– Pues, basándome en experiencias anteriores, discrepo.
– Mal momento has escogido para tirarme los tejos -contestó Jessica.
– Trataba de distender un poco el ambiente -dijo Myron encogiéndose de hombros.
Jessica estuvo a punto de sonreír.
– Echemos un vistazo -propuso Myron.
No tardaron en percatarse de que no había mucho donde buscar. En la sala de estar no había cajones ni armarios. Todo estaba a la vista: el material electrónico, las esposas y el rifle. La cocina no contenía ningún secreto y lo mismo sucedía con el baño. Sólo quedaba el dormitorio.
Era pequeño, del mismo tamaño que el cuarto para invitados de un apartamento en la costa. La doble cama ocupaba prácticamente toda la habitación. Había unas lamparillas de noche sujetas a la pared a ambos lados de la cama, ya que no había espacio para mesitas de noche. Tampoco había tocador. La cama estaba hecha con sábanas de franela. Pero entonces miraron dentro del armario y…
Bingo.
Pantalones negros, camiseta negra, suéter negro… Y lo peor de todo: un pasamontañas negro.
– ¿Un pasamontañas en pleno mes de junio? -dijo Myron.
– Quizá lo necesitaba para raptar a Horton -aventuró Jessica sin parecer muy convencida.
Myron se echó al suelo y miró debajo de la cama. Vio una bolsa de plástico. Estiró el brazo, la cogió y la arrastró hacia él por el suelo recubierto de polvo. La bolsa era de color rojo y tenía las iniciales MFCB grabadas en la parte delantera.
– Médico Forense del Condado de Bergen -le explicó Jessica.
Parecía una de esas bolsas antiguas de la cadena Lord and Taylor's, de las que se cerraban por arriba con un broche. Myron la abrió y la bolsa emitió un leve chasquido. Sacó de su interior unos anodinos pantalones de chándal grises con cordón. Siguió rebuscando y extrajo un jersey amarillo que tenía una «T» cosida de color rojo. Las dos prendas estaban recubiertas de mugre pegada al tejido.
– ¿Las reconoces? -preguntó Myron.
– Sólo el suéter amarillo -respondió Jessica-. Es el viejo suéter de mi padre de cuando iba al Instituto Tarlow.
– Qué raro que lo escondiera debajo de esta cama.
De repente, a Jessica se le iluminó la cara.
– ¡El mensaje de Nancy! Dios mío, me dijo que mi padre le había contado muchas cosas sobre el suéter amarillo de Kathy.
– Uf, un momento, no corras tanto. ¿Qué fue lo que te dijo Nancy?
– Lo que me dijo textualmente fue: «Me contó lo del suéter amarillo que le regaló a Kathy. Qué historia tan bonita». Eso fue exactamente lo que me dijo. Mi padre nunca se puso ese suéter, sino Kathy. Como pijama o camisa de estar por casa.
– ¿Se lo dio tu padre?
– Sí.
– ¿Y cómo lo recuperó?
– No lo sé. Supongo que estaría entre sus cosas en la universidad.
– Lo que no explica por qué se lo contó a Nancy Serat. Ni por qué estaba escondido debajo de la cama.
Myron y Jessica se quedaron callados sin decir nada.
– Aquí hay algo que se nos escapa -dijo Jessica.
– Tal vez tu padre viera algo en esta ropa sucia que nosotros aún no sabemos ver.
– ¿Qué quieres decir?
– No sé -admitió Myron-, pero está claro que esta ropa tenía algún tipo de significado para él. Tal vez la encontró en algún lugar poco común. O quizá la encontró la policía.
– Pero Kathy iba vestida de azul la noche en que desapareció, de eso no hay duda.
Myron recordó el testimonio de las compañeras de su residencia de estudiantes y la foto, pero al fin y al cabo…
– Hay una manera de comprobarlo.
– ¿Cómo?
Myron salió corriendo hacia el coche. La oscuridad había terminado por imponerse en aquel largo día de verano. Encendió el teléfono esperando que hubiera cobertura. Se iluminaron tres de las barritas de la señal, lo que indicaba que había suficiente cobertura para que el teléfono pudiera funcionar. Probó a llamar al despacho del decano, pero después de oír el tono de llamada veinte veces, no respondió nadie. Entonces probó con la casa del decano y le respondieron al tercer tono.
