No era la hora de la clase de gimnasia de Krull. Krull estaba en segundo curso, no en tercero como Ben, porque había perdido un año. Sin embargo, como por instinto, siguió al chico Diehl al interior del vestuario adelantando a otros alum-nos como si no los viera hasta que divisó a Diehl que, en aquel momento, colocaba su mochila sobre un banco en el rincón del vestuario más alejado de la puerta. Quienes observaron cómo Krull se acercaba rápidamente a Diehl con la clara intención de agredirlo, se callaron de inmediato y retrocedieron, y aquellos cuyos armarios estaban cerca del de Diehl se marcharon a toda prisa de manera que, cuando Krull llegó junto a Diehl, con más de diez centímetros de diferencia en altura y unos diez kilos más de peso, no quedaban testigos para ver cómo el chico más pequeño, y en apariencia más joven, alzaba la vista sorprendido hacia Krull, aunque con una sorpresa que tenía algo de culpable, como si hubiera estado esperando que sucediera aquello; ni para ver cómo Diehl sólo tuvo tiempo de tartamudear «Qué… qué es lo…» antes de que Krull lo agarrase por los hombros, muy estrechos, y prácticamente con el mismo movimiento lo estampara contra los armarios con tanta fuerza que toda la hilera hizo ruido y tembló. El ataque fue silencioso y certero y dio la sensación de no haber requerido ningún gran esfuerzo por parte del chico de mayor tamaño.
Diehl no había tenido tiempo de protegerse (o no tuvo la fuerza para hacerlo) cuando cayó sobre el frío suelo de baldosas, encogiéndose debajo del banco largo y estrecho que Krull procedió a apartar de una patada para llegar hasta él, acercándosele con la cara encendida y temblando de indignación.
– Levántate. Maldita sea, capullo, levántate.
Ningún testigo informaría de haber oído suplicar a Ben Diehl «¡No me pegues! ¡Qué te he hecho yo! Déjame en paz, yo no te he hecho nada…» con una expresión tal de miedo en la cara, una súplica tan abyecta, que Krull le dio un puñetazo, otro más y una patada, y se dio la vuelta, lleno de desprecio.
Krull abandonó el vestuario sin dar la sensación de apresurarse. Tampoco hizo otra cosa que echar una ojeada a los compañeros de Ben Diehl que lo observaban, siete u ocho chicos que mantenían las distancias en un silencio tan respetuoso que Krull no vio la necesidad de amenazarlos. Aquellos chicos entendían.
Ahora ya sabes lo que te puedo hacer. En cualquier momento.
Es lo que te mereces, tu pudre mató a mi madre.
Durante algún tiempo después hizo caso omiso del chico Diehl. Le habría gustado matarlo sin más arma que las manos. Porque Krull pisaba fuerte. Sentía, sin embargo, que el tiempo de la proximidad entre los dos no iba a tardar en acabarse, dado que los días de Aaron Kruller en el sistema escolar público de Sparta tocaban a su fin: cumpliría pronto dieciséis años y era tal su deseo de dejar el instituto que saboreaba aquel placer de antemano.
Vas a seguir, maldita sea, sabes que tu madre quería que siguieras.
Y la protesta de Aaron Tú no terminaste la secundaria, papá… ¿por qué tendría que hacerlo yo?
Porque más te vale no acabar como yo. La época para gente como yo ha pasado ya.
Aquellas palabras en boca de Delray helaron el corazón de su hijo. No era posible que Delray Kruller lo creyera y, menos aún, que lo dijera en voz alta.
Tras la muerte de Zoe, las cosas más extrañas habían aparecido en la vida de los dos como un gas tóxico.
Delray que decía A tu madre nunca le gustó que trabajaras conmigo, tan joven. Decía: Aaron puede probar otras cosas. No ser un esclavo de la reparación de motores.
Que la jodan.
Delray lo miró como si no hubiera oído.
Que la jodan. A mamá. Me importa un rábano lo que quisiera para mí, nos dejó, ¿no fue eso lo que hizo?
Con la velocidad de una serpiente llegó el golpe de Delray con el dorso de la mano, que alcanzó a su hijo de gesto malhumorado en la sien y estuvo a punto de tirarlo al suelo.
