El decano no reaccionó ni dijo nada.
Myron esbozó una sonrisa cómplice. O por lo menos así esperaba que fuera. Myron no tenía ni idea de qué tenía que ver el decano en todo aquel asunto, así que debía ir con pies de plomo.
El decano se tapó la boca con el puño para toser. No era tos auténtica ni una manera de aclararse la garganta, sino un modo de ganar tiempo para poder pensar un poco.
– Pase, por favor -dijo finalmente, y desapareció tras la puerta.
Esta vez, Myron no sintió ningún vacío que lo impulsara a seguirlo, pero aun así lo hizo. Pasaron por delante de las sillas de la sala de espera y de la mesa de la secretaria. La máquina de escribir yacía oculta bajo una funda de color caqui, como si fuera camuflaje de guerra.
El despacho del decano era el típico despacho de administración universitaria. Mucha madera, muchos diplomas, viejos bocetos de la capilla de la Universidad de Reston, recortes de prensa y premios sobre la mesa. Había estanterías repletas de libros de ensayo que no se habían abierto ni una sola vez. No eran más que atrezzo para dar una impresión de tradición, profesionalidad y competencia. La fotografía sine qua non de la familia. Madelaine y una niña de unos doce o trece años. Myron cogió la fotografía.
– Bonita familia. Y bonita esposa -dijo.
– Gracias -repuso el decano-. Siéntese, por favor.
– Dígame, ¿dónde trabajaba Kathy? -preguntó Myron al sentarse.
– ¿Cómo dice? -dijo el señor Gordon deteniéndose a medio sentar.
– ¿Dónde tenía la mesa?
– ¿Quién?
– Kathy Culver.
El señor Gordon acabó de sentarse despacio, como si estuviera entrando en una bañera de agua caliente.
– Compartía una mesa con otra estudiante en la habitación de al lado.
– Qué práctico -observó Myron.
– Perdone -dijo el decano frunciendo el ceño-, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
– Deluise. Dom Deluise.
El decano se permitió esbozar una leve sonrisa de incredulidad. Estaba tan tenso que podía descorcharse una botella de vino con su culo. No cabía duda de que recibir la revista por correo le había apretado las tuercas. Y no cabía duda de que la visita de Jake del día anterior se las había apretado un poco más.
– ¿Y qué puedo hacer por usted, señor Deluise?
– Creo que ya lo sabe -dijo Myron esbozando de nuevo su sonrisa cómplice y su mejor mirada de ojos azules.
Si el señor Gordon hubiera sido mujer, a aquellas alturas seguro que ya se habría desnudado.
– Me temo que no tengo ni la más mínima idea -contestó el decano.
Myron no dejó de esbozar una sonrisa cómplice. Se sintió como un idiota o como un hombre del tiempo de la programación matutina, si es que había alguna diferencia. Estaba poniendo en práctica un viejo truco. Hacer ver que uno sabe más de lo que sabe. Obligar al otro a hablar. Improvisar sobre la marcha.
El decano entrecruzó los dedos y puso las manos sobre la mesa tratando de aparentar que tenía la situación bajo control.
– Esta conversación me resulta un poco extraña. Tal vez podría explicarme de una vez el motivo de su visita.
– He pensado que podríamos charlar un rato.
– ¿Sobre qué?
– Sobre su departamento de lengua inglesa, para empezar. ¿Todavía obliga a sus alumnos a leer Beowulf?
– Por favor, sea quien sea, no tengo tiempo para juegos.
– Ni yo.
Myron sacó el ejemplar de Pezones y lo dejó sobre la mesa. La revista ya empezaba a estar arrugada y gastada de tanto llevarla de aquí para allá, como si fuera de algún adolescente con las hormonas alteradas.
– ¿Qué es esto? -preguntó el decano sin apenas mirarla.
– ¿Ahora quién está jugando de los dos?
– ¿Quién es usted? -inquirió el señor Gordon recostándose contra el respaldo de su silla y tocándose la barbilla con los dedos-. Dígamelo, por favor.
– Eso no importa. No soy más que un mensajero.
– ¿Y quién le envía?
