Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Krull había vuelto a subir a su coche y siguió avanzando. Aparcó en el patio de la casa de Dutch Boy. No llevaba ningún arma, si se exceptúa un desmontador de neumáticos parcialmente escondido debajo del asiento del pasajero. Dutch Boy había tratado varias veces de darle una de las pistolas semiautomáticas de calibre 22 y seis disparos, lo bastante pequeña para guardársela en el bolsillo de la chaqueta, pero Krull no había querido un arma de fuego con el razonamiento de que si la llevaba tendría ganas de usarla, querría encontrarle una utilidad. Cuando estaba colocado con metanfetamina -la mezcla con hachís era la peor- sus nervios estaban tan tensos que con el menor ruido o con cualquier movimiento brusco, como el de una mariposa agitando las alas, un colibrí, o incluso un simple milano que volara empujado por el viento, el corazón empezaba a palpitarle y a llenarlo de adrenalina, lo que incluso en su habitual estado de sobreexcitación Krull llegaba a entender que no era una cosa buena.

El colocón con metanfetamina había ido perdiendo intensidad pasadas dieciocho horas, o el tiempo que fuese. Ahora su corazón sólo palpitaba de aprensión, con miedo. No había encendido los faros. Por lo menos en eso había hecho lo correcto. El sol no había desaparecido aún. Buena parte del cielo permanecía iluminado hacia el oeste, por encima del lago Ontario, encendido con el rojo del atardecer.

Un sol rojo en el momento de hundirse. Delray había hablado de llevarlo alguna vez, un amigo tenía un bote, podían salir a pescar. En una parte de la cabeza de Krull, la excursión al lago Ontario era todavía una posibilidad. Algo que aún podía suceder. Su padre regresaba y se «retiraba» del taller de reparaciones. Claro que podrían hacerlo, cualquier fin de semana.

Dutch Boy no estaba tan loco en pleno día como a veces en la oscuridad. Krull estaba pensando que en aquella época del año los días eran más largos.

Se estaba dejando llevar por una vena melancólica: pensaba en cómo los abuelos de Jimmy Weggens habían vivido allí en Booneville toda su vida con aquella carretera sin asfaltar y se habían dedicado a la agricultura -trigo, soja, maíz, vacas lecheras- y habían dejado a sus hijos la granja y las tierras, con una extensión de veinticinco hectáreas, y en cambio los hijos, al hacerse mayores, se habían mudado a Sparta o a alguna otra ciudad dado que no sentían el menor interés por la agricultura, y poco a poco habían vendido la propiedad, o quizá se la arrendaban a granjeros de los alrededores, pero la casa vieja había quedado deshabitada hasta que por fin, a mediados de los años ochenta, pasó a manos de Jimmy Weggens, un yonqui de treinta y cinco años, consumidor de metanfetamina, con los dientes podridos y una sonrisa como la de una calabaza de Halloween.

Jimmy había sido en otro tiempo socio de Duncan Metz en la fabricación de metanfetamina para fumar y ahora lo era de Dutch Boy Greuner. En el sótano de la casa existía un «laboratorio» y fuera, detrás del edificio, un vertedero hediondo de residuos químicos. El olor llegaba hasta más allá de un kilómetro, pero ningún agente de policía del condado había investigado nunca aquella propiedad ni era probable que lo hiciera, fanfarroneaba Dutch Boy.

Dutch Boy era además proveedor de otras drogas convencionales: hierba, cocaína, analgésicos y antidepresivos que sólo se vendían, en teoría, por prescripción facultativa, píldoras para adelgazar y heroína. Y Krull sin otra arma que el desmontador de neumáticos con el que, evidentemente, no podía entrar en la casa.

Hizo bocina poniendo las manos delante de la boca. Era siempre arriesgado presentarse allí, incluso cuando a uno lo esperaban.

– ¡Eh! Soy yo, Krull.

Había visto una cara en una de las ventanas del piso de abajo.

Dentro de la casa, junto a la puerta, Sarabeth, la novia de Dutch Boy, una chica muy joven, se cubría el pecho con los brazos, tiritando. Llevaba un brillante clip de metal en la ceja izquierda. Nerviosa, y en apariencia avergonzada, Sarabeth le dijo a Krull:

– Está muy cabreado en este momento. No sé por qué.

Sarabeth había sido en otra época pareja de Krull. No la única en aquel momento ni por mucho tiempo, pero existía un lazo sentimental entre ellos, un aire de pesar, de disculpa. Sarabeth tenía dieciocho años, o quizá veinte. Por algunas de las cosas que contaba se podía pensar que tuviera veinticinco, o incluso más. Las historias sobre su vida eran atractivas y extravagantes. Hija de un hombre adinerado, se había escapado de Averill Park, un barrio residencial de Albany de nivel muy alto. Ella misma había sido modelo destacada, a no ser que fuese puta de lujo en Syracuse. Sus ojos -pequeños-, miopes y húmedos, de color de té, estaban dilatados y podrían haber manifestado miedo en circunstancias normales. Con la boca muy seca a causa de la droga que había tomado, Sarabeth se humedeció los labios con la lengua y posó una mano temblorosa sobre el brazo de Krull para advertirle, con un susurro entrecortado:

– Está nervioso.