No se te ocurra hablar así de tu madre, mequetrefe. Sé respetuoso o te rompo la crisma.
Si había habido dudas antes, ya no quedaba ninguna. Incluso después de que la lealtad del hijo a su padre fuese innegable.
Tuvo que parecer que surgía de la nada. Como por accidente. El muchacho de aspecto indio, alto y grande, conocido como Krull -el chico cuya madre había sido asesinada- surgió en el lateral de un camino de tierra que descendía hasta el río en el momento en que Ben Diehl ascendía por aquel mismo camino hacia el puente para peatones por el que se cruzaba el río.
Se pudo ver el miedo en la cara de Ben Diehl: ¿debería correr? O… ¿era mejor no hacerlo?
Desde el ataque en el vestuario, que no había sido premeditado y en apariencia se había producido sobre la marcha, podía ser que Ben Diehl esperase que no sucediera nada más, porque había aceptado la cólera de Krull con aire culpable y no lo había denunciado a su profesor de gimnasia ni a las autoridades escolares ni tampoco a Lucille, su madre, a quien había explicado con convincente autoironía cómo había tropezado con un banco del vestuario y había caído golpeándose contra un armario.
Ningún otro alumno confirmó aquello. Ningún otro chico parecía haber intervenido.
Habían pasado ya varias semanas, y el tiempo era húmedo y ventoso. Ben Diehl vestía una cazadora de pana marrón con una capucha que le cubría la cabeza y Krull una chaqueta que parecía hecha de plástico plateado y sin capucha. Ben Diehl llevaba además una mochila con aspecto de estar llena de libros y cuando caminaba tendía a mirar al suelo. Una especie de fuerza de gravedad le hacía bajar los ojos. La mirada de Krull era una mirada de depredador, elevada, alerta. No tenía un plan consciente de seguir -de «acechar»- a Ben Diehl aquel día, excepto que, de algún modo, había sucedido así.
No me gusta, pero imagino que las cosas suceden así.
¿Era la voz de Zoe? ¿Zoe cantando una de sus canciones de estilo country?
Krull casi la oía. Era una canción famosa -quizá cantada por Johnny Cash- pero Krull la oía con la voz de Zoe, susurrándosela al oído.
No había planeado ningún segundo ataque. Excepto que esta vez no habría testigos.
Krull pensó ¡Mejor ocasión imposible! Compensa por la otra.
Se refería a su repentina felicidad. Como un relámpago. A unos siete metros por detrás de su asustado condiscípulo, Krull echó a correr, las piernas llenas de fuerza, músculos poderosos, un júbilo vigoroso en las extremidades; fugazmente vio el aviso PUENTE PARA PEATONES CERRADO POR REPARACIONES. NO UTILIZAR pero Ben Diehl no podía darse la vuelta, Krull lo empujaba hacia adelante y, ya dentro del puente y en el espacio de unos segundos, lo alcanzó y lo agarró del brazo y lo sacudió como se sacude a un muñeco de trapo:
– ¿Corres huyendo de mí? Vuélveme la espalda y te hago pedazos.
Ben trató de empujar a Krull para escapar. Había una fuerza frenética en sus brazos y enseñaba los dientes en una mueca de terror y de furia que sorprendió a Krull, el chico Diehl era como una rata desesperada peleando con él. Lo zarandeó todavía con más fuerza, lo estampó contra la barandilla del puente hasta oír cómo al otro se le cortaba la respiración. También él jadeaba de manera apreciable. Debajo el Black River corría oscuro y crecido a causa de las lluvias recientes. Krull pensó Lo puedo matar aquí, nadie se enteraría. Tardarían semanas en encontrar el cuerpo.
Lo que le dijo a Ben Diehl fue:
– Tu padre, ¿dónde está?
Ben Diehl tartamudeó que no lo sabía.
– ¡Sí que lo sabes! Asesinó a mi madre.
Ben Diehl tartamudeó no.
– ¡Sí que lo hizo! ¡Y no le ha pasado nada! ¡Ahora está viviendo en otro sitio y nunca lo han castigado!
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