– Pero eso ya sería exagerar un poco.
– No estoy tan seguro -dijo él-. Porque, en caso de que esté viva, ¿dónde está? ¿Por qué está haciendo todo esto?
– Tal vez la hayan raptado. A lo mejor le están obligando a hacerlo.
– ¿Obligándola a escribir la dirección en un sobre? ¿Quién está exagerando ahora?
– ¿Tienes alguna explicación mejor? -inquirió ella.
– Aún no, pero estoy en ello -dijo Myron, y volvió a examinar el expediente-. ¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Otto Burke?
– ¿El magnate de esa compañía de discos tan grande que también es el propietario de los Titans?
– Exacto. Pues también sabía lo de la revista.
Myron le hizo un breve resumen de la visita al estadio de los Titans.
– ¿O sea que crees que Otto Burke puede estar detrás de todo esto? -preguntó ella.
– Otto tiene un móvil: rebajar la suma que pide Christian. Y la verdad es que tiene todos los recursos necesarios, es decir, montones de dinero. Eso también explicaría por qué Christian recibió un ejemplar de la revista por correo.
– Para enviarle un mensaje -añadió Jessica.
– Exactamente.
– ¿Pero cómo falsificó Burke la escritura de mi hermana?
– Podría haber contratado a un experto.
– ¿Y de dónde sacó una muestra para copiarla?
– Yo qué sé, no puede ser tan complicado.
– ¿O sea que todo esto no es más que un engaño? -dijo Jessica con ojos vidriosos-. ¿Una especie de complot para rebajar la suma de un fichaje?
– Puede ser, pero no lo creo.
– ¿Por qué no?
– Hay algo que no acaba de encajar. ¿Por qué tendría Burke que tomarse tantas molestias? Podría habernos hecho chantaje sólo con la foto. No hacía ninguna falta ponerla en una revista. Con la foto bastaba.
Jessica se agarró a aquella esperanza como si fuera un salvavidas en medio del océano.
– Buena observación.
– Pero entonces -continuó Myron-, la pregunta pasa a ser otra: ¿de qué manera llegó a las manos de Otto un ejemplar de la revista?
– A lo mejor la compró alguien de su organización en un quiosco.
– No es muy probable. Pezones -la palabra volvió a sonarle sucia y se alegró de ello- tiene una tirada muy baja. La posibilidad de que alguien de los Titans comprara esa revista en concreto, la leyera de cabo a rabo y descubriera la foto de Kathy en la fila inferior de una página de anuncios hacia el final de la revista es, como mínimo, bastante remota.
– Tal vez también se la envió alguien -dijo Jessica tras hacer chasquear los dedos.
– Claro -asintió Myron-. ¿Por qué iba Christian a ser el único? Puede que enviaran la revista a mucha gente.
– ¿Y cómo vamos a descubrirlo?
– Estoy trabajando en ello.
Myron consiguió hacerse con un pedacito de pato crujiente antes de que éste fuera absorbido por el agujero negro. Estaba delicioso. Luego volvió a centrarse en el expediente de Kathy. Había seguido sacando malas notas durante el primer semestre en la Universidad de Reston. Pero en cambio, hacia el segundo semestre las notas mejoraban de nuevo. Le preguntó a Jessica sobre ello.
– Supongo que se habría acostumbrado a la vida en la universidad -dijo-. Se apuntó al grupo de teatro, se hizo animadora, empezó a salir con Christian. En el primer semestre debió de sufrir el típico choque cultural de la universidad. No es nada raro.
– No, supongo que no.
– No pareces muy convencido.
Él se encogió de hombros. Era Myron Bolitar, alias Mr. Escéptico.
Luego venían las cartas de recomendación de Kathy. Tenía tres. Su tutor del instituto decía de ella que tenía «un talento excepcional». Su profesor de historia de décimo curso decía que «su entusiasmo ante la vida era contagioso». El profesor de lengua inglesa de duodécimo curso afirmaba que «Kathy Culver es inteligente, ingeniosa y de carácter extrovertido. Será una buena aportación a toda institución educativa». Eran muy buenos comentarios. Myron siguió leyendo hasta llegar al final de la página.
