¿Saben? A Zoe le daba miedo su marido, le había pegado decía ella, pero aún era peor lo que decía que le iba a hacer si llegaba a abandonarlo. No sólo a ella sino a su hijo, decía Delray.
No, nunca lo vi allí en persona. En la casa. No lo vi nunca. Pero yo faltaba con frecuencia. Aquella noche, por ejemplo, me había marchado.
En el Journal die. Sparta, en la televisión local, la mujer apellidada DeLucca dijo cosas así. No una sino muchas veces. Semejantes acusaciones pueden hacerlas supuestos «testigos» y ser ampliamente citadas, porque los periódicos y las cadenas de televisión sólo dan «noticias».
En los días y semanas que siguieron a la muerte de Zoe, la actividad en el taller de reparaciones disminuyó de forma brusca. Y a partir de entonces, un lento descenso. De manera especial las mujeres dejaron de ser clientes del garaje. Incluso en la gasolinera disminuyeron las ventas. Delray culpaba al departamento de policía de Sparta y a los medios de comunicación: «Hacen creer a la gente que soy un asesino, Jesús bendito, que soy el asesino de mi mujer».
Krull se alejó de la puerta de la cocina porque no quería que la mujer apellidada DeLucca lo viera.
Debió de ir primero al taller, buscando a Delray. Pero Delray no estaba allí. La tal Jacky llevaba semanas queriendo verlo. Trataba de hablar con él por teléfono, pero Delray la evitaba. En el taller, sus ayudantes escribían mensajes para él en trozos de papel manchados de grasa Por favor, llamar a Jacky DeLucca ¡urgente! y Delray, asqueado, los hacía trizas. En una ocasión Aaron había descolgado el teléfono en su casa y al otro extremo de la línea sonó una entrecortada voz femenina ¿Oiii-gaa? ¿Del-roy? ¿Estoy hablando con Del-roy Krul-ler? ¿Oi-ga? Aaron colgó precipitadamente porque al parecer sabía quién llamaba.
Ahora la tal Jacky se había atrevido a venir hasta la casa. Con unos zapatos diminutos desprovistos de puntera había subido la cuesta hasta la puerta principal, y llevaba en brazos lo que parecían ser dos grandes bolsas de la compra. DeLucca era una mujer rolliza que se movía deprisa, aunque de manera errática, como si transportase algo muy valioso que tenía miedo de que se le cayera. Aaron la observaba desde detrás de una cortina vaporosa. De hecho quien la observaba era Krull. Era alguien como Krull quien hacía falta en aquella situación. Y estaba viendo cómo la mujer hacía una pausa, entornando los ojos hacia él bajo la fría luz del sol de abril, el rostro reluciente como si le hubieran sacado brillo con un trapo. En cuanto a la voz, infantil y aguda.
– ¿Oiga? ¿Oi -ga? ¿Hay alguien ahí? ¿Eres… Aar-on?.
Lo había visto, en el interior de la casa. No había desaparecido a tiempo.
No fue Krull sino DeLucca quien abrió la puerta. Tropezó con él y le lanzó una mirada como si quisiera abrazarlo con todas sus fuerzas. En sus ojos, con el rímel corrido, brillaban las lágrimas. Como si la muerte de Zoe acabara de producirse y ahora los dos pudieran llorar juntos.
– ¡Vaya, Aar-on! Cariño… he intentado llamarte… y a tu papá… tantas veces he tratado de llamaros a ti y a Del-roy y n-nunca…
Pese a ser dos o tres centímetros más baja que Krull, era probable que DeLucca pesase diez kilos más, concentrados sobre todo en la parte alta del pecho y en las caderas. Desprendiendo un aroma a talco perfumado, pasó incómodamente cerca de él y entró en la sala de estar como si la hubieran invitado. (Aquel aroma a polvos de talco. Krull sintió que se le doblaban las rodillas.) No era un día caluroso, pero DeLucca no llevaba abrigo ni chaqueta, tan sólo unos pantalones elásticos de poliéster de color salmón y un pulóver negro con cuello de pico, de un tejido tan lustroso como laca que hacía que sus pechos resultasen tan enormes como dirigibles gemelos vistos muy de cerca. Los zapatos, que parecían de plástico, carecían de puntera y mostraban unos pies pequeños y rechonchos, pálidos como la cera y con las uñas pintadas, entre sus pesados pechos, en el escote que dejaba al descubierto el cuello de pico, relucía una crucecita de oro con su correspondiente cadena, también de oro. Pese al exceso de pliegues carnosos, Jacky DeLucca era toscamente glamurosa e irradiaba un poderoso halo sexual. Sus cabellos de color castaño oscuro brillaban como alambres que se alzaran como filamentos vertiginosos y sus cejas eran descarados triangulitos, pinceladas de marrón rojizo. La boca, carmesí y húmeda, destacaba como una herida abierta. Las pupilas, dilatadas y muy oscuras, hacían pensar en los efectos de algún medicamento: ¿Quaaludes? Krull conocía a mucha gente que tomaba aquel poderoso tranquilizante y a algunas personas que lo distribuían en el instituto de Sparta.
