Joyce Oates - Ave del paraíso
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Krull fue a usar el baño en la parte trasera de la casa. Dutch Boy siguió hablándole mientras, ya de espaldas, se alejaba.
De lo que sucedió después, Krull no conservaría ningún recuerdo. Coincidiendo con su salida del cuarto de baño vio el destello de unos faros en el camino de entrada para los coches, una llegada que tuvo que ser algo inesperado porque Dutch Boy se alteró mucho. Krull le oyó maldecir como pueda hacerlo un niño mientras gimotea, y acto seguido salir al porche, cojeando. Lo que siguió fueron tres disparos en rápida sucesión, tan ensordecedores como si hubieran estallado a un par de centímetros de la cabeza de Krull. Un momento de silencio tan profundo como el que sigue a un trueno y luego la voz de Sarabeth:
– Oh, no, no. Oh, Dios, no.
Krull vio desde una ventana que un hombre con barba que si no era Metz se le parecía lo bastante como para ser su hermano, caía de rodillas cerca de la casa, hacia donde había huido a trompicones, y enseguida aparecía Dutch Boy que gritaba «¡Cabrón! ¡Hijo de puta!» y que se fue hacia él mientras el otro trataba de arrastrarse hasta las hierbas altas gimiendo y lloriqueando, al tiempo que la espalda se le llenaba de sangre resplandeciente. Si se trataba de Metz, Dutch Boy no le tenía ni pizca de miedo, porque Krull vio que se le acercaba corriendo, le disparaba a quemarropa en la nuca y que el otro caía hacia adelante sin la menor resistencia. Otro disparo más y una gran cantidad de sangre brotó de la cabeza del caído.
Todo aquello sucedió más deprisa de lo que Krull era capaz de asimilar. Casi más deprisa de lo que era capaz de ver.
Como en lacrosse, donde tampoco llegabas siempre a ver. Las jugadas son tan rápidas que tus ojos se quedan atrás.
Krull preguntándose ¿Era Metz? Que venía… ¿de dónde?
Mientras pensaba Si salgo de ésta, no volveré a traficar.
Se apartó de la ventana. Detrás de él gemía Sarabeth, entre lamentos. Dutch Boy regresó cojeando a la casa, hablando entre dientes consigo mismo, muy nervioso, mientras agitaba el arma que llevaba en la mano derecha. Era una pistola de cañón largo, pesada, de aspecto muy amenazador, tal vez de calibre 45, Krull estaba seguro de no haberla visto nunca. Los ojos de Dutch Boy, enloquecidos por la metanfetamina, se clavaron en él.
– T-tú. K-K-Krull, qué es lo que estás m-m-mirando.
Krull sintió un peligroso deseo de echarse a reír, pero logró contenerse, de hecho le invadió una tranquila variedad de pánico: Una de dos, o me mata ahora o no me mata. Junto al fregadero, un cajón estaba abierto a medias; trató de mirar dentro para ver si había algo, un cuchillo por ejemplo, un cuchillo de mango largo, que pudiera usar para defenderse, pero al instante se presentó Dutch Boy jadeando como un perro sin resuello.
– ¿K-K-Krull? Eso no lo has visto, ¿v-verdad que no?
Krull respondió al instante que no había visto nada. Y Dutch Boy dijo:
– Maldita sea, pensaba que me podía fiar de ese hijo de puta, y mira lo que he tenido que hacer.
Krull preguntó entonces:
– No era Duncan, ¿verdad que no?
Dutch Boy dijo:
– ¿Quién? ¿No era… quién? Y Krull respondió:
– Sólo para que lo sepas, Dutch, de mí te puedes fiar.
Dentro del cajón había lo que parecía ser un cuchillo de caza, pero Krull sabía que no le iba a ser posible sacarlo del cajón, que no tenía esperanzas de usarlo; aunque, entre un revoltijo de otros utensilios, llegara a rodear el mango con los dedos, no tendría tiempo.
– ¿K-Krull? ¿Me estás escuchando?