– Oh-oh… -dijo Myron.
– ¿Qué ocurre?
Myron le pasó la extraordinaria carta de recomendación escrita por el profesor de lengua inglesa del duodécimo curso en el Instituto Ridgewood, un tal señor Grady.
Un señor Grady también conocido como «Jerry» Grady.
El teléfono despertó a Myron de golpe. Estaba soñando con Jessica. Intentó recordar los detalles, pero éstos se desintegraron en fragmentos muy pequeños y se difuminaron, dejando atrás meros retazos sumamente frustrantes. El reloj de la mesilla de noche marcaba las siete en punto de la mañana. Alguien estaba llamándole a las siete en punto de la mañana y Myron estaba bastante seguro de quién podía ser.
– ¿Diga?
– Buenos días, Myron. Espero no haberte despertado.
Myron reconoció la voz. Luego sonrió y preguntó:
– ¿Quién es?
– Soy Roy O'Connor.
– ¿Roy O'Connor? ¿El auténtico?
– Eh, sí, supongo. Roy O'Connor, el agente.
– El superagente -le corrigió Myron-. ¿Ya qué le debo este honor, Roy?
– ¿Sería posible que nos viéramos esta misma mañana? -preguntó con un tono de voz en el que se distinguía un ligero temblor.
– Claro que sí, Roy. ¿Te va bien en mi despacho?
– Eh… no.
– ¿En el tuyo?
– Eh… no.
Myron se sentó en una silla.
– ¿Sigo diciendo sitios y tú me dices «frío» o «caliente»?
– ¿Conoces el Reilly's Pub de la Calle 14?
– Sí.
– Estaré en el reservado, en el rincón del fondo a la derecha. A la una en punto. Para comer. Si te va bien.
– Perfectísimamente, Roy. ¿Quieres que me ponga algo en especial?
– Eh… no.
Myron colgó el teléfono y sonrió. Eso había sido la visita nocturna de Win. Suelen ocurrir mientras uno duerme tranquilamente en su cama, en su santuario sagrado. Siempre funcionaba.
Se levantó de la cama y oyó a su madre trastear en la cocina en el piso de arriba y a su padre en la salita viendo la televisión. Una mañana cualquiera en la casa de los Bolitar. Se abrió la puerta del sótano y una voz dijo:
– ¿Estás despierto, Myron? -gritó su madre.
Myron. Pero qué nombre más horrible. Lo odiaba con todas sus fuerzas.
En su opinión, había nacido con todos los dedos en las manos y los pies, no tenía un labio leporino ni las orejas deformes ni cojeras de ninguna clase, así que, para compensar la buena suerte, sus padres le habían puesto Myron de nombre.
– Sí, estoy despierto -contestó.
– Papá te ha traído unos bollos recién salidos del horno. Los tienes encima de la mesa.
– Gracias.
Se levantó de la cama y subió las escaleras. Con una mano se tocó la barba que ya era hora de afeitarse y con la otra se sacó las legañas que tenía en los ojos. Su padre estaba apoltronado en el sillón de la salita de estar como si fuera un calcetín viejo. Llevaba un suéter Adidas y se estaba comiendo un bollo con pescado blanco. Como todas las mañanas, miraba un vídeo en el que se veía gente haciendo ejercicio. Como si quisiera ponerse en forma por osmosis.
– Buenos días, Myron. Te he dejado bollos encima de la mesa.
– Ah, gracias -era como si sus padres no se oyeran entre sí.
Entró en la cocina. Su madre ya tenía casi sesenta años, pero aparentaba muchos menos. Unos cuarenta y cinco, aproximadamente. Y también se comportaba como si fuera más joven. Como si tuviera unos dieciséis años, más o menos.
– Ayer llegaste tarde -dijo.
Myron emitió un leve gruñido.
– ¿A qué hora llegaste al final?
– Muy tarde. Eran casi las diez.
Myron Bolitar, un trasnochador empedernido.
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