– Y quién lo envía, querrá decir -le corrigió Myron-. Objeto directo, y eso que usted es decano de la universidad…
– Oiga, joven, no se pase de listo conmigo…
– Pues sea realista -dijo Myron mirándole fijamente.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó el decano tras absorber aire como si estuviera a punto de tirarse al agua.
– ¿Acaso no le parece suficiente el placer de su compañía?
– Esto no es asunto de broma.
– No, no lo es.
– Pues, por favor, le pido que se deje de juegos. ¿Qué es lo que quiere de mí?
Myron volvió a lanzarle una mirada cómplice. El señor Gordon pareció confundido un instante, pero luego volvió a esbozar una sonrisa, también cómplice.
– ¿O tal vez debería decir cuánto quiere de mí? -añadió el decano.
Ahora ya parecía tener un mayor control de la situación. Había sufrido el golpe y estaba siguiendo el juego. Se le acababa de plantear un problema, pero había solución. Siempre la hay en el mundo en que vivimos.
El dinero.
Sacó un talonario del primer cajón de su mesa y dijo:
– ¿Y bien?
– No es tan sencillo -repuso Myron.
– ¿A qué se refiere?
– ¿No cree que alguien debería pagar por ello?
– Hablemos de cifras -respondió el decano encogiéndose de hombros.
– ¿No cree que esto vale algo más que dinero?
– No le entiendo -dijo el decano tan perplejo como si Myron hubiese negado la existencia de la gravedad.
– ¿Qué pasa con la justicia? -preguntó Myron-. Kathy se la merece. Y mucho.
– Estoy de acuerdo. Y por eso quiero pagar. ¿Pero de qué le va a servir la venganza ahora? Usted es el mensajero, ¿verdad?
– Verdad.
– Pues entonces dígale a Kathy que coja el dinero.
Myron se derrumbó interiormente. Aquel hombre, un hombre que estaba claramente involucrado en lo que había pasado aquella noche, creía que Myron era un mensajero de una Kathy Culver que estaba viva y coleando. «Ve con cuidado, Myron, con mucho cuidado.»
¿Pero cómo podía continuar la conversación?
– Kathy no está contenta con usted… -dijo Myron probando suerte.
– Yo no quise hacerle ningún daño.
Myron se llevó la mano al pecho y alzó la cabeza en tono dramático.
– «Sean tus propósitos malvados o benignos, tu aspecto tanto mueve a preguntar que voy a hablarte.»
– ¿Qué me quiere decir con eso?
– Me gusta citar a Shakespeare cuando hablo -dijo Myron tras encogerse de hombros-. Me hace parecer inteligente, ¿no cree?
– ¿Podríamos volver al asunto que tenemos entre manos?
– Por supuesto.
– Dice usted que Kathy no quiere dinero.
– Eso mismo.
– ¿Y entonces qué es lo que quiere?
«Buena pregunta», pensó Myron.
– Quiere que se diga la verdad -dijo.
Era una frase lo bastante vaga e indefinida.
– ¿Qué verdad?
– Deje de hacerse el tonto -le espetó Myron representando el papel del ofendido-. Hace un momento no iba a extenderle un talón a su organización benéfica favorita, ¿verdad?
– Pero si yo no hice nada -dijo con tono algo quejumbroso-. Kathy se largó aquella noche. Desde entonces no la he vuelto a ver. ¿Qué se supone que debía pensar o hacer?
Myron le lanzó una mirada escéptica. Lo hizo porque no tenía ni idea de qué otra cosa hacer. Estaba utilizando la táctica de Jake, la táctica consistente en quedarse callado y esperar a que el otro se delatara a sí mismo. Funcionaba muy bien con la gente del mundo de la política. Deben nacer con un cromosoma defectuoso que les impide estar callados durante mucho tiempo.
– Ella debería entender que yo hice todo lo que pude -prosiguió el decano-. Pero desapareció. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Era eso lo que ella quería? No lo sé. Yo lo hice por su bien. Kathy podría haber cambiado de opinión, no sé. Traté de tener en cuenta sus intereses.
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