La necesidad de combatir un picor se apoderó de Dutch Boy. Con el cañón de la pistola se rascó el sobaco izquierdo y el pecho, que le sudaba por debajo del chaleco de plástico. En aquel momento Krull se dio la vuelta sin pensárselo más y se abrió camino para salir por la puerta trasera de la casa. En un instante estuvo fuera, en contacto con el aire del crepúsculo, más frío, corriendo llevado por el pánico, tropezando entre las hierbas altas de olor fragante y los rosales silvestres que le arañaban. Dutch Boy lo llamaba «¡K-K-Krull! ¡K-K-Krull!» con voz cada vez más alta como un niño dolido y ofendido. Dutch Boy disparó una vez, Krull oyó silbar el proyectil, que desapareció entre las hierbas. Siguió corriendo sin volverse, porque quería creer que Dutch Boy sólo había disparado al aire, a modo de advertencia, seguro que no quería disparar contra él. ¿Acaso no era su lugarteniente? ¿Su mano derecha? Quizás fuese una manera de indicarle que estaba despedido y que sería reemplazado, así que continuó corriendo entre un granero en parte derruido y los restos de una cerca de alambre espinoso. Detrás de él, Dutch Boy gritaba, y luego disparó una vez más. Krull oyó cómo Sarabeth alzaba la voz, aunque sin fuerza, y también oyó otra voz, masculina, que podría haber sido la de Jimmy Weggens.
Krull corrió con toda su alma. Agachándose y haciendo zigzags como un animal que ya ha sido herido, desesperado por salvar la vida.
… tropezando mientras atravesaba campos pantanosos. No podía arriesgarse a volver a su coche. El sol había desaparecido ya como si nunca hubiera existido. Agradables hierbas aromáticas que le llegaban a la altura de la cabeza y blanda y fértil tierra negra, un estruendo de canto de animales, diminutas ranas que vivían en los árboles. Se le habían mojado los pies. La cabeza le palpitaba dolorida. Era la jaqueca de después de la metanfetamina, cuando las arterias del cerebro se hinchan. Al limpiarse la cara y la nuca tuvo la sensación de que sangraba. (Quizá le había rozado uno de los proyectiles de Dutch Boy. Quizá Dutch Boy daba por sentado que estaba tocado y que se alejaría, arrastrándose para morir como un ciervo con una herida en las entrañas.) Imposible saber los kilómetros que anduvo, medio corriendo y medio tropezando, jadeante, por campos que habían sido en otro tiempo de cultivo, ahora entregados a las malas hierbas, entre grupitos de árboles, mientras retumbaban los truenos por la parte oriental del cielo, en las estribaciones de los montes Adirondack. Luego caminó por una pista asfaltada de dos carriles que no tenía nombre, con la esperanza de conseguir que alguien lo llevara, si bien cada vez que unos faros surgían de la oscuridad lo que hacía era apartarse y esconderse entre la maleza. No podía descartar del todo pensar que Dutch Boy y Jimmy Weggens estuvieran persiguiéndolo. Finalmente, y por casualidad, encontró la vía férrea que ya había visto en Booneville Junction, vía férrea que en aquel sitio se alzaba hasta una altura de metro y medio, y optó por seguirla en lo que supuso era la dirección de Sparta, aunque no tenía ni la más remota idea de cuántos kilómetros le faltaban por recorrer. De manera instintiva se adivinaba que la buena dirección era cuesta abajo, hacia un río. El río era el Black River y en aquella dirección estaba su casa. A la larga, agotado ya, tropezó, durante la noche, junto a la vía, con lo que parecía haber sido un cobertizo con una báscula: dentro, el suelo de tierra estaba cubierto en parte con tiras de cartón alquitranado sobre las que se tumbó con muchas precauciones, exhausto y acurrucándose como un perro apaleado. El frío era helador aunque estaban en mayo y la humedad se le metía dentro de los huesos. Zoe le estaba diciendo Conserva el calor, lo puedes hacer, cariño. Sigue respirando. ¡Te quiero! Sintió que se le destrozaba el corazón, tanto