– ¿Cerca de aquí?
– A unos ocho o nueve kilómetros. En el bosque.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Un mes, desde el veinticinco de mayo. Todavía le quedan unas semanas más de alquiler, si le apetece usarla.
– ¿Qué tipo de cabaña es? -inquirió Jessica.
– ¿Qué tipo? Bueno, es bastante pequeña. Un dormitorio, un baño con plato de ducha, sala de estar y una minicocina.
Aquello no tenía ningún sentido.
– ¿Podría indicarme cómo llegar hasta allí y darme una llave, por favor?
– Está un poco apartada -dijo tras pensarlo también durante un instante mientras se mordía el interior de la boca-. Es un poco difícil de encontrar, jovencita.
Aparte de «nena» y «tesorito», había pocas cosas que a Jessica le gustara menos que la llamaran que «jovencita». Sin embargo, aquél no era momento para expresar su opinión al respecto, así que se mordió la lengua y no dijo nada.
– Esa casita está lejos de cualquier sitio -prosiguió Tom-. Muy, muy lejos, no sé si me entiende. Un poco de caza, un poco de pesca, pero básicamente paz y tranquilidad. -Cogió una cadena de llaves tan pesada como una barra de halterofilia-. Ya la llevo en coche.
– Gracias.
Fueron en un Toyota Land Cruiser y Tom no dejó de hablar durante todo el trayecto como si Jessica fuera una dienta.
– Ésta es la verdulería de la zona -dijo señalando a un inmenso hipermercado de la marca A &P.
Jessica se sorprendió al ver que entraba por un camino sin asfaltar. Se dirigían hacia el bosque.
– ¿Bonito, no? Es realmente hermoso.
– Sí.
Al instante quedaron rodeados de follaje. Jessica no era muy amiga de las excursiones. Para ella, las excursiones al campo significaban bichos, humedad, suciedad y falta de agua corriente y baño. El hombre había evolucionado durante millones de años para escapar de los bosques, así que, ¿para qué volver? Lo más curioso es que su padre siempre había pensado igual que ella. No le gustaba el bosque.
Pero entonces, ¿para qué iba a alquilar una cabaña en aquel lugar?
– Hace dos años un cazador mató a alguien por accidente ahí delante -dijo Tom señalando un barranco-. El cazador pensó que se trataba de un ciervo y le disparó en la cabeza.
– Ya veo.
– En este bosque se han encontrado varios cadáveres. Creo que tres en los últimos dos años. Hace dos meses encontraron a una niña. Se escapó de casa, al menos eso fue lo que supuso todo el mundo. No se podía saber bien por la putrefacción y todo eso.
– Está usted hecho todo un vendedor, señor Corbett.
– Sí -rió él-; bueno, es que sé distinguir cuándo una persona no está interesada en comprar nada.
Lógicamente, Jessica conocía la historia de los cadáveres que se habían encontrado en aquella zona. La policía no había atrapado al asesino, pero según la opinión generalizada, el psicópata había raptado a una joven más que todavía seguía desaparecida:
Kathy Culver.
¿Podía ser que Kathy hubiera tenido un final así de sencillo y de horrible? ¿Habría sido una víctima más de un psicópata cualquiera como pensaba todo el mundo?
«No», pensó Jessica. Había demasiadas cosas que no encajaban.
– Cuando era niño y vivía por aquí -dijo Tom-, se contaban muchas leyendas sobre estos bosques. Los viejos decían que aquí vivía un tipo con un garfio que solía raptar a los niños malos y los abría en canal.
– Qué bonito.
– A veces me pregunto si luego pasaría a ocuparse de jóvenes señoritas.
Jessica no dijo nada.
– Solían llamarlo el Doctor Garfio -continuó Tom.
– ¿Qué?
– Doctor Garfio. Así era como le llamaban.
– ¿Pero ése no era un cantante?
– ¿Un qué?
– Déjelo, da igual.
