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Harlan Coben: Motivo de ruptura

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Harlan Coben Motivo de ruptura

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El agente deportivo Myron Bolitar está a punto de llegar a lo más alto. Lo mismo pude decirse de Christian Steele, un quarterback recién llegado a la liga profesional y su cliente más importante. Sin embargo, la llamada de una ex novia de Chistian, una chica a quien todo el mundo cree muerta, incluso la policía, pone en peligro la firma de un contrato. Myron, de pronto, se ve envuelto en una intriga relacionada con sexo y chantajes, y mientras trata de descubrir la verdad sobre una tragedia familiar, una mujer y las mentiras de un hombre se enfrenta al lado oscuro de su profesión.

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– ¿Pero tú te has mirado bien esta revista?

– No.

– La mitad de las páginas son anuncios de líneas eróticas. Esto debe ser un gran negocio.

– Sexo seguro -repuso Myron-. El más seguro de todos.

Se oyó a alguien llamar a la puerta.

– Adelante -dijo Win en voz alta.

Esperanza abrió la puerta y le anunció a Myron:

– Una llamada para ti. Es Otto Burke.

– Dile que voy ahora mismo.

La secretaria asintió en silencio y desapareció.

– Dispongo de tiempo libre -dijo Win-. Intentaré descubrir quién puso el anuncio. También nos va a hacer falta una muestra de la letra de Kathy Culver para poder compararla.

– Veré lo que puedo hacer.

Win volvió a juntar las yemas de los dedos, dándose leves golpecitos, y dijo:

– Supongo que, como habrás intuido, puede que esta fotografía no quiera decir nada. Lo más seguro es que todo esto tenga una explicación muy simple.

– Quizás -asintió Myron levantándose de la silla.

No había cesado de repetirse lo mismo durante las dos últimas horas, pero ya no se lo creía.

– ¿Myron?

– ¿Qué?

– ¿No pensarás que ha sido una coincidencia, no? Me refiero al hecho de que Jessica estuviera abajo, en el bar.

– No, supongo que no -contestó.

Win asintió.

– Ve con cuidado -dijo-. Quien avisa no es traidor.

Capítulo 4

Maldito sea.

Jessica Culver estaba sentada en la cocina de la casa de su familia, en el mismo lugar donde se había sentado miles de veces durante su infancia.

Debería habérselo imaginado. Debería haberlo meditado a fondo, haber venido preparada para cualquier eventualidad. Y ¿qué había hecho en lugar de eso? Se había puesto nerviosa. Había dudado. Había ido a tomar una copa en el bar que estaba justo debajo de su despacho.

Tonta, tonta, tonta.

Y no sólo eso, sino que, además, él la había sorprendido y ella se había puesto histérica.

¿Pero por qué?

Debería haberle contado la verdad. Debería haberle dicho en tono neutro e indiferente la verdadera razón por la que estaba allí. Pero no lo había hecho. Estaba distraída y, de repente, había aparecido él, tan guapo y a la vez tan herido y…

«Jessie, por Dios, eres una imbécil…»

Hizo un gesto afirmativo para sus adentros. Pues sí. Imbécil de verdad. Y autodestructiva. Y un montón de adjetivos igualmente peyorativos que ahora mismo no se le ocurrían. Su editor y su agente no lo veían así, claro. A ellos les encantaban sus «flaquezas» (aunque así era como las llamaban ellos, ella las consideraba «imbecilidades»), e incluso la animaban a seguir con ellas. Eran lo que hacía que Jessica Culver fuera una escritora tan excepcional. Eran lo que le daba al estilo de Jessica Culver aquel «tono» tan particular (lo que, de nuevo, era la forma que tenían ellos de llamarlo).

Y tal vez fuera así. Jessie no estaba segura. Aunque una cosa estaba clara: aquellas imbecilidades flaqueantes le habían arruinado la vida.

«¡Oh, compadeceos del artista atormentado, pues el sufrimiento le hace sangrar el corazón!»

Descartó aquel tono socarrón haciendo un gesto negativo con la cabeza. Aquel día estaba especialmente introspectiva, aunque era comprensible. Había visto a Myron y eso la había llevado a plantearse muchos «¿qué habría pasado si…?», toda una avalancha de «¿qué habría pasado si…?»; de hecho, totalmente inservibles y vistos desde todos los ángulos y perspectivas posibles.

«Y si…», volvió a cavilar otra vez.

