Christian hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Pasaron a la sala contigua, al otro lado del espejo, por así decirlo. Cary Roland, el fiscal del distrito, había estudiado con Myron en la Harvard Law School. Era un chico muy listo. Supervisión de asuntos legales, actuario del Tribunal Supremo… Cary Roland había mostrado interés en la carrera política desde el día en que salió del vientre de su madre.
Estaba igual que siempre. Llevaba un traje gris con chaleco (sí, iba a clase con traje). Nariz aguileña, ojos oscuros y pequeños y el pelo largo rizado y suelto, como el Peter Frampton de los setenta, pero más bajito.
Roland negó con la cabeza y luego hizo un gesto como de asco.
– Qué cliente más creativo, Bolitar.
– No tanto como tu barbero -repuso Myron.
Jake se aguantó la risa.
– Yo digo que le contratemos -prosiguió Roland-. Lo anunciaremos en la rueda de prensa.
– Lo acabo de ver -dijo Myron.
– ¿Qué has visto?
– Lo tiesa que se te ha puesto cuando has dicho «prensa».
Jake se rió por lo bajo.
– ¿Sigues siendo un gracioso, eh, Bolitar? Bueno, tu cliente está a punto de hundirse.
– Yo no lo creo, Cary.
– Me da igual lo que creas.
– Christian te acaba de dar una explicación razonable de por qué estuvo en casa de Nancy Serat -dijo Myron exhalando un suspiro-. Y no tienes nada más, así que no tienes nada. Además, imagínate los titulares si se demuestra que Christian es inocente. Joven fiscal de distrito mete la pata hasta el fondo. Mancha la reputación de un héroe local por intereses propios. Reduce las posibilidades de que los Titans lleguen a la Superbowl. Se convierte en el hombre más odiado de todo el estado.
Roland tragó saliva. No había pensado en eso. Se había dejado cegar por las expectativas de éxito, del éxito televisivo.
– ¿Qué opina usted, sheriff Courter? -dijo Roland dando marcha atrás.
– No tenemos alternativa -contestó Jake-. Tenemos que dejarlo ir.
– ¿Cree que ha dicho la verdad?
– ¿Quién sabe? -dijo Jake encogiéndose de hombros-. Pero no tenemos pruebas suficientes para retenerlo.
– De acuerdo -contestó Roland asintiendo pesadamente con la cabeza y dándoselas de importante-. Puede marcharse, pero será mejor que no salga de la ciudad.
– ¿Que no salga de la ciudad? -repitió Myron riéndose a carcajadas y mirando a Jake-. ¿Acaba de decir que no salga de la ciudad?
Jake estaba haciendo un tremendo esfuerzo para no reírse, pero el labio le temblaba de mala manera.
Roland se puso rojo.
– Qué inmaduro -le espetó-. Sheriff, quiero informes diarios del desarrollo de este caso.
– Sí, señor.
Roland lanzó a todo el mundo su mirada más terrible, aunque nadie cayó al suelo fulminado, y luego se marchó.
– Trabajar con él tiene que ser un no parar de reír -dijo Myron.
– Nos hacemos un hartón.
– ¿Podemos irnos ya, Christian y yo?
– No hasta que no me lo cuente todo sobre cómo le ha ido la visita al señor Gordon -dijo Jake negando con la cabeza.
Myron se lo contó todo y después acompañó a Christian a su casa en coche. Por el camino también se lo contó todo a Christian. De pe a pa. Christian quería saberlo. Myron quería ahorrarle los detalles, pero también era consciente de que no tenía derecho a ocultarle nada.
Christian no le interrumpió ni una sola vez para hacer preguntas. De hecho, no dijo nada. En el terreno de juego se le conocía por mantener la compostura bajo cualquier circunstancia y en aquel momento Christian le hizo una demostración allí mismo.
Cuando Myron terminó de explicárselo todo, los dos se quedaron callados durante varios minutos hasta que al final Myron preguntó:
– ¿Te encuentras bien?
Christian asintió. Tenía el semblante pálido.
– Gracias por ser sincero conmigo -dijo.
– Kathy te quería -repuso Myron-. Te quería mucho. No lo olvides.
