Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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El pretexto para la entrevista de aquella tarde era un trabajo que Krull había entregado el día anterior, sobre el tema «El individuo en la sociedad». Krull sólo había conseguido escribir un único párrafo con dos frases. Veintiuna palabras ahogadas y apelotonadas con las que había trabajado penosamente en el taller de reparaciones, sentado en el escritorio de Delray. Tuvo que interrumpir la redacción al producirse una llamada inesperada: a él y a otro mecánico se los necesitaba en la interestatal, porque había habido un accidente y hacía falta acudir con la grúa. Después, al leer lo que había escrito Todas las cosas que le suceden a cualquiera son cosas que le suceden a… . sintió una ola de vergüenza, de furia. Maldita sea, sabía lo que quería decir pero no conseguía decirlo, las palabras se le atascaban dentro.

Ahora echó una ojeada al trabajo que la señora Haré le había devuelto. Vio que había cometido una falta de ortografía al escribir sociedad. También había escrito mal suceden. Sintió ganas de arrugar allí mismo el condenado papel.

– ¿Aaron? Estás escuchando, ¿verdad que sí?

Qué cerca había estado la señora Haré de decir Estás escuchando, querido, ¿verdad que sí?

Krull murmuró algo vago. Se sintió enrojecer y empezó a agitarse en la silla en preparación para marcharse.

– Pareces tan… triste, Aaron. Tu expresión es…

Krull se puso en pie, agarrado al papel. El condenado trabajo que iba a arrugar hasta convertirlo en una bola tan pronto como saliera del aula.

– Bien. En cualquier caso espero… espero que revises tu redacción. Quiero decir que espero que la desarrolles. Siempre parece que tienes muchas más cosas que decir pero que no llegas a decirlas. El mínimo que se pedía para el trabajo era quinientas palabras, Aaron. No es que sea necesario contarlas, pero…

Krull se marchaba muy abatido. Esperaba que aquello no tuviera un mal final. Como en un relámpago le vino el recuerdo del rostro destrozado de Zoe, de las órbitas magulladas y rotas. Krull murmuró ¡Sí, señora!

La profesora fue con él hasta la puerta del aula. Como cuando en un programa de televisión la señora de la casa acompaña a alguien que se despide. La sala donde estaban era el aula personal de Marsha Haré, decorada por ella misma con brillantes fotografías de animales, paisajes, vistas de ríos. La había adornado con lo que Zoe habría reconocido como bonitos toques femeninos, flores artificiales en jarrones, helechos y violetas africanas en tiestos de barro, pequeñas tallas de madera. Sentada, la señora Haré había parecido casi de la misma altura que Krull, pero una vez en pie, se veía lo baja que era a su lado; lo rápidamente que disminuía su autoridad. Seguro, de acuerdo, gracias, señora Haré Aaron volvería a escribir el trabajo Sí, señora excepto que al día siguiente en gimnasia Krull tuvo un altercado con dos chicos -chicos «blancos»- que lo habían cabreado porque lo miraban como si oliera mal y otros chicos se habían unido, algunos del lado de Krull, la mayoría en contra, y se produjo una batalla campal que duró varios clamorosos minutos, y esta vez había testigos del comportamiento de Krull, incluido el señor Casey, el profesor de gimnasia, que sangraba por la nariz, de manera que en el espacio de unas pocas horas de confusión Krull fue arrestado por agentes de la policía de Sparta, que se lo llevaron a la jefatura de policía donde se le acusó de agresión, alteración del orden público, resistencia a la autoridad. Aaron Kruller no regresaría nunca a Sparta High, ya que la expulsión fue permanente. Tampoco se graduaría con su curso. Ni volvería a ver a la señora Hare.

42

La chica. La hija de Eddy Diehl.

Ya sabía su nombre: Krista. Sabía exactamente quién era. Pero no por qué lo seguía. Una chica de pelo rubio muy claro, demasiado joven para merecer una segunda mirada de Krull.

Seguía observándolo, sin embargo, desde lejos. Retrocediendo cuando él advertía su presencia. Pero no demasiado deprisa.

