Años antes, Jacky DeLucca, la amiga de Zoe. Krull todavía soñaba con aquella hembra que nunca había vuelto a ver.
No llegó a descubrir si fue Delray quien le dio una paliza. Era una cosa que no le podías preguntar a tu padre.
Tampoco llegó nunca a averiguar si Eddy Diehl, antes de que la policía acabara con él, había confesado de verdad ser el asesino de Zoe. Si quizá había sido ésa la razón de que lo mataran a tiros. Aunque la historia se alterase después. Por puro despecho, para destruir a Delray Kruller. Por puro despecho, los enemigos de Delray en el departamento del sheriff. El novio de una prima de Zoe, ésa era la relación. Toda Sparta convertida en una telaraña de aquel tipo de relaciones.
Y en el centro de la tela estaba la araña Muerte.
Después de que la policía acabara con Diehl, su familia se había marchado de Sparta. Lucille, la ex esposa; Ben, el hijo; y Krista, la hija.
La chica a la que Krull casi había estrangulado. A la que casi había follado. Pero no, no lo había hecho, no habían sido más que sus manos.
No lo había hecho. La chica lo confirmaría.
Durante aquellas últimas semanas había cedido, le había dicho sí a Dutch Boy. Lo que le había sucedido a su anterior lugarteniente no era algo que supiera todo el mundo.
Si Krull había estado aquella tarde en casa de la mujer del médico y llevaba el dinero encima, eso quería decir que había hecho la transacción. Si Krull aún tenía la droga, no había hecho la transacción. Si Krull no tenía ni el dinero, ni la bolsita con la mercancía, se había metido en un buen lío.
Quienquiera que le estuviera tirando de las manos, Krull lo apartó de un empujón. Aquella persona trataba de razonar con Krull y Krull perdió la paciencia, lo maldijo de repente, riéndose enfadado y extendió el brazo para abrir la portezuela, el maldito tirador, Krull lo agarró y trató de alzarlo en la dirección equivocada, luego rectificó, la portezuela se abrió del todo, el imbécil salió despedido gritando, y Krull apretó el acelerador hasta el fondo.
Había estado allí, en casa de la mujer del médico. Ahora lo recordaba. Había sido real sin ninguna clase de duda. La mujer medio se había caído, el pelo sobre la cara. Sus ojos sorbiendo los de Krull como si se estuviera ahogando y era él quien tenía que levantarla, pero no lo había hecho. Miserable hijo de puta. Palurdo ignorante apártate del rostro de melocotón de la mujer del médico.
Siempre presente el deseo de que Delray regresara. Krull recurriría con toda franqueza a su padre para que le dijera qué hacer con Dutch Boy. De no ser por la desaparición de Delray, Dutch Boy no habría entrado en la vida de Krull.
Duncan Metz había abandonado Sparta. Corría el rumor de que se le había dicho que se fuera o que se atuviese a las consecuencias. Tal vez se hubiera instalado en Buffalo. Quizá en Erie, en Pennsylvania. Dutch Boy se había quedado con el arsenal de Metz, así era como lo llamaba. Rifles del ejército, escopetas y pistolas semiautomáticas. Una Remington de un solo disparo y accionada con cerrojo. Y otras armas además.
Tramabas matar a tu enemigo antes de que descubriera que también tenía buenas razones para matarte. El riesgo era, sin embargo, que tu enemigo ya se hubiera dado cuenta. Tu enemigo está esperando a que unos faros se acerquen a su casa en el campo, mientras el mundo se oscurece como algo que se solidifica, aunque todavía hay luz en el cielo y unas nubes estriadas y densas como rocas esculpidas.
Flotando por ahí. Pero dónde, nadie lo sabía.
Cualquiera pensaría que Delray iba a acabar por ponerse en contacto con alguno de sus parientes en Sparta. Pero no se sabía nada de él. Luego, a mediados de abril, Krull oyó que Delray «había pasado por» Long Lake y había visto a uno de sus primos y a su familia, pero cuando Krull llegó en coche a aquella zona de los montes Adirondack, Delray «ya se había marchado».
Qué tal habían encontrado a su padre, preguntó Krull.
Aunque, por la expresión en los ojos de sus familiares, sabía que era una pregunta dolorosa, difícil de contestar.