Siguieron apartándose de la civilización casi dos kilómetros más y, al final, Tom dijo:
– Es esa casa. La que está ahí detrás de esos árboles.
Era una cabaña pequeña de madera con un gran porche delantero.
– ¿Qué rústica, eh? -dijo Tom.
Pero el adjetivo que se le ajustaba mejor era «desvencijada». Jessica inspeccionó el porche pero no encontró a ningún cantante de música country tocando el banjo.
– ¿Le dijo mi padre por qué quería alquilar esta cabaña?
– Lo único que me dijo es que necesitaba un lugar en medio del bosque donde estar apartado de todo.
Aquello seguía sin tener ningún sentido. Al fin y al cabo, su padre acudía a una conferencia de forenses médicos una semana al mes. Y Adam Culver no era el tipo de persona a la que le gustara estar apartado de todo. Trabajaba con muertos. Por vacaciones le gustaba ir a Las Vegas o a Atlantic City o a cualquier lugar donde hubiera mucha gente y muchas cosas que hacer. Y ahora resultaba que había alquilado la cabaña de los Walton.
Tom metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.
– Usted primero -dijo.
Jessica entró en el comedor y se detuvo en seco.
Tom entró tras ella.
– ¿Qué cojones es esto? -preguntó con un hilo de voz.
La oficina del decano de alumnos estaba en el Compton Hall. El edificio sólo tenía tres plantas, pero era muy amplio. Las columnas griegas de la entrada dejaban claro que aquélla era una casa del saber. Tenía el exterior de ladrillo y puertas dobles de color blanco. Justo al entrar había un tablón de anuncios repleto de avisos antiguos, la mayoría convocatorias de reuniones de los típicos grupos universitarios: el Comité de Intercambio Afroamericano, la Alianza Gay-Lesbiana, los Libertadores de Palestina, la Coalición en Contra de la Discriminación de las Mujeres, los Luchadores por la Libertad de Sudáfrica… y todos de vacaciones. ¡Quién pudiera volver a la universidad…!
Dentro del enorme vestíbulo no había nadie. Todo estaba hecho de mármol. El suelo era de mármol, las balaustradas eran de mármol y las columnas eran de mármol. Grandes retratos de gente vestida con el traje de graduación decoraban las paredes, la mayoría de los cuales alucinarían si pudiesen leer el tablón de anuncios. Todas las luces estaban encendidas. Los pasos de Myron resonaban y retumbaban por la silenciosa sala. Le entraron ganas de chillar «¡eco!», pero pensó que ya era un poco mayorcito para eso.
La oficina del decano de alumnos estaba al final del pasillo de la izquierda. La puerta estaba cerrada con llave. Myron llamó golpeando con fuerza.
– ¿Señor Gordon?
Se oyó un ruido tras las puertas de paneles oscuros y varios segundos después se abrió la puerta. El decano llevaba gafas de carey, tenía el pelo ralo, iba peinado con un estilo conservador y tenía una cara apuesta de ojos marrón claro. Sus rasgos eran delicados, como si se le hubieran redondeado los huesos faciales para suavizar su apariencia. Parecía un hombre amable y de confianza. Myron detestaba ese tipo de gente.
– Lo siento -dijo el decano-. La oficina está cerrada hasta mañana por la mañana.
– Tenemos que hablar.
– ¿Le conozco de algo? -preguntó confundido.
– No creo.
– Usted no estudia aquí.
– Pues no.
– Entonces ¿podría decirme quién es usted?
– Usted ya sabe quién soy -dijo Myron mirándolo fijamente a los ojos-. Y ya sabe de qué quiero hablar.
– No tengo ni la más remota idea de a lo que se refiere, pero la verdad es que estoy bastante ocupado…
– ¿Ha leído alguna buena revista, últimamente?
– ¿Cómo dice? -preguntó el decano estremeciéndose de nerviosismo.
– Quizá debería volver cuando la oficina esté llena de gente. Podría traer un poco de material de lectura para los miembros de la administración, aunque tengo entendido que sólo leen artículos de opinión.
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