desear no haber nacido nunca, cabrón. Sube al coche.

El coche, el Cadillac azul claro con arañazos en uno de los lados, se detuvo junto a ellos. Jim, el compañero del Rejilla, era el conductor, pero Myron apenas se fijó en él. Su mirada se centró de inmediato en la persona que iba en el asiento trasero, que le resultaba familiar y que le saludó con una sonrisa y un gesto de la mano.

– Ey, Myron. ¿Cómo va?

Era Aaron.

– Tráelo aquí, Lee -dijo luego.

Lee, alias el Rejilla, dio un empujón a Myron con la punta de la pistola.

– Venga, cabrón.

Myron se sentó en el asiento trasero con Aaron. Lee, el Rejilla, se sentó delante junto a Jim. Los asientos delanteros, por donde Win había vertido ketchup, estaban cubiertos con plástico.

Aaron iba vestido como de costumbre, es decir, con traje blanco nuclear y zapatos blancos que hacían juego. Sin calcetines. Sin camisa. Nunca llevaba camisa, prefería ir por ahí enseñando los pectorales que, además, le brillaban untados con algún aceite o grasa. Siempre parecía recién depilado y tenía la piel lisa como culito de bebé. Era un tipo grande, de unos dos metros diez de altura y unos ciento diez kilos de peso. Y su aspecto de levantador de pesas no era sólo fachada. Se movía con una velocidad y agilidad increíbles a pesar de su gran masa corporal. Llevaba el pelo echado hacia atrás y atado en cola larga.

Dirigió a Myron una sonrisa de presentador de concursos y la mantuvo congelada en los labios.

– Bonita sonrisa, Aaron -dijo Myron-. Con muchos dientes.

– Para mí la higiene bucal es una pasión.

– Pues deberías compartir esa pasión con Lee.

El Rejilla volvió la cabeza hacia él y preguntó:

– ¿Qué cono has dicho, cabrón?

– Déjanos, Lee -dijo Aaron.

Aquél fulminó a Myron con la mirada. Éste soltó un bostezo. Jim siguió conduciendo. Aaron se recostó contra el respaldo del asiento. No decía nada, sólo sonreía de oreja a oreja. Todo él brillaba a la luz del sol. Cuando hubieron recorrido dos manzanas en esas condiciones, Myron le señaló al pecho a Aaron:

– Oye, te olvidaste un pelo al hacerte la depilación eléctrica.

Pero, dicho sea en honor de Aaron, éste no se miró el pecho para comprobarlo.

– Myron, tenemos que hablar -dijo.

– ¿Sobre qué? -preguntó él.

– Sobre Valerie Simpson. Por una vez en la vida, creo que estamos en el mismo bando.

– ¿Ah, sí?

– Tú quieres atrapar al asesino de Valerie Simpson. Nosotros también.

– ¿En serio?

– Sí. El señor Ache está decidido a llevar al asesino ante la justicia.

– El bueno de Frank. Siempre tan buena persona.

Aaron soltó una carcajada.

– Sigues haciéndote el gracioso, ¿eh, Myron? Bueno, tengo que admitir que parece un poco extraño, pero nos gustaría ayudarte.

– ¿Cómo?

– Los dos sabemos que Roger Quincy mató a Valerie Simpson y el señor Ache está dispuesto a usar sus importantes influencias para ayudarte a localizarlo.

– ¿Y a cambio?

Aaron fingió sentirse ofendido. Se llevó una mano al pecho, una mano con las uñas muy bien recortadas, y dijo:

– Myron, tus palabras me hieren. De verdad. Nosotros sólo intentamos ofrecerte nuestra amistad y tú la rechazas con un insulto.

– Ya.

– Se trata de una de esas extrañas situaciones en las que todo el mundo gana -comentó Aaron-. Estamos dispuestos a ayudarte a atrapar al asesino.

– ¿Y vosotros qué ganáis?

– Nada de nada. -Aaron volvió a recostarse contra el asiento-. Si se encuentra al asesino, la policía pasará a ocuparse de otros asuntos, nosotros pasaremos a ocuparnos de otros asuntos y tú, Myron, también deberías pasar a ocuparte de otros asuntos.

– Ah.

– Mira, no hay motivo alguno para que nos enfrentemos -añadió Aaron. Cuando el sol le daba en el pecho desde el ángulo correcto, el reflejo lo dejaba ciego-. No es como en nuestros anteriores encontronazos. Los dos queremos lo mismo. Los dos queremos dejar atrás un episodio tan trágico. Para ti eso supondría encontrar al asesino y llevarlo ante un jurado. Para nosotros, supondrá cerrar la investigación lo antes posible.

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