– Lo cogeré en el sótano -dijo.
Su madre respondió con un gruñido. Un gruñido de verdad, sin bromas. Igual que Esperanza, la madre de Myron era muy rencorosa. Y sobre todo cuando se trataba de su hijito.
Myron cerró la puerta, cogió el auricular y oyó a su madre colgar el teléfono de arriba.
– ¿Jess?
– ¿Es aquí Sementales S.A.?
Como siempre, oír su voz le hizo levitar.
– Pues claro que es aquí. ¿En qué podemos ayudarla, señorita?
– Estoy buscando un auténtico semental.
– Ha llamado al lugar adecuado. ¿Alguna preferencia?
– Pues… que esté bien dotado, pero bueno, contigo me conformo.
– Perfecto.
Al otro lado de la línea se oía mucho ruido.
– ¿Por qué has tardado tanto en coger el teléfono? -preguntó Jessica.
– Es que estaba fuera, jugando con Timmy y sus amigos.
– ¿Te he interrumpido?
– No. Acabábamos de terminar el partido.
– Tu madre me ha parecido un pelín fría al teléfono.
– Es que ella es así.
– Antes le caía bien.
– Y aún le sigues cayendo bien.
– ¿Y a Esperanza?
– A Esperanza nunca le has caído bien.
– Ah, sí, es verdad.
– ¿Aún estás en la habitación Z07 del hotel Grand Bretagne?
Pausa.
– Oye, ¿me estabas espiando?
– No.
– ¿Y entonces cómo sabes…?
– Es una historia un poco larga. Ya te la contaré cuando vuelvas. ¿Dónde estás?
– En el aeropuerto JFK. Acabamos de aterrizar.
A Myron le dio un leve vuelco el corazón.
– ¿Ya estás aquí?
– Sí, estaré en casa tan pronto como encuentre mi equipaje -Jessica dudó un segundo-. ¿Te gustaría ir a verme?
– Voy para allá.
– Ponte algo que pueda quitarte de un tirón sin rompértelo. Te estaré esperando en la bañera con toda clase de aceites traídos del otro lado del océano.
– ¡Pero mira que eres descarada!
Jessica volvió a dudar y luego dijo:
– Te quiero, ¿sabes? A veces hago cosas raras, pero te quiero.
– No te preocupes por eso. Háblame de los aceites.
Jessica rió y dijo:
– Vamos, date prisa.
Myron volvió a colgar el auricular. Se desvistió y se duchó a la velocidad del rayo. De momento una ducha fría. No paraba de silbar Tonight de West Side Story. Se secó y después inspeccionó el armario. Tenía que encontrar algo fácil de sacar a tirones. Y ahí estaba. Una camisa con cierres en lugar de botones. Se puso un poco de colonia. Myron casi nunca se ponía colonia, pero a Jessica le gustaba. Mientras subía las escaleras a saltos, oyó el timbre.
– Ya voy yo -comentó en voz alta para que lo oyera su madre.
Al abrir la puerta se encontró con dos agentes de policía.
– ¿Es usted Myron Bolitar? -dijo el más alto de los dos.
– Sí.
– El detective Roland Dimonte nos ha enviado a buscarlo. Le agradeceríamos que nos acompañara.
– ¿Adónde?
– A la sección de homicidios de Queens.
– ¿Para qué?
– Hemos atrapado a Roger Quincy. Es sospechoso del asesinato de Valerie Simpson.
– ¿Y?
– Señor Bolitar, ¿conoce usted a Roger Quincy? -dijo el policía bajito.
– No.
– ¿No ha hablado nunca con él?
– No que yo sepa -«no que yo sepa» era lo que decían los abogados cuando querían decir no.
Los policías intercambiaron miradas.
– Será mejor que nos acompañe -dijo el más alto.
– ¿Por qué?
– Porque Roger Quincy se niega a declarar a no ser que hable con usted primero.
Myron llamó a casa de Jessica y dejó un mensaje diciendo que iba a llegar tarde. Cuando llegaron a la comisaría, Dimonte recibió a Myron en la entrada. Estaba mascando chicle o tal vez tabaco. Y sonreía muchísimo. Aquel día llevaba un par de botas diferentes. Seguían siendo de piel de serpiente y horrendas, pero éstas eran amarillo chillón con ribetes azules.