En la cara de la chica había una expresión que tenía algo de súplica. En sus ojos tristes. ¡Hazme daño! Inténtalo.

Krull había agredido a Ben, su hermano. Quizá lo supiera. Quizá Ben se lo había contado. (Aunque Krull dudaba de que Ben le hubiera contado a nadie la humillación de la que había sido víctima.) Pero Krull nunca pegaría a una chica. Ni siquiera a la hija de Eddy Diehl.

Ni tampoco se acercaría. Nunca.

Ahora que Krull había advertido la presencia de la chica -de Krista Diehl- que era hija de Eddy, se dio cuenta de que había oído hablar de ella a Mira Roche: de lo joven que era y de lo confiada. Bastante encantadora e ingenua. Casi te daba pena de la pobre criatura, con un padre como el suyo…

Krull no preguntó por el padre.

… su padre que había tenido problemas con la policía, la gente decía que se había marchado de Sparta.

Y por otro lado estaban Duncan Metz y sus amigos, Krista no tenía ni idea de los planes que habían hecho para ella.

Mira rió, incómoda, al ver que Krull se había hundido en uno de sus peculiares estados de ánimo.

(Krull por supuesto no iba a tomar parte. Trataba de mantener las distancias con aquel grupo. No se les podía llamar amigos, Krull no habría sabido cómo llamarlos. Las chicas estaban locas por él -por Krull- pero aquello no era nada halagador, sólo querían colocarse y harían cualquier cosa que les pidiera un tipo a cambio de drogas; una vez que estaban colocadas, hacían todavía más, hasta perder el conocimiento. Y chicas muy guapas, como Mira Roche… También estaba Duncan Metz, que afirmaba ser un buen amigo suyo, pero del que Krull no acababa de fiarse. De Metz se decía con admiración que lo habían trincado muchas veces desde los dieciséis años pero que nunca había pasado ni un solo día en la trena, ni siquiera en un correccional. Y a Metz ya no lo iba a trincar nadie, era demasiado listo. Ganaba demasiado dinero. Tenía alguna conexión misteriosa con el departamento del sheriff de Herkimer County, uno de sus primos era ayudante del sheriff, o Metz era un soplón de confianza, que pasaba información a la policía a cambio de favores especiales. La última vez que estuvieron juntos, Metz puso su Firebird descapotable a ciento cincuenta por hora en la interestatal… ciento sesenta… ciento setenta y más aún… Y Krull, en el asiento del pasajero, decía ¡No tan deprisa! Dios del cielo pero Metz, colocado con metanfetamina, se limitó a reír. Calma, Krull, yo no cometo errores.) Desde su expulsión del instituto, Krull trabajaba más horas en el garaje. Ahora, en invierno, el taller Kruller se ofrecía para servicios de quitanieves, y el trabajo aumentaba mucho. De todos modos, Delray sólo tenía dos mecánicos a tiempo completo y dos o tres jóvenes más que trabajaban a tiempo parcial. En su calidad de hijo de Delray, a Kruller se le pagaba de manera caprichosa y algunas semanas nada en absoluto. Cuando Delray no estaba en el taller, era Krull quien contestaba al teléfono y hablaba con los clientes. Estaba aprendiendo a hacer estimaciones. Nadie que le oyera decir por teléfono Sí señor, sí señora habría adivinado que no tenía más que dieciocho años. Delray le confiaba cada vez con más frecuencia la grúa, y las tareas nocturnas de retirar la nieve. El tipo de trabajo que hay que hacer sobre todo de noche, después de una fuerte nevada, y después de haber completado una jornada entera en el garaje. Delray lo llamaba trabajo de mierda, pero da dinero.

A Krull en realidad le gustaba quitar la nieve, sobre todo de noche. Tenía un algo loco y emocionante, como jugar a lacrosse; trabajabas con otros, formabas un equipo, podía ser trabajo peligroso, pero mientras estuvieras siempre en movimiento y no cerrases nunca los ojos para tomarte un momento de descanso, no había problemas.

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