Más adelante en abril, Krull se enteró de que Delray se había presentado de forma inesperada en casa de otro pariente en Plattsburgh, cerca de la frontera con C Canadá; aquel primo se había alistado en el ejército y lo habían mandado a Vietnam más o menos en la misma época que a Delray. Su mujer llamó a Krull para decirle que su padre «había llegado y se había marchado», que daba la sensación de «beber mucho» y que «a veces, hablaba de manera confusa». Krull preguntó si había dicho algo sobre rehabilitación, sobre volver a Watertown, o sobre volver a Sparta, y algo acerca de él, pero la mujer del primo respondió:
– Luke y él no gastaron demasiado aliento en hablar, sobre todo bebían. Luke tiene la mala costumbre de hablar prescindiendo del que escucha (¿sabes a qué me refiero?), y cuando decía algo acerca de Vietnam, la maldita guerra en la que estuvieron, Delray se limitaba a gruñir y a reír como diciendo que había pasado tanto tiempo que a quién demonios le importaba ya. Traté de alimentar un poco a Del, porque no se puede decir que comiera mucho, le pregunté por su familia en Sparta, qué tal estaba su hijo, es decir, tú, y me respondió una cosa que helaba el corazón: «También de eso hace ya mucho tiempo». Pensé que quizá había sido una equivocación por mi parte llamar la atención de Delray, ya sabes, sobre tu madre y todo lo demás, pero no se ofendió conmigo. Más tarde por la noche me desperté oyéndolos a él y a Luke todavía en el piso de abajo riéndose, aunque quizá no fueran risas sino otra cosa. A la mañana siguiente se había ido.
– ¿Adónde?
– Aaron, ¿cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera llegó a decirnos de dónde venía.
El primero de mayo Krull se enteró por un cliente del taller que conocía a su padre desde los tiempos del instituto que Del estaba viviendo con una mujer en Saranac Lake y que trabajaba allí de mecánico.
– Para qué cojones iba a hacer papá una cosa así -dijo Krull-; tiene aquí su propio garaje.
Cuando pudo ponerse en camino para llegar a Saranac Lake, para lo que necesitó hacer mucho camino por la Route 28 y luego hacia el norte por las montañas y por carreteras llenas de curvas traicioneras, habían pasado unos cuantos días y una vez en Saranac fue parando en todos los garajes, y talleres de chapa y pintura y en todos los restaurantes, cafeterías y bares de los alrededores para enseñar fotos de un Delray más joven y en mejor estado de salud, de manera que tuvo que explicar qué aspecto era probable que tuviera en aquel momento. En ninguno de los garajes recordaba nadie haber visto a Delray, lo que era una mala señal, pero en un bar a la orilla del lago una camarera joven afirmó que sí, que podía ser que lo hubiera visto varias veces en aquel local, pero solo y no con una mujer, y que recordaba su cara, la de alguien «un tanto venido a menos, maltrecho», pero le había dejado buenas propinas, era un hombre generoso.
A Krull no le quedó más remedio que sonreír. ¡Generoso! Cuanto menos dinero tenía, con más facilidad se desprendía de él su padre. Había una atmósfera tal de vértigo e insensatez a su alrededor en tales momentos que hacía pensar en un hombre camino del patíbulo.
La joven dijo que le había preguntado cómo se llamaba y que el padre de Krull se había echado a reír y había farfullado algo que sonaba como «De eso hace ya mucho tiempo».
Krull pasó día y medio en Saranac. Como no quería gastar dinero en un motel durmió en su coche. Lo que necesitaba era un afeitado y se daba cuenta de que la ropa le olía a desesperación y a las cervezas que había tenido que beber tratando de localizar a su padre, aunque, maldita sea, estaba decidido a encontrarlo, excepto que la búsqueda era un recorrer uno tras otro bares, cafeterías, tabernas y restaurantes a lo largo de la carretera más frecuentada, una búsqueda inútil, como Krull llegó a descubrir, porque aquello no era la televisión, donde, después de unas cuantas averiguaciones un hijo encontraba a alguien -como la camarera joven- que le ayudaba a localizar a su padre y a llevarlo a casa y a volverlo a ingresar en el hospital para desintoxicarlo y de ese modo salvarle la vida. Lo que Krull encontraba en cambio eran desconocidos entre los cuales algunos tenían tiempo para él y otros no; desconocidos que eran en su mayor parte cordiales y estaban deseosos de ser útiles y compasivos, en especial mujeres que miraban con fijeza las viejas instantáneas un poco arrugadas que Krull extendía delante de ellas y que decían Ah, ¿es éste tu padre?¿Buscas a tu padre?¿Es que está enfermo? Y añadían El parecido es muy grande entre él y tú. Se ve en los ojos.
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