– Del-roy me debe dinero, Krull. Dónde cojones está Del-roy. La próxima vez lo que le van a romper es la cabeza, no sólo el miserable trasero.
Krull entendió entonces: a su padre le habían pegado adrede.
Delray, por tanto, había recibido una paliza relacionada con Dutch Boy Greuner, lo que equivalía a drogas. Podía ser hierba y anfetaminas para alumnos de instituto, pero también cosas más fuertes como metanfetamina, cocaína y heroína. Con ventas que se hacían desde la trastienda del taller, aunque no fuese Delray en persona, sino uno de los mecánicos jóvenes, y Krull tenía una idea bastante precisa de quién. Maldita sea, aquello ya era demasiado.
– ¿Por qué pones esa cara? ¿Es que no me crees? ¿Es eso? Ve a preguntárselo a tu padre, Krull. Pregúntale por qué le dieron una paliza la otra noche, seguro que te lo contará.
Krull dijo que su padre estaba ausente.
– ¿Sí? ¿Qué coño significa «ausente»? ¿Quieres decir que ha salido por pies?
– ¿Cuánto os debe?
– «Cuánto nos debe»… ¡como si fuera tan sencillo, Krull! ¿Sabes? No es tan sencillo.
Necesitado de dinero. Ése era el problema. Desesperado porque tenía que devolver préstamos, los malditos intereses por los préstamos era lo que estaba matando a su padre. Delray había solicitado una segunda hipoteca sobre la casa. Después de la muerte de Zoe, cuando todo se fue a paseo. El negocio no generaba suficientes beneficios, a Delray se le tachó de maltratador primero y de asesino después. Cualquiera pensaría que la gente se lo tomaría con más calma una vez que la policía mató a tiros a Eddy Diehl, pero no había sucedido así o, en cualquier caso, aquello no había servido para arreglar las cosas. Era como si los habitantes de Sparta hubieran decidido de una vez por todas lo que estaban dispuestos a pensar tanto sobre Delray Kruller como sobre Eddy Diehl, y en ningún caso se iban a tomar la molestia de pensar de otra manera.
Por añadidura había nuevas gasolineras y talleres de reparaciones en The Strip. Una nueva concesión Harley-David- son. Delray pertenecía a una generación de ex combatientes de Vietnam que empezaba a desaparecer. Como si ya te comieran cuando aún estabas vivo, lo llamaba Delray. Y no había cumplido aún los cincuenta.
Dutch Boy se había invitado a entrar en el despacho de Delray. Era un espacio pequeño lleno de cosas y separado del garaje por una pared de placa de yeso adornada con calendarios, pósteres, anuncios. Krull llevaba quizá todo un año sin ver siquiera de lejos a Dutch Boy. Del círculo de amigos fracasados y drogadictos de Krull, la mayoría habían tenido con Dutch Boy tratos que no habían acabado demasiado bien, como Mira Roche, muerta a los dieciocho años de sobredosis, con una combinación de metanfetamina y crack cocaína, y su foto en los periódicos y en la televisión durante un día o dos y después olvidada.
JEFE DE POLICÍA HABLA DE «EPIDEMIA DE DROGAS»
ENTRE ADOLESCENTES DE SPARTA
POLICÍA DE ESPARTA Y DEPARTAMENTO DEL SHERIFF
DEL CONDADO SE ALÍAN EN GUERRA CONTRA LAS DROGAS
CUARTA MUERTE RELACIONADA CON DROGAS EN LO QUE
VA DE AÑO EN HERKIMER COUNTY
Desde que Delray lo necesitaba, Krull había tratado de distanciarse del mundo de la droga. Krull, aunque sentía debilidad por cualquier cosa rápida que pudiera entusiasmarlo, por cualquier cosa que le hiciera pensar ¡Bien! ¡Esto es lo bueno!, había llegado a ver el inconveniente de que le temblaran las manos, de sentirse aturdido y mareado después de haber dormido durante veinte horas tan empapado de sudor como una esponja. Un día, al ponerse la ropa, descubrió que le sobraba sitio en la cintura del pantalón, como si hubiera empezado a encoger, debía de haber perdido cinco kilos en pocos días: tuvo un miedo loco a quedarse sin tejido muscular, como los drogadictos que conocía, y con los dientes pudriéndosele en la boca.
