En el quinto hoyo, Myron y Win se encontraron con Norm Zuckerman y Esme Fong. Ambos estaban al borde de un ataque de nervios, sobre todo Esme, pero había que comprender que para ella había mucho en juego. En el octavo hoyo presenciaron cómo Jack fallaba un putt muy fácil. Golpe tras golpe, la ventaja se fue reduciendo, pasando de insuperable a cómoda, y de cómoda a exigua.
En el hoyo nueve, Jack se las ingenió para controlar un poco la hemorragia. Seguía jugando mal, pero cuando sólo quedaban tres hoyos por jugar, aún mantenía una ventaja de dos golpes. Tad Crispin ejercía una fuerte presión, pero aun así sería preciso que Jack Coldren metiese la pata hasta la rodilla para que Tad ganara.
Y eso es precisamente lo que ocurrió.
El hoyo dieciséis. El mismo obstáculo que había echado por tierra los sueños de Jack veintitrés años antes. Ambos hombres empezaron bien, pues cada uno de ellos envió su pelota al centro de la calle. Pero en el segundo golpe de Jack se produjo el desastre. Pegó demasiado arriba y la bola fue a parar al rough.
El público quedó sin aliento. Myron observaba horrorizado. Jack había vuelto a hacer algo inconcebible. Por segunda vez.
Norm Zuckerman le propinó un codazo a Myron.
– Creo que me he meado en los pantalones -le balbuceó-. Lo juro por Dios. Vamos, compruébalo por ti mismo.
– Tu palabra me basta, Norm.
Myron se volvió hacia Esme Fong, que dijo con picardía:
– Yo también.
Aunque su propuesta era más seductora, Myron no cayó en la tentación.
Jack Coldren apenas si reaccionó. No agitaba una bandera blanca, pero daba la impresión de estar haciéndolo.
Tad Crispin sacó provecho de aquel error. Efectuó un buen golpe de aproximación. Sólo tenía que acertar un putt de dos metros y medio para ponerse en cabeza. Mientras el joven Tad se situaba junto a la pelota, en la tribuna se produjo un silencio sobrecogedor; no era sólo el público, era como si el tráfico de los alrededores, los aviones en el cielo y hasta la hierba, los árboles y el mismísimo campo se hubieran aliado contra Jack Coldren.
La presión era tremenda, y Tad Crispin respondía con grandeza.
Cuando la bola cayó en el hoyo, no se produjo el consabido aplauso educado propio del golf. El público estalló como el Vesubio en Los ú ltimos d í as de Pompeya. El sonido se encrespó como una potente ola, acogiendo con entusiasmo al joven recién llegado y expulsando al veterano agonizante. Era como si todo el mundo hubiese deseado aquello. Todos querían coronar a Tad Crispin y decapitar a Jack Coldren. El joven apuesto contra el veterano avejentado, como si se tratara de un equivalente golfista de los debates Nixon-Kennedy.
– Nunca he visto nada igual -comentó alguien.
– Se ha acojonado -reconoció otro.
Myron miró a Win. Aquello era lo peor que podía decirse de un deportista. Carecer de talento, pifiarla o tener un mal día era aceptable, pero acojonarse, jamás. Quienes se acojonaban eran cobardes. Hasta su hombría se ponía en entredicho.
Al menos así lo creía Myron.
Divisó a Linda Coldren en una tribuna cubierta que dominaba el hoyo dieciocho. Llevaba gafas de sol y una gorra de béisbol calada hasta las orejas. Myron la miró. Linda no le devolvió la mirada. Su expresión revelaba un evidente estado de confusión, como si estuviera resolviendo un problema de matemáticas o tratando de recordar el nombre de alguien que le resultara familiar. Algo en aquella expresión perturbó a Myron. Permaneció en su lugar esperando que le hiciera alguna seña. Pero no lo hizo.
Tad Crispin se plantó en el último hoyo con un golpe de ventaja. Los demás golfistas habían terminado de jugar, y muchos estaban congregados en torno al green del dieciocho para contemplar el acto final del mayor fracaso de la historia del golf.
