Ahora a Viola le parecía que Dios había intervenido.
– Y también rezo por ti, Aaron. Para que dejes entrar a Dios un poco en tu corazón.
Se tomaron las oportunas disposiciones en Watertown. Se hicieron llamadas telefónicas. Se reservó una cama para Delray en la sala de desintoxicación. Krull pensó Tiene que estar asustado de verdad. Zoe nunca se creería una cosa así.
A las cuatro de la tarde de aquel mismo día Delray salió camino de Watertown, lo que suponía un viaje de tres horas hacia el noroeste, hasta llegar al río San Lorenzo. Para entonces Krull había ayudado a Delray a darse una larga ducha con el agua muy caliente para limpiarse la suciedad y la vergüenza de muchos días y le había recortado el recio pelo enmarañado que le crecía cuello abajo y las patillas de hombre montaraz que ya griseaban con una de las tijeritas de Zoe, de manera que su padre ya no parecía ni un borracho, ni un loco, ni -lo más patético de todo- un motero envejecido. Viola se presentó, emocionada y llena de esperanza, y ayudó a Delray a preparar una sola maleta y un talego en el que, según la confidencia que le hizo a su sobrino, había metido una Biblia; y los dos, tanto Viola como Krull, se ofrecieron a llevar a Delray al hospital y a ayudarlo a instalarse, pero él insistió en que no era un condenado inválido, que había resuelto dejar de beber por decisión propia y así se presentaría en el hospital.
Y cuando se hubiera «secado», añadió, saldría.
– Zoe decía que lo más vergonzoso de un borracho es que enreda a su familia en su sufrimiento. Esta vez os voy a evitar eso.
De manera que era Zoe en quien Delray había estado pensando. Todo aquel día se había estado preparando para Watertown. Todo aquel día había estado pensando, con aire sombrío. Estar tan sobrio como una piedra helada, le llamaba Delray a su situación.
– Como revolverte las entrañas con un rastrillo. Duele tanto que casi hace que te sientas bien.
Fuera de la familia no hay gran cosa. Era un pensamiento consolador o terrible. Krull no sabía cuál de los dos.
Aquella noche, desde el hospital de Watertown, llamó un supervisor de la clínica de desintoxicación. Para informar a Aaron Kruller de que Delray, su padre, se había incorporado al programa de rehabilitación de alcohólicos y quería que su familia lo supiera. Su nombre y demás datos estaban ya en el ordenador del hospital y se había confirmado su condición de ex combatiente. Krull preguntó cuánto tiempo estaría hospitalizado, y se le respondió que de seis a ocho semanas como mínimo.
¡Seis a ocho semanas! Krull tendría que llevar el negocio de su padre durante todo aquel tiempo.
Tenía veintiún años para entonces. Había sido una persona adulta desde siempre, antes incluso de la muerte de Zoe. Sólo vagamente recordaba Krull a un chico -a un niño llamado «Aaron»-, en el periodo anterior a la muerte de Zoe, situándolo en un rincón en sombras de la casa de Quarry Road.
Krull preguntó cuándo podría recibir su padre visitas en el hospital y le respondieron que las visitas no se consideraban oportunas hasta que el paciente progresase de manera «apreciable». Para un paciente en la situación de Delray, aquello podía suponer cuatro o cinco semanas.
Krull dijo que irían. Tan pronto como su padre pudiera verlos, su tía y él irían a Watertown.
En el taller Krull les dijo a los mecánicos que Delray estaría «ausente» una temporada. Lo que quería decir que Joe Susa, el mecánico con más experiencia, supervisaría el trabajo en el garaje mientras que Krull atendería las llamadas telefónicas y se ocuparía de facturas, recibos, pedidos, clientes, además de hacer sustituciones cuando se le necesitara. La manera sorprendida y desanimada con que los empleados de Delray recibieron la noticia, sin mirar a Krull a los ojos, le hizo adivinar que estaban al cabo de la calle: Delray tenía que volver a rehabilitación o algo peor aún.
– ¿Krull? Abre.
Krull. Ninguno de los mecánicos lo llamaba así, ni nadie que lo conociera como hijo de Delray Kruller. Supo, por tanto, que se le venía encima algún problema.