En consonancia con su típica forma de actuar, sólo había considerado «¿qué habría pasado si…?» en referencia a ella misma, excluyendo a Myron. Y ahora se preguntaba cómo habría sido para él, cómo habría sido realmente su vida desde que el mundo se desmoronó bajo sus pies, y no todo a la vez, sino a pequeños fragmentos que iban descomponiéndose. Cuatro años. No lo había visto desde hacía cuatro años. Había metido a Myron en algún armario de lo más recóndito de su mente y había echado el cerrojo. Había pensado (¿quizás esperado?) que así se acabaría todo, que la puerta del armario podría aguantar cierta presión sin abrirse. Pero al verlo hoy, al contemplar aquel rostro amable y bien parecido, aquella espalda tan ancha, al ver aquella mirada inocente en sus ojos, la puerta había saltado por los aires como en una explosión de gas.

Jessica se había visto superada por sus sentimientos. Le habían entrado tantas ganas de volver a estar con él que había tenido que salir corriendo de allí.

«Lo cual tiene mucho sentido -pensó- cuando se es una imbécil sin remedio.»

Jessica miró un momento por la ventana. Estaba esperando a que llegara Paul. Paul Duncan, teniente de policía del condado de Bergen -o tío Paul para ella, desde niña-, a quien le quedaban dos años para retirarse del servicio. Había sido el mejor amigo de su padre y el albacea del testamento de Adam Culver. Los dos habían trabajado para las fuerzas de la ley durante más de veinticinco años, Paul como policía y Adam como médico forense del condado.

Paul debía de ultimar los detalles del funeral de su padre. Adam Culver no quería que lo enterraran. No quería ni oír hablar de ello. Sin embargo, Jessica quería hablar con Paul de otro asunto. A solas. No le gustaba nada todo lo que estaba pasando.

– Hola, cariño.

Jessica se volvió hacia la voz y dijo:

– Hola, mamá.

Su madre apareció por el sótano, llevaba el delantal puesto y jugueteaba con la gran cruz de madera que lucía siempre al cuello.

– He guardado su silla -le explicó en un tono forzadamente natural-. Aquí no hace más que estorbar.

En aquel momento, Jessica se dio cuenta de que la silla de su padre, a la que se refería la madre, ya no estaba junto a la mesa de la cocina. Aquella silla tan sencilla de cuatro patas y sin cojín en la que se había sentado su padre desde que Jessica era capaz de recordar, la que estaba más cerca de la nevera, tan cerca que su padre podía darse la vuelta, abrirla y coger la leche del estante de arriba sin tener que levantarse, ya no estaba. La habían guardado en algún rincón lleno de telarañas del sótano.

Pero no así la de Kathy.

La mirada de Jessica se posó en la silla de su derecha. La de Kathy. Seguía allí. Su madre no la había tocado. Su padre, bueno, estaba muerto. Pero Kathy… ¿quién lo sabía? En teoría, Kathy podía entrar en aquel instante por la puerta de atrás, abrirla de un golpe como hacía siempre, esbozar una cálida sonrisa y cenar con ellas. Los difuntos, en cambio, estaban muertos. Cuando se vive con un médico forense se llega a comprender lo inservibles que son los muertos. Muertos y enterrados. Y el alma, bueno, eso ya era otro asunto. La madre de Jessie era una católica convencida, iba a misa todas las mañanas y, en las crisis, su tenacidad religiosa le compensaba el esfuerzo, como si alguien que acudiera a menudo al gimnasio descubriera una utilidad para sus nuevos músculos. Era capaz de creer a pie juntillas en otra vida divina y llena de dicha. Qué gran consuelo. A Jessica le gustaría poder hacer lo mismo, pero con el paso de los años su fervor religioso se había quedado fofo por falta de ejercicio.

A excepción, lógicamente, de que Kathy siguiera con vida. Y de ahí la silla. Era como el faro que su madre mantenía encendido para guiar a los suyos de vuelta a casa.

Jessica se despertaba muchas mañanas irguiéndose de repente en la cama y pensando o, mejor dicho, inventando nuevas teorías sobre su hermana pequeña. ¿Estaría Kathy en el fondo de un pozo? ¿O enterrada bajo los matorrales de algún bosque? ¿Sería un esqueleto roído por los animales y repleto de gusanos? ¿Estaría el cadáver de Kathy sumergido en los cimientos de hormigón de algún edificio? ¿O en el cauce de algún río como el hombrecito de la escafandra del acuario del salón? ¿Habría muerto sin dolor? ¿La habrían torturado? ¿La habrían descuartizado, la habrían quemado, sumergido en ácido…?

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