Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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El corazón le latía con fuerza. El pene se le había endurecido de tal manera que se sentía atravesado por él como una criatura que ha sido acuchillada y destripada con una hoja afilada. Subió, vacilante, las escaleras que acababa de bajar lleno de pánico y allí estaba Jacky DeLucca saliendo del baño y sonriéndole.

– ¡Ah! Aar-on estás ahí.

Su voz era provocativa y cantarina, y su actitud pretendidamente infantil y tímida. No estaba desnuda del todo, sólo en parte: se había quitado el pulóver negro con cuello de pico, y también debía de haberse quitado el sujetador, porque sus pechos estaban al aire, enormes y péndulos, con pezones prominentes, como bayas u ojos. Aaron no podía mirarlos pero tampoco lograba apartar la vista. Despacio, DeLucca se sujetó los pechos con las manos ahuecadas, alzándolos. Krull se preguntó si estarían llenos de leche, dulce leche tibia, hasta reventar. DeLucca le sonrió, contenta por la manera en que la miraba y con voz susurrante dijo:

– No está en el garaje. No está en ningún sitio. Traté de llamarle. Primero lo busqué. Si quiere saberlo, se lo puedes contar.

Krull no entendió lo que le decía. No se había acercado él a la mujer, ella se había acercado a él; vio que estaba descalza. Se había quitado los zapatos sin puntera. Todavía llevaba los pantalones de color salmón, que tanto se le ajustaban a las caderas y al vientre. Empujó hacia abajo la cabeza de Krull, porque era más alto que ella. Le besó en la boca, toda la húmeda boca carmesí envolviendo la suya. Luego su lengua le entró en la boca, repentina y con velocidad de flecha.

Se apretaba contra él, sus pechos desnudos, derramados, contra Krull. Se rió de él y lo condujo de vuelta al dormitorio. Lo llevó como se lleva a un borracho o a un ciego. La colcha dorada de brocado que había sido una de las compras de Zoe estaba ya arrugada y manchada como si sobre ella se hubieran realizado cópulas extenuantes en numerosas ocasiones. La última cosa que Krull vio con claridad fue la cruz de oro resplandeciente entre los pechos péndulos que se balanceaban sobre él.

Zoe me bendecirá, dondequiera que se encuentre.

En su lugar, ¡soy yo quien te quiere!

36

11 de febrero de 1984

Al despertarse no había sabido en qué día estaban.

Abajo encontró sobre la mesa de la cocina el Journal de Sparta dejado para él, abierto y torcido -había oído a Delray salir de la casa dando un portazo pocos minutos antes-, además de oírle hablar por teléfono, alzando la voz, y ahora veía ya lo que había disgustado a su padre, porque en la primera página del periódico aparecía un titular muy destacado:

departamento de policía de sparta:

sin nuevas «pistas» en el homicidio de Kruller

… y allí estaba el pie Zoe Kruller, víctima del asesinato no resuelto de 1983, debajo de la fotografía que el Journal había impreso tantas veces que Krull no soportaba verla de nuevo… pero se quedó mirándola fijamente, inclinado sobre la mesa.

Era terrible pensarlo: había pasado un año entero. Zoe llevaba muerta todo un año. Y la rubia sonriente de la foto seguía sonriendo como para desafiar a su destino, aunque sin duda su destino era una burla de aquella sonrisa.

Hermosos ojos con tupidas pestañas, abiertos en una expresión de ingenua entrega a lo que fuese que se le estaba prometiendo a través del ojo de la cámara…

¡Sí! Aquí estoy. Quiéranme.

Más abajo había otras fotos, en apariencia gemelas, como si se tratara de hermanos, de Delray Kruller y Edward Diehl. El periódico también había publicado muchas veces aquellas fotos, al igual que otros medios de comunicación, porque la policía de Sparta los había interrogado por ser personas de interés en el caso.

No exactamente como sospechosos, porque no se había llegado a detener a ninguno de los dos.

