11 de mayo de 1990
Bastantes semanas después, Delray seguía sin aparecer.
Flotando por ahí se podía decir de él. Krull creía, sin embargo, que Delray continuaba vivo. De algún modo, lo sabía.
Krull descendía con las alas rotas. No en arcos elegantes como los halcones de gran envergadura que describen círculos sobre su presa -un mamífero de pequeño tamaño- mientras se preparan para lanzarse y agarrarla y hacerla pedazos, sino que se deslizaba dando tumbos de borracho a través de violentas corrientes de aire. Se había tomado una dosis de metanfetamina muy a primera hora, pero la mañana se había acabado hacía ya mucho tiempo.
– ¿Krull? ¿Estás bien? Mira.
Demasiado esfuerzo volver la cabeza. Y cuando la volvió ya era algún tiempo después. En cualquier caso, había un sol. Un sol que sangraba sobre la oscuridad de debajo como una yema de huevo reventada, por lo que no necesitaba encender los faros todavía. No quería encenderlos hasta que fuera absolutamente necesario, era un principio que Delray también respetaba.
Blanco en movimiento. No recordaba si era una cosa buena o no tan buena.
Un día templado y agradable de mayo. Tendría que haber sido un día corriente si no fuera porque Krull se había despertado con una premonición. Zoe también las tenía: premoniciones. Como supersticiones. Como grasa para ejes que se te mete debajo de las uñas y a una profundidad tal que no consigues eliminarla ni sacarla.
– Krull, joder. Abre los ojos, vas a hacer que nos estrellemos.
Krull no era lo que se llama un yonqui. En absoluto. No era usuario habitual de ninguna droga. No tenía propensión, por lo tanto, a las premoniciones ni a las supersticiones pero, de todos modos, había sentido algo especial al recibir la llamada de Dutch Boy.
Por la carretera de Sparta a Booneville. Colinas formadas por glaciares, como las espaldas dobladas de animales antiguos, crestas y barrancos profundos. En la ciudad, donde había colinas abruptas que se alzaban desde el río, no era difícil pasar días enteros sin ver el cielo. Tenías que estirar el condenado cuello y hacer un esfuerzo para mirar hacia arriba. En el campo, entre aquellas largas colinas lentas, se veía más. De ahí surgía la ilusión: la de poder ver en el futuro.
– Para, Krull, joder. Conduzco yo.
Krull dio un empujón a quien estaba a su lado. Luego murmuró entre risas algo que sonó como ¡Que te den por culo, cabrón! Pero en tono amistoso.
Dada la manera en que Dutch Boy había escupido el nombre Krull… K-Krull… por teléfono, casi se veían las gotas de saliva que provocaba la indignación.
– Es un tarado. Está jodido. Que le den por culo.
Krull conducía un Dodge monovolumen de 1988, un coche que le gustaba. Que se conducía con facilidad tratándose de un vehículo tan grande. Matriculado a nombre de Aaron Kruller. Cuatro mil dólares la entrega inicial, dinero suministrado por Dutch Boy. En metálico.
Excepto que Krull se hallaba sumido en una situación de paranoia y no estaba seguro de si ya había llevado a cabo su misión e iba a ser recompensado o no la había llevado a cabo y lo iban a reprender. Como pasa en los sueños, no sabía en qué consistía la misión ni si había sido ya. Algo importante, urgente. Dutch Boy había dicho Piensa que esta vez más te vale no echarlo a perder.
Como cuando resbalas sobre hielo negro. Giras en redondo. Y el vehículo está en movimiento, de manera que pasas un rato de lo más jodido para decidir en qué dirección estabas viajando y por qué.
Señora, lo siento. Es una transacción en metálico.
Aquello lo había dicho en casa del médico de Fairway Lane. Lorene, la mujer del médico, había invitado a Krull a entrar, aunque estaba claro que Krull tenía mucha prisa y que sus botas de trabajo, pesadas como cascos de caballo, estaban embarradas e iban dejando huellas sobre la delicada alfombra beis. Nada más pasar la puerta trasera de la casa del médico se tenía, a través de paneles de cristal, sensación de hotel de lujo. ¿Había una piscina dentro de la casa?: un brillo débil y tenue de color aguamarina.