Pasadas las diez de la noche, Krull seguía en la parte trasera del taller de reparaciones, que cerraba a las ocho. Llevaba desde entonces inclinado sobre el viejo y destartalado escritorio de tapa corrediza de su padre, tratando de poner en orden la contabilidad de Delray. Había facturas, recibos, pedidos de suministros, ilegibles anotaciones a mano, talones sueltos, algunos de los cuales se habían cobrado y otros no. Cajones abarrotados de cuentas antiguas, declaraciones del impuesto sobre la renta estatal y federal, extractos de cuentas bancarias. Para Krull no estaba claro si el taller ganaba dinero -si obtenía «beneficios»- todos los meses, o si la desigual contabilidad de Delray no reflejaba la realidad económica. Delray tendía a pagar talones sin sustraer el importe de la cuenta corriente del negocio; y también tendía a guardar facturas sin pagarlas. Y había talones de clientes casi indescifrables y de una fecha tan remota que ya no tenían valor alguno.
Ser propietario de tu negocio sonaba bien. Llevar tu propio negocio era el problema.
Habían pasado menos de tres días desde el ingreso de Delray en el hospital de ex combatientes de Watertown y Krull llevaba trabajando quince horas como mínimo al día en el garaje. Que un negocio fuese tuyo quería decir que nunca tenías tiempo para pensar en otra cosa.
Eso explicaba por qué un hombre necesitaba emborracharse, reivindicaba Delray. Por qué un hombre tenía que colocarse.
La mayor parte de aquel día de todos los demonios Krull había estado tumbado debajo de un todoterreno, levantado con un gato, y pasándolo de lo más jodido para arreglarle el motor: reparar los todoterrenos no era la especialidad de Krull, y echaba de menos a Delray, maldita sea. Estaba además manchado de grasa, con círculos de mugre en torno a los ojos -lo que le daba una apariencia de mapache asustado-, y tieso de suciedad el pelo que no protegía la gorra de béisbol. Los tatuajes morados y sinuosos que le habían hecho en un salón de tatuajes de Niagara Falls al que, no hacía aún mucho tiempo, había acudido en compañía de algunos amigos, se habían desdibujado ya como un mal sueño de borracho. Pero Krull no quería volver a casa y ducharse hasta que hubiera localizado en el escritorio de Delray algunos documentos cruciales que, según parecía en aquel momento, no iba a ser capaz de encontrar.
Ser propietario de tu propio negocio significaba cierta dosis de orgullo. Esa era la idea. Ir a la bancarrota no era la idea.
Ahora llegaba alguien -¿Dutch Boy Greuner?- que golpeaba con el puño la puerta trasera del taller de una forma que hacía pensar que no se trataba de la primera vez. El garaje estaba cerrado y a oscuras; sólo una luz en la parte de atrás, en el despacho de Delray; a través de la ventana Krull vio a Dutch Boy, escuálido y alto, como una aparición. Y cuando Krull abrió la puerta, Dutch Boy, que tenía unas pestañas muy pálidas, dijo, parpadeando mucho:
– ¿Don… dónde está tu padre, Krull? Necesito hablar con Del-roy. ¿Dónde coño está Del-roy?
Dutch Boy hablaba muy deprisa para superar un tartamudeo que parecía empezarle en el plexo solar para subir hasta la garganta en sacudidas peristálticas. Su forma de pronunciar Del-roy era malévola, burlona. Dutch Boy tenía reputación de imprevisible, de peligroso. Al igual que Duncan Metz, no sabías de antemano cómo te iba a recibir, si de manera amistosa o no tan amistosa. Mientras estuvo en el instituto, y durante algún tiempo después, Krull había tenido trato con Dutch Boy, que trabajaba para Duncan Metz y cuya familia lo había echado de casa a los quince años. Dutch Boy era tres o cuatro años mayor que Krull, le aventajaba unos centímetros en altura, tenía hombros huesudos como de buitre, pliegues parecidos a papel encima de los ojos, y una alternancia de dientes manchados y relucientes empastes de oro. Había estado preso en Potsdam por delitos relacionados con drogas y armas de fuego y había cumplido en su totalidad una condena de tres años, lo que quería decir que no se hallaba en libertad condicional y que la policía de Sparta no tenía autorización para vigilarlo ni para detenerlo por comportamiento «sospechoso». Se rumoreaba que había intervenido en la ejecución de otro preso en Potsdam, a petición de Duncan Metz. Dutch Boy vestía de cuero negro y calzaba botas de motero, si bien el supuesto cuero negro era plástico barato y no olía como estaba mandado; las botas, por su parte, tampoco eran de cuero, sino de caucho vulcanizado. Le brillaban los ojos con un ardor producido por las drogas y su pelo, teñido de color bronce, estaba peinado en pinchos. Con voz emocionada y temblorosa, Dutch Boy dijo:
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