– El hoyo dieciocho es de ciento ochenta y tres, por cuatro -dijo Win, en plan especialista-. El tee está en la cantera. Hay que golpear colina arriba, un trayecto de ciento ochenta y tres metros.
– Ya veo -repuso Myron sin entender palabra.
Tad fue el primero en jugar. Al parecer su drive fue bueno. El público le dedicó el consabido aplauso educado. Llegó el turno de Jack Coldren. La bola subió más alto, desafiando a los elementos.
– Excelente golpe -señaló Win.
Myron se volvió hacia Esme Fong.
– ¿Qué pasa si terminan empatados? ¿Muerte súbita?
Esme negó con la cabeza.
– En otros torneos sí; pero en el Open, no. Ambos jugadores tendrían que volver mañana y hacer de nuevo todo el recorrido.
– ¿Los dieciocho hoyos?
– Sí.
El segundo golpe de Tad llevó la bola muy cerca del green.
– Buen golpe -comentó Win-. Lo deja bien situado para el par.
Jack sacó un hierro y se aproximó a la pelota.
Win miró a Myron y sonrió.
– ¿Reconoces eso?
Myron entrecerró los ojos. Lo invadió una sensación de d é j à vu. No era aficionado al golf, pero desde donde se encontraban, incluso él reconoció aquel rincón. Win tenía la fotografía en la estantería de su despacho. Ben Hogan había estado exactamente en el mismo lugar que en ese momento ocupaba Jack Col-dren. En 1950, más o menos. Hogan realizó el famoso golpe que lo convirtió en campeón del Open.
Mientras Jack ensayaba su swing, Myron no pudo evitar cavilar acerca de la posibilidad de que resurgieran viejos fantasmas.
– Se enfrenta a una tarea casi imposible -dictaminó Win.
– ¿Porqué?
– Hoy el banderín está detrás de aquella enorme trampa de arena.
Jack ejecutó un tiro largo hacia el green. Lo alcanzó, pero tal como Win acababa de predecir, seguía estando a más de seis metros de distancia. Tad Crispin dio su tercer golpe, un toque preciso que dejó la pelota a quince centímetros del hoyo. Tad la golpeó ligeramente y consiguió el par. Aquello significaba que Jack no tenía ninguna posibilidad de ganar según el reglamento. Todo lo que podía hacer era forzar un empate. Siempre y cuando consiguiera aquel putt.
– Un putt de seis metros setenta -susurró Win con expresión ceñuda-. Imposible.
Había dicho seis metros setenta, no seis metros y medio o dos metros. Win era capaz de determinar la distancia exacta con sólo echar un vistazo, e incluso a más de cincuenta metros de distancia. Golfistas. Ver para creer.
Jack Coldren avanzó hasta el green. Se agachó, recogió su bola, puso una marca, recogió la marca, volvió a poner la bola exactamente en el mismo sitio. Myron sacudió con la cabeza. Golfistas.
Daba la impresión de que Jack estuviese muy lejos, como si efectuara el putt desde Nueva Jersey. Piensen en ello. Se encontraba a seis metros setenta de un hoyo de diez centímetros de diámetro. Saquen la calculadora. Hagan números.
Myron, Win, Esme y Norm esperaban. Aquello era el fin. El golpe de gracia. El momento en que el torero clava por fin el largo y fino estoque.
No obstante, mientras Jack estudiaba la superficie del green para calcular la trayectoria de la pelota, pareció tener lugar una especie de metamorfosis. Sus rasgos carnosos se endurecieron. Los ojos se concentraron, se aceraron y, aunque probablemente se tratara de la imaginación de Myron, éste creyó advertir en sus ojos la mirada de que le había hablado Win. Myron volvió la vista atrás. Linda Coldren también había advertido el cambio. Por un breve instante, permitió que su atención se desviara y sus ojos buscaron los de Myron, como si precisara una confirmación. Antes de que él pudiera hacer algo más que encontrar su mirada, ella apartó la vista.
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