En una habitación interior, que había sido cocina en otro tiempo, Dutch Boy hablaba por teléfono. Su voz era inconfundible: una sucesión de furiosas olas tartamudeantes. Hablaba con su proveedor de Syracuse, supuso Krull. Recordaba ya que había hecho cinco entregas en Sparta aquel día y que no habían surgido dificultades con ninguna, de manera que tenía dinero que entregar a Dutch Boy, un fajo de billetes arrugados que olían demasiado. Incluso billetes nuevos que llegaban a poder de Krull desde las manos temblorosas de clientes de clase acomodada, como la mujer del médico, conseguían apropiarse los olores del cuerpo de Krull. Se necesitaría tiempo para que Dutch Boy contara aquellos billetes, porque no se fiaba de los que llamaba «intermediadores». A continuación Dutch Boy colgó el auricular y fijó la mirada en Krull, dando la sensación, en un primer instante, de no reconocerlo. Luego dijo:

– Tú. Maldita sea, dónde cojones te habías metido .

A Krull 110 le pareció que aquella pregunta requiriese una respuesta.

Dejó los billetes sobre la mesa de la cocina, de un modelo antiguo, con superficie esmaltada, muy estropeada ya, y con manchas. Una mesa esmaltada de la clase que Krull recordaba haber visto en la cocina de sus abuelos, los padres de Zoe, en una época ya muy remota, cuando su madre y él iban a visitarlos casi todos los domingos.

Krull no estaba seguro de que aquellos abuelos suyos vivieran todavía. Si hubieran tenido deseos de verlo a él, su cara les habría recordado a la de Delray.

En el suelo, de linóleo, habían ido apareciendo bultos semejantes a ampollas. Varias ventanas, recubiertas con capas de suciedad, recogían la luz del sol que declinaba, como en una película en tecnicolor. Un hedor químico llenaba el aire, un fuerte olor a fertilizante. ¿Nitrógeno? Krull no intervenía para nada en la preparación de drogas, recelaba de sus peligros y no tenía la menor intención de participar en aquel proceso aunque se lo pidieran, cosa que no había sucedido. Nadie en la casa parecía notar el fuerte hedor químico excepto Krull y sólo en el momento de llegar. Dutch Boy estaba de un humor peculiar, agitado, tal como le había advertido Sarabeth, y presa de ansiedad. Posiblemente algo había salido mal. Vestía su chaleco de plástico, imitación de cuero, sobre el pecho desnudo, de color almeja y cóncavo, sin rastro de vello. Sus pezones eran como bayas diminutas. Los hombros y la parte alta de los brazos, descarnados, parecían carecer de tejido muscular. El pelo, teñido de color bronce, era castaño ya en las raíces. Excepto por las mejillas sin afeitar, los ojos inyectados en sangre y las arrugas de la cara, podría haber sido un niño disfrazado para Halloween, una figura que invitaba a la sonrisa. Mientras hablaba con Krull, queriendo tratar algo urgente con un torrente de palabras que se interrumpía a cada paso, brillaban sus dientes manchados. Los ojos parecían disparejos, desenfocados y, sin embargo, daba la sensación de hacer un esfuerzo sincero para hablar razonablemente con Krull, para convencerlo de algo, quizá para hacerle una advertencia y para amena/arlo, pero, de algún modo, sus palabras resultaban incomprensibles, como pronunciadas en un idioma que resultaba tan extranjero para su interlocutor como para él. Krull murmuró Sí, bien. De acuerdo con tono conciliador. Había estado mirando en busca de algún arma de fuego sin encontrarla. En algunas ocasiones Dutch Boy tenía una pistola a la vista, otras veces uno de sus rifles militares Enfield, y cerca, en algún sitio, estaba la escopeta Rottweil de calibre 12. Según la información de Krull, Dutch Boy no había disparado nunca con aquellas armas excepto para tirar al blanco, contra postes de vallas y pájaros carroñeros. Desperdigados sobre la mesa esmaltada estaban los cuadernos de Dutch Boy, páginas llenas con los complicados sombreados de cierta clase de dibujos de cómics, y las figuras de cómic del mismo Dutch Boy, así como intrincados dibujos de soles o átomos dando vueltas, calaveras sonrientes y rostros de payasos malévolos. Dutch Boy soñaba con llegar a ser algún día un famoso dibujante de cómics, al estilo de R. Crumb.

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