Harlan Coben - Motivo de ruptura

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El agente deportivo Myron Bolitar está a punto de llegar a lo más alto. Lo mismo pude decirse de Christian Steele, un quarterback recién llegado a la liga profesional y su cliente más importante. Sin embargo, la llamada de una ex novia de Chistian, una chica a quien todo el mundo cree muerta, incluso la policía, pone en peligro la firma de un contrato. Myron, de pronto, se ve envuelto en una intriga relacionada con sexo y chantajes, y mientras trata de descubrir la verdad sobre una tragedia familiar, una mujer y las mentiras de un hombre se enfrenta al lado oscuro de su profesión.

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Jessica aún no lo sabía, pero ahora tenía cierta idea de quién podía saberlo.

Capítulo 30

Myron hubiese preferido hacer muchas cosas antes que ir a ver a Herman Ache, como por ejemplo dejarse arrancar un ojo con una cucharilla.

– He escuchado la rueda de prensa por la radio -dijo Win. El Jaguar XJR de color verde de Win tenía la capota bajada. A Myron no le gustaba ir con la capota bajada porque sabía que tarde o temprano se le iba a pegar un bicho en los dientes-. Estoy seguro de que a Christian le ha gustado el contrato.

– Muchísimo.

– La prensa todavía no ha dicho nada de Nancy Serat.

– Jake aún no ha revelado su nombre, pero en cuanto lo haga…

– Empezará la fiesta.

– Exactamente.

– ¿Lo sabe Christian? -preguntó Win.

– Aún no. Estaba tan contento que al final he decidido dejarle disfrutar un poco más.

– Tendrías que avisarle.

– Lo haré. Jake me prometió que me avisaría en el preciso instante en que se lo dijera a la prensa.

– Parece que te cae bien ese tal Jake -comentó Win.

– Es un buen tipo. Podemos confiar en él.

Win repiqueteó el volante con los dedos, volvió a asirlo bien y aceleró.

– Yo no me fío de los agentes de la ley -dijo Win-. Para mí es mejor así.

El coche iba muy rápido. La autopista West Side no estaba hecha para aquellas velocidades. Era una autopista de cuatro carriles con semáforos cada veinte metros. Y el permanente estado en obras tampoco ayudaba mucho. Ya llevaban haciendo aquellas obras más tiempo del que nadie podía recordar. En los libros de historia se dice que ya Peter Minuit, el holandés que compró Manhattan a los indios en 1626, solía quejarse de los atascos que se formaban en torno a la Calle 57.

Sin embargo, nada de eso lograba disuadir al fornido pie que Win mantenía sobre el acelerador. El Javits Center pasó por su lado como un borrón de colores, y lo mismo ocurrió con el río Hudson.

– ¿Podrías reducir un pelín la velocidad? -preguntó Myron.

– No te preocupes, este coche tiene airbag para el asiento del acompañante.

– Fabuloso.

Estaban a punto de llegar al despacho de Ache. A Myron se le hizo un nudo en el estómago y el humo y la niebla que le azotaban en la cara por llevar la capota bajada no hacían más que empeorar la situación. Estaba más tenso que un invitado al bautizo de un gremlin. Win, en cambio, parecía relajado. Claro que Frank Ache no había puesto precio a su cabeza.

Sonó el teléfono del coche y Win lo cogió.

– ¿Diga? -respondió. Y luego le pasó el auricular a Myron-. Es P. T.

– ¿Qué hay? -preguntó Myron.

– Eh, Myron, ¿cómo estás hoy?

– No puedo quejarme.

– Me alegro de oírlo. Oye, ¿sabes lo que pasó ayer por la noche?

– ¿Qué?

– Se encontraron a dos de los mejores asesinos de Nueva York muertos en un callejón. Qué pena, ¿no?

– Una auténtica tragedia -asintió Myron.

– Pues trabajaban para Frank Ache.

– ¿En serio?

– Usaron una Magnum del cuarenta y cuatro con balas dum-dum. Les volaron la cabeza.

– Menuda pérdida.

– Sí, yo tampoco puedo dormir tranquilo. En la calle se dice que esto aún no ha terminado. Un par de cadáveres no van a detener a un tipo como Frank Ache. El gilipollas que haya jodido a Frank sigue teniendo puesto un precio a su cabeza.

– ¿Has dicho «gilipollas»? -inquirió Myron.