– Tenemos que encontrarla -dijo asintiendo de nuevo.
– Estoy en ello.
Christian cambió de postura en el asiento para poder tener a Myron de cara.
– Cuando todas aquellas grandes agencias se estaban disputando mi contrato, todo el proceso se me hizo, no sé, muy impersonal. Todo era por el dinero. Y sigue siendo así, claro. No soy ningún ingenuo, pero usted fue diferente. Supe instintivamente que podía confiar en usted. Lo que en realidad quiero decir es que supongo que se ha convertido en algo más que mi representante. Me alegro de haberle escogido a usted.
– Yo también -dijo Myron-. Sé que no es el mejor momento para preguntarte esto, pero ¿cómo llegaste a saber de mí?
– Una persona me habló excepcionalmente bien de usted.
– ¿Quién?
– ¿No lo sabe? -preguntó Christian sonriendo.
– ¿Un cliente?
– No.
– No tengo ni idea -dijo Myron negando con la cabeza.
– Jessica -contestó Christian recostándose de nuevo en el asiento-. Me contó la historia de su vida. Cuando aún jugaba, lo de su lesión, lo que tuvo que sufrir, que trabajó para el FBI y cómo volvió al mundillo. Me dijo que usted era la mejor persona que conocía.
– Eso es porque Jessica no sale demasiado.
Volvieron a quedarse en silencio. El carril central de la autopista de Nueva Jersey estaba cerrado y avanzaban a paso de tortuga. Myron pensó que debería haber tomado el ramal oeste. Ya estaba a punto de cambiar de carril cuando Christian le dijo algo que casi le hizo dar un frenazo.
– Mi madre se hizo fotos desnuda una vez.
– ¿Qué? -dijo Myron pensando que le había oído mal.
– Cuando yo era muy pequeño. No sé si las publicaron en una revista, pero lo dudo mucho. Por aquel entonces no era muy atractiva. Tenía veinticinco años pero aparentaba sesenta. Trabajaba de prostituta en Nueva York. En la calle. No sé quién fue mi padre. Ella se imaginaba que había sido un tipo en una despedida de soltero, pero no tenía ni idea de cuál.
Myron lo miró con el rabillo del ojo. Christian lo miraba de frente, todavía con la misma cara que ponía en el terreno de juego.
– Pensaba que tu madre te había criado en Kansas -dijo Myron con cautela.
– Ésos fueron mis abuelos -afirmó Christian haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Mi madre murió cuando yo tenía siete años y ellos me adoptaron legalmente. Tenían el mismo apellido que yo, así que fingí que eran mis padres de verdad.
– No lo sabía -dijo Myron-. Lo siento.
– No se compadezca. Fueron unos padres muy buenos. Supongo que cometieron muchos errores con mi madre, por cómo terminó y todo eso, pero conmigo fueron muy amables y cariñosos. Los echo mucho de menos.
El silencio que se produjo después de aquella confesión se hizo más pesado. Pasaron junto a las Meadowlands. Myron pagó el peaje al final de la autopista y siguió las señales para ir al puente George Washington. Christian acababa de comprarse una casa a tres kilómetros del puente y a nueve del estadio de los Titans. Era un barrio de trescientos apartamentos prefabricados llamado Cross Creek Pointe, una de aquellas urbanizaciones de Nueva Jersey que parecía sacada de la película Poltergeist.
Al pararse en un stop, sonó el teléfono del coche y Myron lo cogió.
– ¿Diga?
– ¿Dónde estás?
Era Jessica.
– En Englewood.
– Coge la interestatal cuatro, dirección oeste hasta la diecisiete dirección norte -dijo Jessica rápidamente-. Nos vemos en el aparcamiento del supermercado Pathmark en Ramsey.
– ¿Qué pasa?
– Ven aquí. Y cuanto antes.
En cuanto vio a Jessica esperándolo bajo la tenue luz de los fluorescentes del aparcamiento del supermercado Pathmark, tan dolorosamente guapa con sus téjanos apretados y una blusa roja abierta por el cuello, Myron supo que sucedía algo. Algo gordo.
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