Harlan Coben - Muerte en el hoyo 18

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Muerte en el hoyo 18: краткое содержание, описание и аннотация

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El golf, precisamente, no es el deporte preferido de Myron Bolitar. Pero ahí está: presenciando entre bostezos el Abierto de Estados Unido. Es el mejor escaparate para un agente deportivo en busca de clientes. Y parece que va a tener suerte: Linda Coldren, número uno en la lista de ganancias en el circuito americano promete contratarle. Antes, sin embargo, tendrá que encontrar a su hijo, que ha desaparecido misteriosamente justo cuando el marido de Linda, Jack, parece que va a tener de nuevo la posibilidad de ganar el torneo. Win, para sorpresa de Bolitar, sin embargo, le va a pedir que no acepte el caso. Myron, por una vez, decide ignorarle y se lanza a la búsqueda de Chad. Muy pronto comprenderá que nunca debió de hacerlo. Descubrirá que un mundo de falsas apariencias, estafas, dolor y muerte, pero, sobre todo, obligará a Win a revivir su pasado, traumas de la infancia que no se olvidan jamás.

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Jack Coldren se tomó su tiempo. Escrutó el green desde diversos ángulos. Se puso en cuclillas, apuntando hacia delante con el palo como suelen hacer los golfistas. Conversó con Diane Hoffman durante un buen rato y a continuación se dirigió hacia la pelota sin el menor titubeo. El palo retrocedió como un metrónomo y, al descender, besó la bola.

La minúscula esfera blanca que transportaba todos los sueños de Jack Coldren trazó un arco hacia el hoyo, como un águila buscando su presa. En la mente de Myron no había espacio para la duda. La atracción era casi magnética. Fueron unos segundos que parecieron interminables. La pelota cayó en el hoyo. Por un instante reinó el silencio, y, acto seguido, se produjo un nuevo estallido, fruto del desconcierto más que del regocijo. Myron se sorprendió a sí mismo aplaudiendo con frenesí.

Jack lo había logrado. Había conseguido empatar.

Por encima de los gritos y aplausos de la multitud, se oyó a Norm Zuckerman decir:

– Es fantástico, Esme. Mañana todo el mundo estará pendiente. La cobertura de los medios será increíble.

– Sólo si gana Tad -señaló Esme.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué pasará si Tad pierde?

– Si obtuviese el segundo puesto no estaría nada mal -dijo Norm-. En cualquier caso, la situación sería igual a la de esta mañana, antes de que ocurriera todo esto. No ganaríamos, pero tampoco perderíamos.

Esme Fong sacudió la cabeza.

– Si Tad pierde ahora, no quedará en segundo lugar -dijo-. Será un perdedor, sin más. Se habrá medido con un jugador famoso por sus fracasos y habrá perdido.

– Te preocupas demasiado, Esme -dijo Norm en tono de burla, aunque ya no se mostraba tan jovial como antes.

El público comenzó a dispersarse. Jack Coldren no se había movido del lugar. Sostenía todavía su putter. No parecía dar muestras de alegría. Permaneció inmóvil, incluso cuando Diane Hoffman le dio unas palmadas en la espalda. Sus rasgos volvieron a perder intensidad, sus ojos estaban más vidriosos que nunca. Era como si el esfuerzo que había supuesto aquel único golpe hubiese agotado todas sus reservas de energía, karma, fuerza e impulso vital.

O quizá, se dijo Myron, hubiera algo más en juego. Algo más oscuro. Tal vez aquel último instante de magia había proporcionado a Jack un nuevo punto de vista, una nueva clarividencia sobre la relativa importancia que revestía a largo plazo aquel torneo. Todos los demás veían en él a un hombre que acababa de lograr el putt más importante de su vida. Ahora bien, lo que Jack Coldren veía era a un hombre que estaba solo, preguntándose qué importancia tenía en el fondo todo aquello y si su único hijo seguía con vida.

Linda Coldren apareció en el borde del green. Trataba de mostrarse contenta mientras se acercaba a su marido y lo besaba. Un equipo de televisión iba tras ella. Los flashes centellearon. Un reportero deportivo se unió a ellos, micrófono en mano. Linda y Jack se las ingeniaron para sonreír.

Sin embargo, detrás de aquellas sonrisas, Linda se mostraba precavida y Jack estaba a todas luces aterrorizado.

22

Esperanza propuso un plan.

– La viuda de Lloyd Rennart se llama Francine. Es artista.

– ¿De qué clase?

– No lo sé. Pintora, escultora, ¿qué más da?

