Harlan Coben - Golpe de efecto

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Valerie Simpson, joven estrella del tenis norteamericano, quiere a Myron Bolitar como su agente. Va a reaparecer y está dispuesta a olvidar su pasado. Bolitar ya se ha hecho un nombre en el tenis profesional representando a Duane Richwood, futuro número 1 del circuito masculino y que está a punto de granar el USA Open. Pero alguien no está dispuesto a ver resugir a Valerie Simpson. ¿Por qué matarla ahora, durante el USA Open? No hay más pistas que su última llamada telefónica. A Duane Richwood. Bolitar desconocía que ambos fueran amigos y comenzará a buscar el punto exacto en el que se conocieron. ¿Quién es realmente Richwood? ¿Por qué miente? Pero la Policía cierra el caso deteniendo a un falso culpable. Hace seis años el novio de Valerie, el hijo de un conocido senador, fue también asesinado por un delincuente callejero. Y ahora el senador quiere que Bolitar deje de investigar. La verdad es a veces mortal. Venganzas, odios y duelos protagonizan la segunda novela del fascinante y complejo Myron Bolitar.

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– Sí.

– ¿Y la policía qué? Según he oído en las noticias, tienen un sospechoso.

– Yo no me fío de las autoridades.

– ¿Ah, no?

– Es una de las razones por las que quiero ayudar.

– Yo no diría eso -dijo la doctora mirándolo fijamente con sus grandes ojos claros.

– ¿Ah, no?

– Parece más bien que padezca usted el complejo del salvador, el tipo de hombre a quien le gusta hacerse el héroe en todo momento, que se ve a sí mismo como un caballero de reluciente armadura. ¿Qué opina usted?

– Que mejor dejamos el análisis para otro día.

La doctora se limitó a encogerse de hombros.

– Sólo le estaba dando mi opinión, no le voy a cobrar más por eso.

– Perfecto. -Un momento, ¿había dicho «más»?, «¿no le voy a cobrar más?»-. No estoy muy seguro de que la policía ande detrás del verdadero culpable.

– ¿Por qué no?

– Pues esperaba que usted pudiera ayudarme a saberlo. Valerie debió de contarle el acoso de Roger Quincy. ¿Lo consideraba una persona peligrosa?

– Por última vez, no voy a confirmarle ni a negarle que…

– No le pido que lo haga. Le estoy preguntando por Roger Quincy. No lo ha tenido como paciente, ¿verdad?

– Y además no lo conozco.

– Pues entonces ¿qué le parece si me da una de sus opiniones rápidas? Igual que ha hecho conmigo.

– Lo siento -dijo la doctora negando con la cabeza.

– ¿No hay ninguna manera de conseguir que me diga algo?

– ¿Sobre una paciente en potencia? No.

– Supongamos que tuviera el consentimiento de los padres.

– No lo habrá.

Myron esperó y observó. Ella lo hacía mejor que él. Su rostro no dejaba traslucir nada, pero no podía retirar lo dicho.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó.

La doctora no respondió y dirigió la mirada al suelo. Myron se preguntó si habría cometido aquel desliz a propósito.

– La han llamado, ¿no? -dijo Myron.

– No tengo por qué contarle lo que haya hablado o no con…

– La llamó la familia -interrumpió Myron- y le pidieron que no dijera nada.

– No voy a confirmar ni…

– El cadáver todavía está caliente y ya le están echando tierra al asunto -prosiguió Myron-. ¿Acaso le parece lícito?

– No sé de qué me está hablando -dijo la doctora Abramson tras aclararse la garganta-, pero le diré una cosa: en situaciones como la que acaba de pintar, el hecho de que los padres quieran proteger el recuerdo de su hija no me parece injustificado.

– ¿Proteger su recuerdo -dijo Myron poniéndose en pie y adoptando el tono de un abogado en proceso de recapitulación- o proteger al asesino? -Era un actor consumado.

– Ahora sí que está diciendo una estupidez -dijo la doctora-. No me diga que sospecha de la familia de la chica.

Myron volvió a sentarse y ladeó la cabeza como queriendo decir: «Todo es posible».

– La hija de Helen Van Slyke es asesinada y, al cabo de pocas horas, su apenada madre la llama a usted para asegurarse de que no abra la boca. ¿No le parece siquiera ligeramente sospechoso?

– No puedo confirmarle ni negarle que haya oído el nombre de Helen Van Slyke.

– Ya. O sea que cree que lo mejor es que todo esto se olvide. Que quede enterrado. Que la fachada se anteponga a la realidad. No sé por qué, pero creo que en el fondo a usted no le gusta nada tener que hacer este papel.

Ella no dijo nada.