– ¡… una misión bien triste, Aar-on! ¡He estado retrasándolo y retrasándolo demasiado tiempo! Quería traer aquí las cosas de Zoe… las cosas bonitas de Zoe… sabía que Zoe habría querido que su familia las tuviera si por ejemplo había alguna prima joven o una sobrina o alguien a quien le sirvieran las tallas pequeñas (¡a mí no, desde luego!), pero por lo visto Delroy no está nunca en casa, ni contesta al teléfono, espero que no sea por causa mía. Quiero decir… no porque haya decidido que le caigo mal.
DeLucca hablaba como con nostalgia y con un aire de reproche insinuante como si adivinara que Delray podía estar en algún sitio cerca, escuchando.
Krull murmuró que podía dejarle a él las bolsas pero DeLucca pareció no oírle. Se había ido acercando al muchacho y lo miraba con hambre.
– ¿Sabes, Aar-on? Pareces cambiado. Pareces mayor. He estado leyendo cosas acerca de ti en el periódico. ¡Ah, tus ojos no son los ojos de un niño! Lo que esos ojos han visto… Krull, desconcertado, no supo qué decir. -… tuve que dejar aquella casa, Aar-on. Aquel lugar maldito. Imposible limpiarlo. Era superior a mí. Vivo en otro sitio ya… estoy tratando de cambiar de vida. Esos hijos de puta… el departamento de policía de Sparta… la gente del sheriff de Herkimer County también… ¡interrogándome como lo hicieron!… amenazando con «encancerarme»… «obstricción de la justicia»… ¡nunca supe nada ni tuve nada que ver con nada!… Lo que deseo ahora… lo que más deseo es que se me perdone.
¡Perdón! Krull retrocedió, inseguro sobre el significado de lo que oía. Krull no se había recuperado por completo del olor a sudor femenino impregnado de polvos de talco.
Habría querido que su padre estuviera en casa. Delray le habría parado los pies a aquella hembra prepotente, la habría llevado a buen paso hasta la puerta principal y, si no se marchaba como él quería, le habría dado un golpecito con la rodilla en la parte más baja de la espalda.
– ¡Si hubiera estado allí aquella noche, Aar-on! Con Zoe. Me habría arriesgado a que me mataran también a mí si con eso la hubiese salvado. Aquella noche, porque me marché sabiendo que podía ser una equivocación. Y con un hombre… ¡un hombre que estaba segura de que era una equivocación! Ahora estoy esperando a mi redentor. ¡Aar-on!
Krull retrocedía con torpeza al mismo tiempo que Jacky DeLucca avanzaba con pasos inseguros. Los ojos, aunque rebosantes de lágrimas de compasión, estaban fijos en él como los de un hipnotizador. En su turbación, Krull no tenía ni idea de si aquella mujer tan rolliza, de la edad de su madre -o mayor-, lo atormentaba aposta, como se sabía que tenían por costumbre determinadas chicas de Sparta, a salvo en un sitio público y en compañía de sus amigas, o si hablaba de manera ingenua y sincera y estaba suplicando a Krull que fuese su aliado:
– ¡Del-roy, tu padre, ha dicho unas cosas tan terribles de mí, Aar-on! Lo entiendo, por supuesto, me esfuerzo por entender la dureza del corazón humano, trato de perdonar. Desde aquella cosa tan trágica que le sucedió a mi queridísima amiga Zoe, mi amiga íntima, y de la que yo me libré, sólo Dios sabe por qué me libré yo, he tratado todos los días de rezar y de entender. ¡Zoe me habla a veces, Aaron! No con palabras propiamente dichas, pero sí con un susurro dentro de mi alma. Está muy cambiada. «Ahora ve los dos lados.» Me ha pedido que te lo diga, lo mucho que te quiere. El que haya cambiado de estado no significa que no te quiera, Aaron, ni que haya dejado de pensar en ti… sigue haciéndolo.
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