– ¿Diga? -dijo el señor Gordon.
– ¿Qué llevaba puesto Kathy cuando fue a verle a su casa? -preguntó Myron sin molestarse en decir quién era, y yendo directamente al grano.
– ¿Que qué llevaba? Pues una blusa y una falda.
– ¿De qué color?
– Azul. Creo que la blusa estaba un poco deshilachada.
Myron colgó el auricular.
– Volvemos a la casilla número uno -dijo Jessica.
«Tal vez», pensó Myron, pero justo entonces le pasó una imagen por la cabeza tan rápidamente como un destello. No pudo asirla ni siquiera adivinar de qué se trataba con exactitud, pero supo que estaba alojada en su mente y que tarde o temprano volvería a recordarla.
– Vámonos -dijo Jessica en voz baja y cogiéndole la mano. A Myron le bastó la luz del interior del coche para distinguir la mirada de sus ojos. Unos ojos preciosos, tan claros que casi parecían amarillos-. Quiero irme de aquí.
Myron cerró la puerta del coche sintiéndose repentinamente disgustado. La luz del vehículo se apagó y los sumió en la oscuridad. Myron dejó de ver el rostro de Jessica.
– ¿Adonde quieres ir?
– A algún lugar donde podamos estar solos -oyó decir a Jessica en la oscuridad.
Encontraron un Hilton de muchas plantas en Mahwah.
Myron pidió la mejor habitación que hubiera disponible. Jessica estaba junto a él. La mirada del conserje del hotel pasó de Myron a Jessica, a quien miró de arriba abajo, y de nuevo a Myron, pero ahora con envidia. En la recepción estaba a punto de empezar algún acto formal. Había hombres vestidos de frac y mujeres con traje de noche. Los hombres miraban a Jessica con los ojos muy abiertos a pesar de que iba vestida con téjanos y una blusa roja.
Myron estaba acostumbrado. Cuando salían juntos había llegado a gozar de un placer casi perverso al ver cómo los hombres se quedaban mirándola, con la típica clase de sorna machista de «La puedes mirar pero no tocar». Sin embargo, más tarde empezó a ver más allá de sus miradas y la típica inseguridad masculina comenzó a horadar su pensamiento racional.
Jessica tenía mucha experiencia en aquel asunto. Sabía cómo ignorar las miradas sin parecer fría, molesta ni interesada.
Su habitación estaba en la sexta planta. En cuanto traspasaron el umbral de la puerta empezaron a besarse. Jessica le pasó la lengua por el contorno de los labios y luego se la introdujo suavemente haciéndole estremecer todo el cuerpo sin poder hacer nada para evitarlo. Myron comenzó a desabrocharle la blusa y se le secó la garganta. Incluso soltó un grito ahogado al volver a ver su cuerpo desnudo. La falta de aire se le hizo embriagadora. Ahuecó la mano bajo uno de sus cálidos pechos y sintió su delicioso peso. Jessica gimió débilmente mientras sus bocas se unían en un beso encendido.
Se echaron sobre la cama.
Su forma de hacer el amor siempre había sido intensa y devoradora, pero aquella noche tuvo un carácter más salvaje, más necesitado y, a pesar de todo, más tierno.
Más tarde, mucho más tarde, Jessica se sentó en la cama, le dio un dulce beso en la mejilla y dijo:
– Ha sido impresionante.
– No ha estado mal -repuso Myron encogiéndose de hombros.
– ¿Que no ha estado mal?
– Para mí. Para ti ha estado impresionante.
Jessica sacó las piernas de la cama y se puso la bata del hotel.
– Pues sí, me lo he pasado bien -dijo.
– Lo he notado.
– He sido un poco ruidosa, ¿no?
– Un concierto de los Who podría considerarse algo ruidoso; tú has sido escandalosa.
Jessica se levantó de la cama sonriendo. Llevaba la bata holgada, dejando ver un generoso escote y unas piernas tan largas que resultaban intimidantes.
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