– Bueno, ha sido un placer hablar contigo, Myron. Cuídate.

– Tú también, P. T. -dijo Myron, y colgó.

– ¿Todavía sigue en pie la oferta? -preguntó Win.

– Pues sí.

– Tú tranquilo, que no te van a disparar en el despacho de Herman -dijo Win-. Nunca lo permitiría.

Myron sabía que era cierto. Existía una especie de código, incluso entre hombres que han ordenado la muerte de cientos de personas, y había idiotas que creían que aquellos códigos se basaban en alguna clase de moral, pero nada más lejos de la realidad. Los códigos de conducta significaban dos cosas para los mafiosos: una forma de parecer casi humanos y una manera de protegerse a sí mismos y a su posición. Para los mafiosos, la moral era tan importante como para los políticos lo era la honestidad.

Un tramo en obras los obligó a ir más lentos cerca de la Calle 12, pero aun así lograron llegar con tiempo de sobra. El aire olía a pizza, posiblemente porque habían aparcado delante de una pizzería llamada: «La Original y Genuina Ray's Pizza de Nueva York, de verdad, no es broma, en serio, nosotros fuimos los primeros». Una mujer alta vestida con un traje de calle azul y unas gafas muy elegantes pasó andando por delante de Myron con gran determinación. Éste le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Hubiese preferido que se desmayara o que sufriera un ligero desvanecimiento, pero no se puede tener todo en esta vida.

A las dos de la tarde, la taberna de Clancy estaba repleta de gente. Myron se detuvo delante de la puerta, se arregló el pelo, se puso de cara a un lado, luego al otro, sonrió, miró hacia arriba y volvió a sonreír.

Win lo observaba sin entender nada.

– Los federales sacan fotos de todo el que entra en este bar -dijo Myron-. Sólo quería salir guapo.

– Venga, confiesa, tengo un aspecto horrible.

Todos los clientes de Clancy eran hombres. No era precisamente lo que podría llamarse un lugar de ligoteo. En la máquina de discos sonaba Bob Seger. La decoración del local giraba en torno a las cervezas americanas. Había un montón de esos típicos carteles de neón con el nombre de cada cerveza: Budweiser, Bud Light, Miller, Miller Lite, Schlitz… Había un reloj cortesía de Michelob, un espejo de Coors, posa vasos de Pabst y las jarras tenían estampado el logotipo de Rolling Rock.

Myron sabía muy bien que allí debían haber millones de micrófonos ocultos del FBI, pero a Herman Ache le daba igual. Todo el que dijese algo comprometido en la taberna era tonto de remate y se merecía que lo trincaran. Las reuniones de verdad se hacían en la trastienda y Ache se aseguraba de limpiar la zona de micrófonos ocultos todos los días.

Win atrajo más de una mirada al entrar, porque el «look pijo» no era precisamente el que más se llevaba entre la clientela de la taberna de Clancy, aunque nadie se lo miró demasiado rato. En aquel bar nadie miraba a nadie demasiado rato.

– ¿Es ése tu amigo Aaron? -preguntó Win.

Aaron estaba al fondo del bar con su típico traje blanco. Llevaba camiseta, pero una de ésas sin mangas que dejan ver los pectorales. Era como si el armario ropero de Aaron hubiera entrado en alguna clase de transformador molecular junto con varios números de la revista GQ y la película Pumping Iron. Aaron les hizo un gesto para indicarles que se acercaran con una mano más grande que una tapa de alcantarilla.

– Hola, Myron -saludó Aaron-. Es un auténtico placer volver a verte.

«Qué popular que soy», pensó Myron, y luego dijo:

– Aaron, me gustaría presentarte a Win Lockwood.

– Es un placer, Win -contestó Aaron dirigiendo su sonrisa a Win.

Ambos se dieron un apretón de manos con miradas asesinas y evaluándose mutuamente. Ninguno se quejó por el dolor.

– Os esperan en la parte de atrás -dijo Aaron-. Vamos.

Aaron los condujo hasta una puerta cerrada con llave que tenía un espejo espía. La puerta se abrió de inmediato y pasaron adentro. Detrás de la puerta había dos matones de rostro inexpresivo y ante ellos un pasillo muy largo en el que, curiosamente, había un detector de metales como el de los aeropuertos.

Al verlo, Aaron se encogió de hombros como diciendo: «Los tiempos cambian».

– Entregadme vuestras armas, si sois tan amables, y luego pasad.

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