– Sólo era curiosidad. Continúa.

– La he llamado y le he dicho que eras reportero del Coastal Star. Es un periódico de la zona de Spring Lake. Estás preparando un artículo sobre el estilo de vida de varios artistas locales.

Myron asintió. Era un buen plan. La gente no suele rechazar la oportunidad de ser entrevistada si eso ayuda a promocionar su actividad.

Win ya había hecho arreglar las ventanas del coche de Myron, quien no tenía ni idea de cómo lo había conseguido. Los ricos, ya se sabe, son diferentes. El trayecto duró aproximadamente dos horas. Eran las ocho de la tarde del sábado. Al día siguiente Linda y Jack Coldren entregarían el dinero del rescate, ¿Cómo lo harían? ¿Se reunirían en un lugar público? ¿Habría un mediador? Por enésima vez, Myron se preguntó cómo les estaría yendo a Linda, Jack y Chad. Se imaginaba el aspecto que debía de presentar el rostro juvenil y despreocupado de Chad mientras le cortaban el dedo. Se preguntaba si el secuestrador habría empleado un cuchillo afilado, una cuchilla de carnicero, un hacha, una sierra…

Se preguntaba qué se sentiría.

Francine Rennart no vivía en Spring Lake, sino en Spring Lake Heights. Había una gran diferencia. Spring Lake se hallaba a orillas del océano Atlántico y era una localidad costera tan hermosa como cabía esperar. Había mucho sol, muy pocos crímenes y casi ninguna etnia minoritaria. Esto último, sin embargo, constituía un problema. La espléndida localidad recibía el apodo de la Irlandesa. Eso significaba que no había buenos restaurantes. Ni uno solo. La idea que los lugareños tenían de la haute cuisine consistía en que la comida se sirviera en platos en lugar de en canastas. Si a alguien le apetecía algo exótico, iba a una tienda de comida china para llevar cuyo ecléctico menú incluía delicadezas tan exóticas como el pollo chow mein, y , para los más aventureros, el pollo lo mein. Ése era el problema de muchas de aquellas poblaciones. Necesitaban unos cuantos judíos, o gays, o lo que fuera para salpimentar la existencia, para añadir un poco de teatro y un par de clubes nocturnos interesantes.

Sólo es una opinión personal.

Si Spring Lake era una película antigua, Spring Lake Heights era la otra cara de la moneda. No se trataba de un barrio bajo ni nada por el estilo. La zona donde vivían los Rennart era una especie de urbanización de casas prefabricadas, a medio camino entre los campamentos de caravanas y las colonias de pisos construidos en desnivel de finales de los sesenta. Genuino sabor americano.

Myron llamó a la puerta. Una mujer que supuso era Francine Rennart abrió la mosquitera. Su sonrisa impostada estaba sombreada por el gancho intimidador que tenía por nariz. Tenía el pelo castaño y sin brillo, completamente desordenado, como si acabara de quitarse los rulos y no hubiese tenido tiempo de peinarse.

– Hola -la saludó Myron.

– Usted debe de ser del Coastal Star.

– En efecto -Myron le tendió la mano-. Soy Bernie Worley.

– Se presenta usted en un momento muy oportuno -dijo Francine-. Acabo de inaugurar una exposición.

Entre el mobiliario del salón no había nada de plástico, aunque debería haberlo habido. El sofá era de un verde descolorido. La butaca reclinable (una Barca Lounge genuina) era marrón y estaba llena de desgarrones remendados con cinta aislante. El televisor tenía la antena encima y una pared estaba cubierta con una colección de platos que Myron había visto anunciada en Parade.

– Mi estudio está en la parte trasera -indicó ella.

Francine Rennart lo condujo hasta un espacioso anexo situado después de la cocina. Era una habitación de paredes blancas con muy pocos muebles. En medio había un sofá con un muelle a la vista, una silla de cocina apoyada contra él y una alfombra enrollada. Una especie de manta cubría un objeto de forma triangular. Cuatro papeleras de cuarto de baño se alineaban junto a la pared del fondo, Myron supuso que debido a las goteras.

Francine Rennart no lo invitó a tomar asiento, sino que permaneció junto a él en el umbral y preguntó:

– ¿Qué le parece?

Myron sonrió, se hallaba atrapado en una encrucijada. No era tan estúpido como para preguntar «¿Qué me parece el qué?», pero tampoco lo bastante listo como para saber a qué. demonios se refería. De modo que se quedó callado, con una sonrisa similar a la que exhiben los presentadores de televisión tras anunciar una pausa para la publicidad.

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