Ahora Dutch Boy acosaba a Krull. Su tartamudeo iba acompañado de gotitas de saliva. Decía deber dinero a otras gentes -él, Dutch Boy- y Krull se imaginó que era como una escalera, alguien te debe, alguien que está en un peldaño por debajo del tuyo, el muy cretino no paga lo que debe, de manera que tampoco tú puedes pagar lo que debes al que está en el peldaño por encima del tuyo, y se produce un punto de ruptura. No hay posibilidad de volver atrás.
– Así que la escalera se puede romper, ¿te das cuenta, Krull?
Krull se encogió de hombros. No era problema suyo, sugirió.
– Será mejor que le llames, Krull. A tu padre. Sabes dónde está, lo puedes llamar. Que tu viejo se ponga al teléfono, K-Krull. No me jodas.
Krull pensó sin perder la calma Podría matarlo aquí. ¿Quién se iba a enterar?
– ¿Me oyes, Krull? Llámalo. Desde aquí.
I labia un teléfono sobre la mesa de Delray, y Dutch Boy lo empujó en dirección a Krull, que alzó las manos, apartándolas. Con un movimiento de cabeza indicó que no sabía dónde estaba su padre, que no sabía cómo llamarlo. Krull se había puesto en pie, fastidiado por la manera en que Dutch Boy lo acosaba, apropiándose demasiado espacio en un lugar en el que no se le veía con buenos ojos. Al descubrir en un estante, detrás de la cabeza teñida de bronce de Dutch Boy, una pesada llave inglesa, pensó que si conseguía maniobrar hasta colocarse en la posición adecuada, podría (quizá) abrirle el cráneo con un solo golpe y el problema quedaría resuelto para Delray aunque quizá no para Krull.
Movido por un subidón de adrenalina, Krull pensó que no le importaba matar a Dutch Boy pero que sí le importaba, y muchísimo, que lo pillaran. Malgastar su vida en Potsdam o en Attica y quizá morir allí. Aquello sí que le rompería el corazón a Delray, perder a su único hijo. No se podía arriesgar a una cosa así.
El nombre de pila de Dutch Boy era Dennis. En primaria se le conocía por Dennie Greuner, aquejado de una tartamudez que era como un ataque epiléptico, y que provocaba la risa de los otros chicos.
Había sido flacucho y de aspecto enfermizo, pero, de algún modo, logró imponerse, y en secundaria creció mucho de repente, consiguiendo una especie de fuerza malévola semejante a un gas tóxico que explota con la menor chispa.
Sin alzar la voz, Krull dijo que su padre era un hombre enfermo.
Siempre en voz baja, preguntó cuánto debía.
Dutch Boy se lo dijo. Krull silbó de manera casi inaudible. Con la esperanza de que, fuera lo que fuese lo que Delray había hecho con aquel dinero, le hubiera merecido la pena.
A la mañana siguiente Aaron Kruller recibió una llamada de la Clínica de Rehabilitación para Alcohólicos y Drogadictos del Hospital de Ex Combatientes de Watertown para informarle de que Delray, su padre, se había ausentado en algún momento de la noche anterior sin decirle a nadie adónde se dirigía. Tampoco le había dicho a nadie que se marchaba.
Krull colgó el teléfono. Sintió como si le hubieran dado una patada en la tripa.
– Que te den por culo, entonces. Se acabó.
La vez anterior Delray había hecho más o menos lo mismo. En la misma clínica de desintoxicación. Duró un poco más, pero se marchó antes de que le dieran el alta. Y estaba siguiendo exactamente el mismo tratamiento que ahora. Fue Zoe quien descolgó el teléfono entonces y Krull oyó sus gritos.
No había más que hablar. Aquello era el fin. Que se matase con la bebida. A Krull le tenía sin cuidado.
Había llegado a un acuerdo con Dutch Boy para devolverle el dinero a plazos. Quinientos dólares cada vez. Ya había hecho el primer pago. Quedaban otros seis. No le había dicho nada del dinero ni a su tía Viola ni a ninguno de los Kruller. Tampoco se sentía con ánimos para contarle a Viola las malas noticias. De cabeza al infierno, tras ella. Krull bebió cerveza hasta que la cabeza le dio vueltas y tuvo la tripa tan abultada como algo muerto e hinchado que flotara sobre el agua pensando que era así: era verdad que Zoe había caído en el infierno y estaba tirando de ellos como agua sucia que se arremolina en el sumidero. La clase de situación familiar, se le podría llamar herencia, que te obliga, con toda la lógica del mundo, a colocarte y seguir colocado todo el tiempo que puedas.
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