– Me alegro de que haya podido venir -dijo Dimonte.
– ¿Has atracado al jefe de la claque, Rolly? -preguntó Myron señalándole las botas.
Dimonte soltó una carcajada. No era buena señal.
– Vamos, listillo -dijo casi con amabilidad.
Myron lo siguió por un pasillo y fueron pasando entre grupos de policías de aspecto aburrido. Casi todos tenían una taza de café en la mano, apoyaban la espalda contra la pared o la máquina de refrescos y le contaban un caso patético a otro que no dejaba de asentir.
– No hay periodistas -comentó Myron.
– Todavía no se les ha informado del arresto de Quincy -dijo Dimonte-, pero la noticia no tardará en filtrarse.
– Vas a filtrarla tú, ¿no?
– La gente tiene derecho a estar informada -dijo el detective encogiéndose de hombros y con cara de felicidad.
– Sin duda.
– ¿Y qué hay de usted, señor Bolitar? ¿Quiere salir limpio?
– ¿Salir limpio de qué?
– Como usted quiera -dijo Dimonte encogiéndose de hombros como si fuera la despreocupación en persona.
– No he hablado nunca con él, Rolly.
– Claro, y él mencionó su nombre porque lo encontró en las páginas amarillas ¿no?
Myron no contestó. No tenía sentido ponerse a discutir en ese momento.
Dimonte abrió la puerta de una pequeña sala de interrogatorios, donde había dos policías. Llevaban la corbata tan suelta que casi podían usarla de cinturón. Y también un buen rato interrogando a Roger Quincy, que no parecía estar demasiado inquieto. En la mayoría de películas o programas de televisión, se ve a los prisioneros de la cárcel vestidos con monos a rayas o grises, pero en realidad van vestidos de un color naranja fluorescente muy chillón. Para verlos mejor en la oscuridad en caso de que se escapen.
A Roger Quincy se le iluminó la cara al verlo a él. Era más joven de lo que Myron se había imaginado, tendría unos treinta y tantos años, aunque podría haber pasado por veinteañero. Era delgado y tenía la cara delicada, un tanto femenina. De dedos gráciles y alargados. Parecía un bailarín de ballet.
Desde la silla en que estaba sentado, Roger Quincy lo saludó con la mano y dijo:
– Gracias por venir, Myron.
Myron dirigió la mirada a Dimonte y éste se la devolvió con una sonrisa.
– Con que no había hablado nunca con él, ¿eh? -Hizo una señal con la cabeza a los otros dos y les dijo-: Vamos chicos. Dejemos a solas a los viejos amigos.
Los policías se rieron por lo bajo y se marcharon. Myron se sentó en la silla que había frente a Roger Quincy al otro lado de la mesa.
– ¿Nos conocemos de algo? -preguntó.
– No, no creo -dijo Quincy ofreciéndole la mano derecha-. Soy Roger Quincy.
La mano de Quincy parecía un pajarito, así que Myron le dio un rápido apretón.
– ¿Cómo sabes mi nombre?
– Ah, es que soy un gran aficionado a los deportes -contestó Quincy-. Ya sé que no lo parece, pero llevo años siéndolo. Ya no sigo el baloncesto con tanta pasión como antes. Ahora prefiero el tenis. ¿Sabes jugar?
– Apenas.
– Yo no es que sea muy bueno, pero me defiendo -y la cara se le volvió a iluminar-. Si te paras a pensarlo, el tenis es un deporte magnífico. De hecho es una danza acrobática competitiva. Te lanzan una pequeña pelota a una velocidad sorprendente y tienes que moverte, colocar bien los pies y devolver la pelota con la ayuda de la raqueta. Tienes que calcularlo todo en cuestión de segundos: la rapidez de la pelota que se te acerca, el punto donde rebotará, la rotación que lleva, el ángulo del rebote, la distancia existente entre tu mano y el centro de la red de la raqueta, el tipo dé golpe que efectuarás y el punto hacia donde la devolverás. Es sorprendente cuando te paras a pensarlo.
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