¡Hazme daño! Inténtalo.
Lo que sucedió entre ellos entonces.
Tampoco habría manera de hablar de aquello.
Después de que le dijera a su tía quién era la chica. Después de que Viola mirase, incrédula, a su sobrino. Después de que se marchara para hacer una llamada telefónica y Krull se quedase a solas con Krista, en el baño de su tía. Krull abrió los dos grifos y la chica trató de lavarse la cara, aunque insegura por encima del agua, mareada, torpe.
Krull no había querido tocarla más. Le había dado una toallita para lavarse que a ella se le enredaba entre los dedos. Y de repente las manos de Krull se cerraron alrededor de su cuello. Estaba detrás, pegado a ella, los dos delante del lavabo. Krull no parecía capaz de controlar sus manos, que rodearon el esbelto cuello de la chica. Y al sentir su miedo instantáneo, su pánico, en aquel momento tuvo una erección. Sangre en el pene, duro como un palo. Su cerebro próximo a la extinción, a la aniquilación.
Burlándose de ella:
– ¿Fue así como lo hizo? Tu padre…
La manera en que Eddy Diehl había estrangulado a Zoe en su cama. Excepto que Krull parecía recordar que había una toalla retorcida alrededor del cuello de su madre. Pero quizá Eddy Diehl la había estrangulado antes de usar la toalla. Quizá quedaban en el cuello de Zoe las señales de los dedos de un hombre, la sombra de unos dedos sobre la piel descolorida.
Krull no había visto la garganta de su madre pero sí su cara. Siempre, en cualquier momento, al cerrar los ojos Krull veía el rostro de su madre muerta. Un rostro hinchado como un melón magullado y roto, piel amarillenta, piel ensangrentada, pómulos rotos y órbitas rotas y los ojos abiertos, como uvas.
Y en los ojos los capilares reventados, la presión del estrangulamiento.
Krull había visto a su madre muerta, y había tenido que olería. La madre de Krull, tan hermosa, excepto que ya no lo era. Aquélla había sido la recompensa de Zoe. Aquél había sido su castigo. ¡Le dieron su merecido como no podía ser menos! Esa pobre mujer, decían. Krull había oído cosas así, o casi las había oído. Una terrible rabia ahogada se alzó en Krull, un deseo de castigar.
– ¿… así? ¿De esta manera? ¿Así…?
Se apretaba contra ella, todo su peso contra su espalda. Le apretaba la garganta. Débilmente la chica quiso apartar los dedos de Krull, pero carecía de la fuerza para liberarse. Sin atreverse a arañarle, frenética, como podría haberlo hecho otra chica, por el miedo a provocar en él una furia todavía mayor. Porque quizá -la aterrada chica podía estar razonando- Krull sólo bromeaba, no iba en serio como -quizá- tampoco Duncan Metz iba en serio, y no se había propuesto violarla y dejarla morir de sobredosis en un vagón de mercancías; quizás un momento después Krull dejaría de apretarle el cuello y se reiría de ella. Se reiría de su miedo. Haría ver que se trataba de una broma.
Los hombres hacían cosas así. Te llevaban hasta el límite. Te mostraban lo que había más allá. Y si te lo creías, el fulano se reía de ti, te despreciaba. Se lo contaría a sus amigos, que también se reirían de ti.
Pero no lo podías saber. A veces no lo podías saber hasta que era demasiado tarde.
Mira Roche se lo había dicho a Krista. Y Bernadette. ¡Sus dos amigas!
El caso era que Krull no estaba del todo solo con Krista. Cerca, en aquel apartamento, su tía Viola hablaba por teléfono. Si hubiera estado solo con Krista, si se la hubiera llevado a la granja de Quarry Road, algo distinto podría haber sucedido. Pero la tía de Krull estaba en el apartamento, y Krull sólo se restregó con fuerza a través de la ropa de la chica. Y a través de su propia ropa, porque no se había desabrochado los pantalones. No se había sacado el pene, para forzarla. No le había bajado los vaqueros, para meterle el pene dentro. Por la raja de su tierno culito. Le habría hecho un desgarro importante, la habría hecho sangrar, pero todo aquello no había sucedido, porque la tía de Krull estaba muy cerca. En el espacio de unos veloces segundos Krull se había corrido, y con gran violencia. Se corrió desmayándose casi. Y Krull pensaría de inmediato No se está dando cuenta. Ninguna de las dos se ha dado cuenta.