Delray debía de haberle dejado el periódico dominado por la indignación. Con la misma facilidad, Delray podría haber hecho trizas el condenado periódico antes de tirarlo, pero quizá había pensado que su hijo debía verlo. El hijo de la víctima del asesinato y el hijo de una persona de interés.

Krull, con el ceño fruncido, echó un vistazo al artículo que ocupaba tres largas columnas de la primera página y que continuaba en la octava. El meollo del artículo parecía ser que en el «primer aniversario» del «asesinato todavía sin resolver» los investigadores de la policía de Sparta, pese a que ahora trabajaban en colaboración con investigadores del estado, carecían, al parecer, «de nuevas pruebas, de nueva información, de nuevas pistas, de nuevas "personas de interés" o "sospechosos" en el caso».

Krull rompió el periódico, repentinamente rabioso.

Con el deseo de poder hacer lo mismo con el autor de aquello, con quien lo había impreso. Con quien utilizaba el rostro de su madre para vender periódicos. El rostro sonriente de una muerta.

– Hijos de puta.

Aquella noche su tía Viola telefoneó.

– Sólo para saludar y ver qué tal estáis.

Viola hablaba con tono dubitativo. Krull murmuró una vaga respuesta.

– ¿Está mi hermano en casa?

No. Delray no estaba en casa.

– ¿Sabes cuándo volverá?

No. Krull no sabía cuándo iba a volver su padre.

– Imagino que has visto…

Sí. Había visto.

– … ¡malditos sean, por qué no nos dejan en paz! ¿Por qué no dejan a tu padre en paz? ¡Ya ha aguantado bastante!

Viola respiraba con dificultad. Era posible que estuviera sollozando. Un tipo de sollozo con la respiración acelerada que no se diferenciaba de la indignación.

– ¡Esas fotografías en el periódico! ¡Siempre las mismas fotografías! ¡Pobre Zoe y pobre Delray! Nunca piensas en lo que esas cosas tienen que ser para otros hasta que te suceden a ti… ¡Jesús bendito!

La familia de Delray era muy numerosa, con parientes diseminados por tres condados en los Adirondack meridionales y a lo largo de los ríos Black y Mohawk, y Krull se imaginó que todos se habían estado telefoneando durante el día, molestos e indignados y resentidos por aquel artículo inesperado. Y quizá la televisión local había emitido una noticia similar. Krull no lo sabía y no tenía intención de averiguarlo. Primer aniversario del asesinato, todavía sin resolver, de Zoe Kruller, residente de Sparta de treinta y cuatro años.

Viola estuvo hablando mucho tiempo, con amargura. Dijo que cómo era posible que los condenados periodistas no escribieran un reportaje de «interés humano» sobre un inocente que había sido acosado por la policía y por los reporteros, hasta el punto de que, como resultado, su negocio de reparación de coches estaba al borde de la quiebra. Por qué no publicaban una historia sobre la familia de la víctima del asesinato cuyas heridas nunca iban a cicatrizar, dado que artículos como aquél se ocupaban de mantenerlas abiertas.

Viola le preguntó a Krull qué estaba haciendo. Krull murmuró algo que sonaba como Nada.

De hecho Krull había estado fregando el suelo de la cocina. Harto, finalmente, de notar bajo los pies el linóleo pegajoso. Había utilizado detergente, agua caliente y un cepillo con mango de madera para entrar en las estrechas aberturas entre mostradores, frigorífico y cocina, donde se habían acumulado meses de porquería.

– Y esta noche, ¿qué es lo que tienes para cenar, Aaron?

Trataba de sonar alegre, comunicativa. Como si realmente se preocupara por él, el hijo de su hermano.

Krull murmuró que estaba bien. Tenía algunas cosas que Delray había dejado en casa para él.

– ¿Sí? ¿Como cuáles?

Krull murmuró de manera inaudible. Ojalá la pelma de su tía colgara el teléfono, aquella conversación le estaba poniendo nervioso.

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