era lo que la echaba de menos. Y, ¡Dios del cielo!, también echaba de menos a Delray. Había llegado a aceptar la pérdida de Zoe, al menos eso creía, pero con Delray aún había una posibilidad de recuperarlo. No se había esforzado lo suficiente por encontrar a su padre y ya era casi demasiado tarde. Se le estaba olvidando ya lo que había sucedido en casa de Dutch Boy. Sin duda tenía alguna lógica. Siempre había una lógica si se conocían las circunstancias. Sigue la senda del dinero aconsejaba Delray. Acabó por hundirse en un sueño de puro agotamiento. Se despertó y se durmió de nuevo, y se despertó oyendo a lo lejos una voz furiosa, con su cortejo de gotitas de saliva, que trataba de explicarle algo, si bien el idioma era ininteligible. Luego Delray se acuclilló a su lado explicándole qué herramientas utilizar. Ahora todo se entendía con claridad y el corazón de Krull se llenó de afecto. La llave inglesa se usa así y así. A este destornillador se le llama un Phillips, ¿ves? Fíjate en la crucecita de la punta. Te puedo enseñar lo que haga falta. Encima de ellos estaba el chasis de un vehículo semejante a un insecto gigantesco que mostrase su esqueleto por debajo. Cigüeñal, transmisión. Tubos de conducción del combustible. A sus dedos de niño se les cayó la herramienta y papá los rodeó con los suyos y alzó la llave inglesa. Ves, Aaron, aprenderás si yo te enseño. Tómatelo con calma. No se acordaba ya de dónde demonios estaba, fue todo un sobresalto despertarse en el cobertizo, sobre el suelo helador de tierra, con las tiras de cartón alquitranado, la columna vertebral rígida y las articulaciones doliéndole de frío como él se imaginaba que les pasaba a las articulaciones de un anciano. A causa de la violencia y de la temeridad del lacrosse se acababa con dolores, esguinces, fisuras en los huesos que salían a relucir años después, afirmaba la gente de más edad. Pon toda la carne en el asador cuando juegas de joven porque es la única ocasión que tendrás, qué demonios importa lo que suceda después. Un viejo a los cuarenta y cinco años. Lisiado a los cincuenta. Artritis, hernias discales. Estaba mirando a algo que se movía en la pared derruida. Sombras o un agitarse, fuera, de algo que estaba vivo. Eh, chico. Soy yo, chico. Krull se incorporó, se arrastró hasta la entrada del cobertizo y miró fuera. Aún era de noche. No se trataba de un verdadero amanecer. Ráfagas de viento removían cosas rotas por todos lados. Ráfagas de viento en los árboles. Se le erizó el vello de la nuca. Dios del cielo, era una cosa terrible ver a papá allí fuera tan extrañamente tranquilo, a menos de cuatro metros. Delray estaba de pie, pero como si lo apuntalara el tronco de un gran árbol de hoja caduca. El rostro de su padre, con manchas oscuras, estaba estriado, como con pliegues en diagonal. Era un rostro desfigurado, el rostro de un fenómeno de circo, Krull lo miró asombrado. Ya ha pasado mucho tiempo, chico. Deja que me vaya, ¿de acuerdo, chico? Estoy cansado. Y luego se despertó al amanecer para descubrir que la figura que había creído que era su padre, de pie, apoyado contra un árbol con forzada rigidez, era en realidad una densa masa estriada de hongos sobre el tronco muerto de un árbol; pálidos anillos parásitos que parecían ripias colocadas con una inclinación uniforme. Krull no había visto nunca nada como aquella colonia de hongos que podía tener más de cuatro metros de altura, abrazada a un tronco, del que eclipsaba incluso la base misma. Los hongos habían succionado la vida del gran árbol, y en las ramas rotas y desgajadas sólo quedaban hileras de hojas muertas. Había algo así como un rostro en la masa de hongos, un rostro humano si mirabas fijamente, pero uno no querría acercarse para verlo, ni para comprobar, a menor distancia, el sufrimiento que reflejaba.
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