– Su paciente está muerta -prosiguió Myron-. ¿No cree que se debe usted a ella y no a su madre?

Durante un instante, la doctora Abramson cerró los puños con fuerza y luego volvió a abrirlos. Inspiró profundamente, aguantó el aire en los pulmones y fue soltándolo poco a poco.

– Imaginémonos, únicamente imaginémonos, que yo fui la psiquiatra que se ocupó de esa chica. ¿No sería mi obligación no revelar lo que me confesó bajo la más estricta confidencialidad? Si la paciente no quiso revelar nada cuando estaba viva, ¿acaso no debería yo mantener el secreto después de su muerte?

Myron la miró fijamente a los ojos y ella le aguantó la mirada sin pestañear.

– Un discurso precioso -dijo Myron-, pero quizá Valerie quisiera revelar alguna cosa y alguien la asesinara negándole ese derecho.

La doctora parpadeó varias veces y finalmente dijo:

– Creo que ya es hora de que se marche.

Pulsó un botón del interfono y el recepcionista apareció por la puerta. Se cruzó de brazos e intentó poner cara intimidante, aunque apenas lo consiguió.

Myron se puso en pie. Había plantado una semilla de duda y debía darle tiempo de que germinara.

– ¿Lo pensará, por lo menos? -preguntó.

– Adiós, Myron.

El recepcionista se hizo a un lado para dejarlo pasar.

19

De los tres testigos del asesinato de Alexander Cross, todos ellos compañeros de universidad del fallecido, sólo uno vivía en el distrito de Nueva York. Gregory Caufield hijo era ahora un joven socio del bufete de abogados de su papaíto, Stillen, Caufield & Weston, bufete de perfil alto y mucha influencia con delegaciones en varios estados y algunos países extranjeros.

Myron marcó el número, preguntó por Gregory Caufield hijo y le pidieron que esperara. Momentos más tarde, una voz femenina dijo:

– Le paso directamente con el señor Caufield.

Se oyó un «clic». Después tono de llamada. Y luego una voz muy entusiasta:

– ¡Hola, muy buenas!

«¿Hola, buenas?», pensó Myron.

– ¿Es usted Gregory Caufield?

– El mismo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me llamo Myron Bolitar.

– Aja.

– Y me gustaría concertar una entrevista con usted.

– Ningún problema. ¿Cuándo le va bien?

– Cuanto antes mejor.

– ¿Qué le parece dentro de media hora? ¿Le va bien?

– Perfecto, gracias.

– Genial, Myron. Pues aquí le espero.

Clic. ¿Había dicho «genial»?

Quince minutos después, Myron ya estaba camino del bufete. Fue por Park Avenue y pasó delante de los peldaños de la mezquita donde Win y Myron solían almorzar en verano. Era un buen lugar donde sentarse y hablar de las mujeres que pasaban. Sin la menor duda, en Nueva York viven las mujeres más hermosas del mundo. Llevan traje, zapatillas deportivas y gafas de sol. Caminan con una determinación implacable, sin tiempo que perder. Y sorprendentemente, ninguna de ellas le dirigía la mirada. Tal vez intentaban ser discretas. Pero probablemente lo repasaran de arriba abajo con lujuria apenas contenida detrás de las gafas de sol.

Myron dobló la esquina en dirección oeste y llegó a Madison Avenue. Pasó por delante de un par de tiendas de electrónica en donde colgaba el mismo cartel desde hacía un año por lo menos: «liquidación por cierre».

El cartel era siempre el mismo, con fondo blanco y letras negras. También había un ciego sosteniendo una taza, aunque ya ni siquiera regalaba lápices y su perro lazarillo parecía estar muerto. Había dos policías riéndose en una esquina. Estaban comiendo cruasanes, no donuts. Otro cliché que se iba al traste.

Junto al ascensor del recibidor había un guardia.

– ¿Sí?

– Soy Myron Bolitar, vengo a ver a Gregory Caufield.

– Ah, sí, señor Bolitar. Planta veintidós.

El tipo ni siquiera hizo una llamada y no miró ninguna lista. Hmm.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, lo recibió una mujer de rasgos agradables.

– Buenas tardes, señor Bolitar. ¿Me acompaña, por favor?

Fueron por un pasillo con moqueta rosa de oficina, paredes blancas y pósteres enmarcados de Thomas McKnight. No se oía teclear de máquinas de escribir, pero Myron oyó el zumbido de una impresora láser, a alguien marcando números en un teléfono manos libres y un aparato de fax enviando algún documento con su típico chirrido. Al doblar el pasillo, se les acercó otra mujer, de rasgos igualmente agradables. Allí abundaban las sonrisas de plástico.

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