De manera abrupta terminó todo. Sus dedos la soltaron, retiró su peso de la espalda de Krista. Medio desmayado y con las rodillas que casi se le doblaban y sin embargo diciéndose No ha pasado nada. No la he tocado.
Habló con voz ahogada:
– Oye. Nadie te ha hecho daño. Vamos, respira.
Se echó a reír. La empujó un poco. Se comportaría como si nada hubiera sucedido entre ellos. La chica estaba medio tumbada sobre el lavabo, jadeando para recuperar el aliento. Krull esperaba no haberle mojado la ropa, pero había agua en el lavabo, agua que salía de los grifos, la chica había estado tratando de lavarse la cara. No debía de pesar más de cuarenta kilos. Un sudor frío se apoderó de él, podría haberle roto la columna vertebral al apretarse contra ella, podría haberle roto el cuello al perder el control como lo había hecho, el frenesí sexual era demasiado fuerte, imparable.
Cuando Viola regresó todo había terminado. Krull quería pensar que había terminado, se había apartado de la chica, se había arreglado la ropa sudada. Y allí llegaba Viola agitada y quisquillosa como alguien que ha tomado una difícil decisión:
– Déjame. Le lavaré la cara. ¡Por el amor de Dios! Tiene vómito en el pelo.
Fue idea de Viola que Krista telefonease a su madre cuando estuviera lo bastante recuperada para hablar de manera coherente. Para explicarle que estaba en Sparta, en casa de una amiga. Se había quedado hasta tarde en el instituto, había habido una -¿qué?- reunión para el anuario, o un entrenamiento deportivo: ¿baloncesto? Krista explicaría que había tratado de llamar antes pero sin lograr establecer la comunicación. O no había encontrado un teléfono. Quizás había habido una avería en el servicio telefónico. Debía explicar a Lucille que había cenado con su amiga. Y que la madre de su amiga se disponía a llevarla a casa.
De hecho, Viola quiso devolver a Krista Diehl a su casa. Pero Krull insistió. Krull había empezado aquello y Krull lo acabaría. Sacó una cerveza del frigorífico para bebérsela mientras llevaba a la chica hasta la carretera junto al río donde sabía que vivían los Diehl. Apenas intercambiaron una sola palabra. Para entonces Krull se estaba olvidando ya de cómo había estado a punto de estrangular a la chica, de cómo la había embestido sin importarle hasta qué punto pudiera hacerle daño; terminaría por olvidarse de cómo se había corrido, y con qué intensidad, hasta doblársele las rodillas, entre gemidos; y acabaría por pensar que probablemente nada había sucedido. Nada de todo aquello había sucedido. O había sucedido de otra manera distinta, diferente. Posiblemente había querido que sucediera, pero su tía lo había impedido. Su tía había aparecido en la puerta del cuarto de baño y por eso no había seguido. Lo que fuera que Krull estaba haciendo, el intento del grosero, del cerdo de Krull, de cepillarse a la chica que había traído a su casa para salvarla de morir de una sobredosis se había quedado en nada. Su tía sería testigo de que no había sucedido. Nada de agresión sexual. Nada de violación de una menor. No, tratándose de Krull. De Krull que era demasiado astuto y demasiado cauto.
Dejó a la chica delante de su casa. Volvió a la granja de Quarry Road, que estaba a oscuras como de costumbre, desde que Zoe los había abandonado, maldita para siempre. No la perdonaría. No los perdonaría a ninguno de ellos, malditos todos. Cogió otra cerveza del frigorífico de un paquete de seis de Delray, y se la tuvo que beber deprisa para evitar las náuseas, para hacer desaparecer cualquier idea que pudiera repugnarle como cucarachas saliendo de las grietas en el papel pintado mientras llegaba a su habitación a trompicones y caía en la cama para sumirse en un sopor desprovisto de sueños.
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