No era la primera vez que Krull había hecho una entrega en la casa de cristal y ladrillo con dos alturas y vistas al puñetero campo de golf Sparta Hills, pero la vez anterior Lorene, la mujer del médico, vino hacia Krull contoneándose, y se apoyó contra él con tanto descaro, con un deseo tal de ser amada o por lo menos acariciada, tocada, follada, que a continuación le había acercado la cara, había presionado los labios de Krull con los suyos y le habría besado con la lengua de no ser porque él se horrorizó tanto como si una serpiente hubiera sacado su lengua bífida por la boca de la mujer o como si una serpiente se le hubiera deslizado muslo arriba hasta la entrepierna.
– ¡Dios! Señora, apártese.
Dada su edad y su tamaño y su aspecto indio, Krull se asustaba con facilidad de mujeres que se le acercaban a toda velocidad, borrachas o colocadas: eran tales las historias que se oían sobre acusaciones de violación y de amenazas de muerte, así como de agresiones sexuales que nadie pondría en duda ya cualquier cosa que una mujer afirmase que le había hecho un varón. Y en este caso se trataba de una mujer completamente blanca, mientras que la piel de Krull era de un moreno muy oscuro y tenía una barba tan densa que necesitaba afeitarse dos veces al día, a tomar por culo, Krull tenía cosas mejores que hacer. De manera que le dio un empujón a Lorene, la mujer del médico (asombrada ya, herida como si la hubiese abofeteado), ¡como si diera por sentado que el mensajero tenía que marcharse sin otro pago que un beso húmedo con la lengua y la promesa de una relación sexual! Y además, la esposa del doctor Jacobi rondaba como mínimo los cuarenta. A Dutch hoy le repitió su lacónica respuesta como si se tratara de una morcilla televisiva «Señora, lo siento. Sólo hacemos transacciones en metálico» para hacerle reír.
Provocar la risa de Dutch Boy era como hacer reír a una condenada vaca para carne todavía con los cuernos puestos. Lenta y estúpida pero peligrosa si te acercas demasiado. Un paso en falso y puedes acabar entre sus cuernos.
A Krull se le conocía ya como lugarteniente de Dutch Boy. La mano derecha de Dutch Boy. El único fulano de quien Dutch Boy se podía fiar, eso era lo que decía.
Y un tipo que le hacía reír.
Krull sólo era divertido cuando estaba colocado. Si a eso se le podía llamar divertido. Más bien raro, como los programas televisivos de madrugada. Enciende el aparato, ahí está Krull.
– Vamos, Krull. Párate aquí. Voy a…
Krull quería reírse pero le castañeteaban los dientes. Tenía sin embargo tanto calor que se había subido la camiseta hasta las axilas. La piel, tensa sobre las costillas, brillaba a causa del sudor. Había perdido peso, joder, era bien difícil quedarse sentado el tiempo suficiente para tomar un bocado. Si es que se tenía el apetito necesario. El humo de la metanfetamina le anestesiaba el gusto, y la lengua se le quedaba entumecida, como si se le hubiera metido una cosa muerta en la boca, aunque sentía la necesidad de hablar, el ansia de hablar, pero sin palabras que decir. Cuando aquella mujer enardecida se apretó contra él, antes incluso de que tratara de introducir su lengua de serpiente en la sorprendida boca de Krull, ya lo había abrazado hábilmente como hace una madre con un hijo intransigente para apretarlo contra ella, manos maternas juntas sobre su trasero mientras lo sujetaba con fuerza diciendo que estaba muy sola, cielos qué sola estaba, deseaba quererlo, le pedía permiso, por favor, estaba loca por él desde la primera vez que lo había visto, Krull tuvo que apartar a la mujer de un empujón, escandalizado. La hambrienta boca femenina tan dispuesta a tragarse la suya.
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